
En recuerdo de Joe Frazier, de Norman Mailer y del boxeo cuando era deporte de multitudes.
Nelson Fredy Padilla Castro (*)
Una imagen que guardo en la memoria corresponde a un evento histórico del 1° de octubre de 1975. La familia en pleno sentada frente a aquel bello mueble de caoba adornado con carpetas blancas de flores de hilo bordado y pequeñas porcelanas de bailarinas, payasos, perros, caballitos y elefantes. Era nuestro televisor en blanco y negro. El evento que nos congregaba era la tercera pelea entre Muhammad Ali y Joe Frazier por el título mundial de boxeo de los pesos pesados.
Tenía algo más de siete años y era imposible no contagiarme de la emoción que transmitía el enfrentamiento de dos titanes en medio de una multitud delirante en Manila. Además, Ali y el primer campeón mundial de Colombia, Antonio Cervantes ‘Kid Pambelé’, eran los ídolos de mi padre y por tanto de sus cinco hijos, infantes de cuadra que zanjábamos diferencias con los vecinos a los golpes con dos pares de guantes Everlast que nos regaló en la Navidad anterior. Prefería vernos carihinchados antes que cabecirotos. El boxeo era el deporte más popular en Colombia junto al fútbol y uno de los más populares del mundo. Ali había partido en dos la historia del pugilismo y también se había convertido en un ícono mundial tras negarse a combatir como soldado norteamericano en la Guerra de Vietnam y liderar la defensa de los derechos de los negros.
Más tarde descubrí que el frenesí de una de las peleas del siglo, llevó al periodista norteamericano Norman Mailer a escribir una de las más memorables crónicas deportivas, editada luego en el libro ‘En la cima del mundo’. (Mailer había cazado su propia pelea con Truman Capote. Él defendía que la mejor narrativa se hacía desde el periodismo y Capote que desde la frontera con la literatura. Declaro empate). Mailer dedicó el libro a Ali y a Frazier, este último el único hombre capaz de quitarle el invicto a Ali cuatro años antes, la leyenda que murió esta semana en Estados Unidos a causa de un cáncer de hígado. Paradoja porque su golpe a ese órgano era uno de los más famosos y efectivos en el ring.
Mailer, en primera fila, enfoca la narración –¡publicada originalmente en ‘Life’ con fotos de Frank Sinatra!- como una guerra entre dos superegos. “Muhammad Ali se presenta como el más perturbador de todos los egos. Una vez que se adueña del escenario, jamás amaga con dar un paso atrás para ceder su lugar a los demás actores. Como una cotorra de un metro ochenta, Ali no deja de gritar que él es el centro del escenario. ‘Ven y agárrame, idiota —dice—. No puedes porque no sabes quién soy. No sabes dónde estoy. Soy inteligencia humana y tú ni siquiera estás seguro de si soy el bien o el mal’”. Ali siempre menospreció a Frazier: ‘Tío Tom’, ‘gorila’ y ‘demasiado feo para ser campeón mundial de los pesos pesados’, le gritaba en los pesajes y ante las cámaras. Treinta años después, cuando el Parkinson empezaba a diezmarlo, Alí fue humilde por una vez y reconoció: “Joe tiene razón. En el calor del momento dije cosas que no debí decir. Pido disculpas por eso. Lo siento. Todo formó parte de la promoción de la pelea”.
Así se acerca Mailer al alma de los dos gladiadores: “El boxeador es inmisericorde—la falta de compasión es la base del ego— y domina las técnicas —que son las alas del ego—.
Lo que distingue el noble ego de los boxeadores profesionales del ego más ruin de los escritores es que los primeros viven experiencias en el ring que a veces resultan grandiosas, incomunicables, solo comprensibles para otros boxeadores que han alcanzado un nivel similar o para mujeres que han tenido que vivir cada minuto de un angustioso parto: experiencias que son, en último término, misteriosas”.
Mailer contra las cuerdas: “Ali provoca fascinación, lo que implica que la atracción y el rechazo necesariamente forman parte del mismo paquete. Y Ali es también una fuente de obsesión: cuanto menos queramos pensar en él, mayor será nuestra propensión a hacerlo. ¿Por qué? Porque Ali es el Mayor Ego de toda Norteamérica. Y es también, como intentaré demostrar, la encarnación de la inteligencia humana más inmediata que se haya visto hasta hoy. Ali es el espíritu mismo del siglo XX, el príncipe del hombre de masas.
El príncipe de los medios. Ahora mismo, quizás temporalmente, se trata de un príncipe derrocado (Frazier lo había despojado del título)”.
“Una hecatombe de ansiedad” movía la pluma del escritor para describir la pelea como “una operación quirúrgica”. “Si en el combate de revancha logra vencer a Joe Frazier, Muhammad Ali se convertirá en la gran obsesión nacional y lo elegiremos presidente. Uno no podría dejar de votar a un hombre que, no contento con haber vencido a un contrincante tan grandioso como Joe Frazier, sea además Muhammad Ali. ¡Menuda combinación!”.
Así describe el clímax: “dos grandes boxeadores en un gran combate navegan por los ríos subterráneos de la extenuación y escalan los picos de la agonía, vislumbran la luz de su propia muerte en los ojos del contrincante, alcanzan las encrucijadas de la elección más atroz del karma cuando se levantan de la lona, resistiéndose a la dulce atracción de las vertiginosas catacumbas de la pérdida de la conciencia. Lo que ocurre es que no los vemos así porque los boxeadores no son en esencia hombres de discursos.
Y este es el siglo de las palabras, los números y los símbolos. Demasiado”. Y la trascendencia: Hemos llegado a la cuestión central. Existen otros lenguajes ajenos a las palabras, lenguajes de símbolos y lenguajes de la naturaleza. Existen lenguajes del cuerpo. Y el boxeo profesional es uno de ellos. No hay forma de llegar a comprender a un boxeador a menos que se esté dispuesto a reconocer que habla mediante un control corporal tan objetivo, sutil y aprehensible en su inteligencia como cualquier ejercicio mental emprendido por un ingeniero social como Herman Kahn o Henry Kissinger”.
Profundiza hasta imponer su tesis: “El boxeo es un diálogo entre cuerpos. Hombres ignorantes, a menudo negros, a menudo casi analfabetos, se comunican entre sí en un juego de intercambios conversacionales que se adentran en el corazón mismo de la materia del otro. La única diferencia es que conversan con su físico. Y a menos que no estemos dispuestos a creer que un comentario incisivo puede provocar una herida mortal, necesariamente habrá que aceptar la novedosa idea de que dos hombres que boxean amistosamente mantienen una conversación”.
Después Mailer se dedica a hablar de Ali y Frazier, “de sus psiques, de sus estilos, de su honor, de su carácter, de su grandeza y de sus debilidades”. Le pide al lector “no intentar comprenderlos como lo haríamos con hombres que se parezcan a nosotros. Solo podemos intuir lo que ocurre en su interior mediante un salto de la imaginación que nos permita acceder a la ciencia inventada por Ali. Pues Ali es y será siempre el primer psicólogo del cuerpo”. Y, si leen el libro con cuidado, verán que Frazier era el paciente perfecto.
Las tres peleas de estos dos hombres fueron el clímax del boxeo, venido a menos por cuenta de las divisiones y las mafias internas que lo atomizaron. También por cuenta de la televisión que le vendió al mundo deportes más espectaculares. No olvidemos estas fechas: la primera pelea entre Ali y Frazier fue el 8 de marzo de 1971 en el Madison Square Garden, en Nueva York. Ganó el segundo por decisión unánime en 15 asaltos. La segunda también fue en la Gran Manzana el 28 de enero de 1974. Ali se impuso por decisión tras 12 asaltos. Y en Manila, el 1° de octubre de 1975, Ali volvió a vencer en el asalto 14 y resumió el último combate diciendo que ha sido su momento más cercano a la muerte.
“El entrenador de Frazier, Eddie Futch, tiró la toalla.
– Joe, voy a detenerla.
– Pero jefe, le quiero ganar.
– Siéntate hijo. Nadie olvidará jamás lo que hiciste hoy aquí.
Futch tenía razón”.
En 2001 intentaron revivir esta leyenda enfrentando en el cuadrilátero a las hijas de los campeones, Laila Alí y Jacqui Frazier-Lyde. Luego de ocho asaltos le dieron la victoria a la hija de Ali mientras papá Frazier reclamaba empate.
La magia ya se había esfumado. En mi caso y en el de mi familia, se evaporó luego del reinado de campeones como ‘Pambelé’, ‘Rocky’ Valdéz, el ‘Happy’ Lora, ‘Mano de piedra’ Durán y Sugar Ray Leonard. Las últimas peleas que vimos en familia fueron las de Mike Tyson. Entonces empezó el declive definitivo. Norman Mailer murió a tiempo. Apostando reencarnar en un atleta negro como Ali.
El deporte de las narices chatas parece cada vez más un buen recuerdo. Hace poco estuve en Ciudad de México en la Feria Internacional del Turismo. Allí había un pabellón de boxeo en el que se recordaba a los grandes y se exhibía una réplica idéntica del cinturón de campeón. Conocí a un exboxeador mexicano de los welter junior con 18 peleas profesionales. Terminó de sparring. Sólo hablaba del pasado. Regresó a su casa en Chicago después de haber comprado, por no sé cuánto, el cinturón que nunca pudo conseguir en el ring. El mismo con el que yo me hice tomar una foto.
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(*) Editor dominical de El Espectador.