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En el desierto trazaré un camino: crónica de un viaje a la Alta Guajira

 

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¡Quién me diera en el desierto

un albergue de caminantes

para poder dejar a mi pueblo

y alejarme de su compañía!

Jeremías 9:1

—Es por esto que Moisés condujo a las tribus de Israel al desierto…

Porque aquella gente llevaba generaciones enteras viviendo como esclavos. Habían aprendido a no valerse por ellos mismos.

A fin de crear una raza de amos a partir de una raza de esclavos, dice el señor Whittier, a fin de enseñar a un grupo controlado de gente a crear sus propias vidas, Moisés tuvo que ser un cabrón.

Fantasmas, Chuck Palaniuk

El espino crece donde ni el cactus lo puede hacer. Parece amenazante sobre la arena que también corta la piel y bajo el cielo sin nubes, lento, muerto. Su color gris, como el del hueso quemado o sucio, circunda los caminos sin pavimentar, los ríos secos y las grandes extensiones yermas de desierto. Junto con los cactus, es lo único aparentemente vivo en el desierto de la Alta Guajira. Las hojas que tenían sus ancestros se han vuelto duras espinas que ayudan a retener el agua, que aquí escasea. En la vastedad casi ridícula de Uribia, la capital indígena de Colombia, no ha llovido ya por más de cuatro años. En Pusheo, un caserío a mitad de camino a la Serranía de la Macuira, hay un cartel que anuncia un festival por el regreso de la lluvia, a celebrarse en un internado indígena.

De los espinos y de la poca sombra que otorgan los trupillos resecos, las mujeres wayúu emergen y caminan de un lado de la carretera al otro con los hijos. Mi primera impresión es que son espectros. Llevan la cara manchada de vinotinto profundo, un bloqueador solar natural. Cruzan con cabras y miran a los viajantes sin hacer ningún gesto. Los ojos casi cerrados y arrugas en la cara. La piel de los wayúu parece hecha de árboles por efecto del sol tieso y abrumador.

¿Cómo puede vivir alguien aquí?, me pregunto. Y, luego, ¿cómo decidirse a vivir aquí? ¿Qué hace que una persona se diga a sí misma que el desierto será su hogar, que allí será enterrado una y otra vez?

 

En Uribia, nuestro conductor Winis nos dice que bajemos a comprar fiambre. Compramos frutas y queso, pero luego nos advierte: tenemos que comprar varias bolsas de agua, pan, dulces. Ya tenemos dos litros de agua cada uno, pero Winis nos dice que el agua, el pan y los confites están destinados a los miles de niños indígenas que nos encontraremos en el camino. Winis tiene ascendencia negra y wayúu. Mientras compramos lo que nos pidió, adquiere una pimpina en una caseta de madera a medio hacer a la entrada del pueblo. Unos chicos de unos trece años amarran la pinpina al techo de la camioneta que nos ayudará a movilizarnos por la Alta Guajira. Unos hombres, sentados en la cazucha, los regañan y les dicen que amarren bien la pimpina. Nunca he sentido tanto calor. La gasolina contrabandeada de Venezuela se ofrece en varias de estas casetas de madera; la envasan en botellas de cocacola y brilla con la luz del sol. Mi cabeza me dice que confíe, pero me da la impresión de que en cualquier momento el líquido anaranjado o amarillento, traslúcido pero sucio por el barro y la arena, va a explotar por el calor, y que una parte de Uribia va a ser sepultada en un apocalipsis chiquitico. Mi pequeño apocalipsis. Pero me digo que es el calor el que hace que la cabeza marche más rápido, que no va a pasar nada. Así que cogemos camino nuevamente. (Durante todo el viaje, la sensación es la misma: una parte de mi cerebro -no sé si la parte más primitiva o la más externa- funciona más rápido que la otra. El cráneo, el hueso duro exterior, se involucra también en este malfuncionamiento).

Desde Uribia, el camino está sin pavimentar. Los conductores que van hasta Cabo de la Vela, Pusheo, Macuira, Punta Gallinas, son experimentados. Tienen que saber guiarse en un territorio que no tiene ningún tipo de señalización natural o hecha por el hombre. Los caminos son enrevesados y a veces eran el lecho de algún río, ahora seco. Más que ser un laberinto perfecto, este desierto enreda la mente. El tiempo no pasa. La arena hace que el que viaja siempre pase por el mismo punto reseco, hecho de los mismos materiales, varias veces. Los árboles fueron esculpidos por Dios una y otra vez en un mismo molde.

Esta sensación es extremada por los niños y viejos wayúu. Por todo el camino, montan puestos de control, peajes improvisados. Unos cuelgan una cuerda de un palo a otro; pero hay algunos que, en vez, cuelgan cadenas de motocicletas para evitar el paso a toda costa. Piden agua, pan, dulces, plata. En una sola porción de tierra, en tan solo unos pocos metros, puede haber cuatro, cinco peajes. La miseria también ha sido replicada en el tiempo y en el espacio.

Esos niños y viejos, para coger sombra, se hacen en los bosques escuetos de trupillos. En los árboles se sostienen chuchos abiertos, rojos, sanguinolentos; chinchorros y mantas de tela para protección del sol. Más allá, entre bosque y bosque, hay desiertos enormes. El color de la arena de estos desiertos varía: hay unos blancos, otros amarillos, otros casi verdes. Son enormes y asustan porque allí no hay vida. Cualquier error del conductor nos dejaría un par de horas a merced de la arena, del sol, del viento raudo. Lo único que tiene vida de todo lo que vemos es el espejismo que sale de mi cabeza. Ante mis ojos, apenas entramos al área plana e inerte, aparecen fuentes, lagos, montes verdes que no se desvanecen. La vida de este espejismo viene de mi propia vida, de los ojos hechos de células, pero no hay nada inherente en él que demuestre esta vida.

 

Al caminar por la Guajira, mis oídos tratan de evitar el sonido del vallenato nueva ola. A mi cabeza llegan las imágenes de Silvestre Dangond vestido de militar o de paramilitar, con una metralleta, sobre un paisaje sabanero. Evito esas imágenes; no quiero asociar el trasegar por estas tierras con ese personaje. Esa risita maluca, insípida. Silvestre Dangond marrullero. Sin embargo, la música de Dangond y sus pares suena en todos lados: acompaña la caminata por las calles de Riohacha y el ron que se toma en las playas de Mayapo. Para dejar de escucharla, hay efectivamente que perderse en el desierto. La camioneta vinotinto de Winis no tiene radio. Hay un agujero enorme con cables rojos y verdes que emergen de él. Alguien se la robó o dejó de servir en alguno de los viajes y el conductor de turno prefirió tirarla entre los árboles. Agradezco esa catástrofe. El sonido del desierto ya me calma.

Es otra la música que me imagino. Es menos alegre esa música y se parece en algo al rock del desierto de los Estados Unidos, solo que en mi cabeza escucho una batería de fondo, emparentada con la cumbia. Guitarras ácidas, llamadores, gaitas, baterías pesadas, lentas. Es una música biscoza, hecha por los pasos de un elefante. Cuando llegamos a las Dunas de Taroa, cerca de Punta Gallinas, veo sobre la arena una banda de esa música que creo en mi cabeza. Todos sus integrantes tienen las cabezas cubiertas por trapos rojos y blancos, como los que usan los motociclistas de la Guajira para protegerse del sol; estos trapos están roídos, cubiertos de arena. Tocan ese ritmo insoportablemente lento y al fondo el mar picado golpea la costa más al norte de América del Sur. Las canciones que tocan llevan los nombres de los sitios por los que paso: Uribia, Macuira, Riohacha, Pusheo. Bienvenidos al valle del cielo.

 

Justo al inicio de nuestro viaje, antes de dejar la carretera pavimentada y entrar al infierno de arena, ya todos están dormidos a excepción de Winis y yo, aunque voy dopado por el ambiente. Entrecerró los ojos. Ya me va a coger el sueñito. Winis no habla. Pienso que su concentración debe ser extrema para poder tomar el camino correcto. A todo lo largo de esta, la última carretera pavimentada, hay postes de concreto, no conectados por cables, sino que sostienen paneles solares. A su lado, reposan los rieles del tren que lleva carbón del Cerrejón a Puerto Bolívar. Más allá, en la costa, hay estaciones que reposan sobre el mar y en las que se recoge gas del lecho marino. (Según un conductor que nos llevó de Riohacha a Mayapo, todo el dinero del carbón, la sal, el gas, se queda en manos de privados. No hay infraestructura que aguante; los wayúu ).

Me parece que el olor a todos esos elementos, extraídos del fondo de la tierra, hace que caiga en un sueño profundo, distinto al del humo que exudan los camiones que transitan al lado de casa en Bogotá, por toda la Avenida Cali. ¿Será este sueño la muerte? Winis se prepara para girar por una de las vías vertientes que nos conducirá al Cabo de la Vela. Lo hace con experticia. No obstante, abro los ojos a causa de un golpe seco, primero en el vidrio panorámico y luego en el capó de la camioneta. La pimpina cae sobre el suelo arenoso y Winis para de inmediato el carro. Me bajó a ver qué pasó. Una de las esquinas inferiores está agujereada y la gasolina se chorrea. Otro carro para (la solidaridad ha sido forjada a las malas en estas carreteras). Entre el otro conductor y Winis insertan una balletilla en el agujero y amarran la pimpina. Winis se queja de los pelados que colgaron la pimpina en Uribia.

Nos volvemos a meter al carro e iniciamos de nuevo la marcha. Ya nadie tiene sueño. Winis está bravo. No sabe cómo va a responder a la empresa dueña del carro. A continuación agradece a Dios.

“Gracias Dios por todas las enseñanzas y porque no nos pasó nada peor”.

Repetirá la misma oración cada vez que nos pase algo en la carretera. También agradezco a Dios. Nos ha dado la bendición de transitar por este camino oscuro y tortuoso. Nos haremos más fuertes aquí. En el transcurso de la semana, comienzo a agradecer también por el agua, por la comida, por poder ver este cielo sin nubes.

Ya nadie duerme. Todos pensamos en la explosión inminente, en la muerte acá, tan lejos de todo. ¿Quién nos va a encontrar cuando la explosión llegue? En una de las vastas extensiones de desierto, Winis nos dice que bajemos a tomar fotos. Obedecemos. En este desierto en particular, la arena es blanca. Siento el viento inclemente. Tomamos algunas fotos y pienso en fumarme un cigarrillo. Intento prender el encendedor, pero el viento no me deja. Luego Lina, mi novia, me increpa. Dice que cómo se me ocurre prender fuego aquí. Lo he olvidado todo. Pero entonces, me vuelve la angustia. Volteó a ver al techo del carro. La balletilla se soltó y del orificio de la pimpina se desprende gasolina de manera copiosa. La gasolina no se riega por la superficie de metal y vidrio del carro, sino que de inmediato se eleva en dirección al cielo y se evapora por el calor.

 

La Macuira se ve sobre el desierto como otro espejismo. En la alta Guajira es la única extensión de tierra donde no escasea el agua, la vegetación es abundante y hay cultivos de yuca, plátano, ahuyama. Se trata de tres montes verdes, no muy altos, pero lo suficiente para sobresalir en medio del paisaje árido. Y, sin embargo, la sequía también ha secado el río que atravesaba el parque natural. Ahora es solo una quebradita con renacuajos. Para recorrer un par de kilómetros del parque hay que contar con la ayuda de un guía. Nuestra guía se llama Mercedes y está embarazada. Algunos de los habitantes de Nazareth, el pueblo incrustado en medio de la Macuira, han cerrado el paso y ahora cobran por el acceso al parque, en contra de lo establecido por Parques Naturales. Nos recomiendan tomar una ruta un poco más larga, pero Mercedes está embarazada, así que no puede caminar grandes distancias. Pagamos los 10.000 pesos y entramos al parque. La camioneta va junto a la quebrada, entre elevaciones de tierra. Antes, todo lo que vemos era el río. Igual, todavía hay musgo y animales. El clima es mucho más fresco que en el resto del departamento. Parece que estuviéramos en otro lugar.

Caminamos por media hora por un camino de tierra. Está lleno de árboles que usan los wayúu para hacer casas, remedios y telas. Mercedes es la más fuerte de todos. Camina en chanclas rosadas y lleva un vestido rojo. No habla mucho. Nos pregunta palabras en inglés para que los turistas gringos le entiendan. Algunos de sus primos y sobrinos, más chicos, pasan por el camino con cabras y mochilas. Según lo que se nos ha dicho, solo podremos subir hasta determinado punto de la serranía. Le pregunto a Mercedes por qué no podemos subir más allá. Me responde que, además de parque natural, la Macuira es resguardo indígena.

Ya he oído de boca de habitantes de Riohacha que la Macuira es un lugar geográfico importante. “Es el oasis. Es así de simple”, me cuenta una mujer de la parte sur de la Guajira, y que vive en la capital del departamento desde hace varios años.

Según Mercedes, ni siquiera los wayúu pueden subir más allá, hasta el pico de la serranía. Nos explica que el lugar es sagrado. Solo si un wayúu está enfermo y un mayor sueña que en determinado punto del monte se encuentra el remedio que lo va a curar, el wayúu puede subir y buscar entre el bosque la cura.

(El mismo conductor que nos lleva de Riohacha a Mayapo nos cuenta que tenía una novia Wayúu y que la dejó porque la mujer no dejaba de soñar con que él iba a tener un accidente en el carro. La mujer le decía que se iba a encerrar vestida por completo de rojo para evitar esa muerte. Así mismo, Winis nos cuenta que cada vez que tiene un sueño de mal augurio se da un duchazo para limpiarse, sea la hora que sea).

De pronto, entre árboles frondosos, aparece un pequeño desierto de dunas entre el monte. La arena es amarilla y las dunas son altas, difíciles de caminar. Los pies se hunden entre los pies. Es cansino, agotador, maldito. Esa es la palabra. Uno se siente maldito al caminar entre las dunas de la Macuira. Maldito y bendecido por llegar a vislumbrar la configuración de este desierto: es cíclico, repetitivo, prodigioso. Entre el desierto, hay un oasis que contiene otro desierto. La configuración, pareciera, se llegará a repetir más allá. De hecho, otro viajero que nos acompaña, Nicolás, nos ha comentado durante todo el viaje su teoría: este desierto se repite miles de veces por el mismo paralelo. Según él, todos los desiertos del mundo son atravesados por la misma línea imaginaria.

Desde la duna más alta de la Macuira se alcanza a ver el mar, lejísimos.

 

Winis nos cuenta que alguna vez, durante la bonanza marimbera de la Guajira, en la década de 1970, fue perseguido por la policía. Estaba almorzando con familiares y, de pronto, llegó un grito “¡Corran! ¡Corran!”. Todos los habitantes del pueblo salieron de las casas a esconderse en el desierto, donde es prácticamente imposible esconderse, de un helicóptero o varios que cruzaban por el cielo despejado. Winis corre un par de kilómetros. Solo escucha el helicóptero de la policía, pero no lo ve. Sabe que no lo han encontrado. Encuentra refugio en un árbol. El helicóptero está cada vez más cerca, y de hecho siente que está sobre él. Sin embargo, se siente a salvo bajo las ramas del árbol. Luego, oye un ruido distinto al del helicóptero, un carraspeo suave. Se voltea y se encuentra con una serpiente que se acerca lentamente a su cuerpo. Trata de flexionar las piernas y el pecho; se aleja lo más posible de la serpiente. Reza. Cierra los ojos. El helicóptero se aleja.

 

Durante nuestra estancia en la Macuira, se cuenta del desentierro de una matriarca wayúu muy cerca de Nazareth, dentro del parque natural. Vienen centenares de persona desde Venezuela y otros cientos de todos los caseríos, rancherías y regiones que componen Uribia. De uno de los cementerios blancos y solitarios que se ven a lo largo del desierto, sacarán los restos de la matriarca. Seguramente han pasado varios años desde el primer entierro, la primera celebración. Junto a la tumba hay una biblia en wayúu, hecha por testigos de jehová. Cada cierto tiempo, se vuelven a hacer reuniones en torno a esa tumba para festejar a la matriarca.

Ahora, de nuevo, como hace unos años, comerán chivo, papa, pescado, caldo. De nuevo, celebraran con whisky que la matriarca dejó este mundo de dolor, este desierto inmenso. Pondrán los restos de la matriarca en una vasija de cerámica y la llevaran a su sitio, donde han vivido y han muerto sus ancestros por generaciones. Aquí, se vive donde están enterrados los muertos propios.

 

Ya en Bogotá, escucho una propaganda melodramática en la emisora W radio. Suena una música tristona y empalagosa, pero a la vez llena de urgencia. “Salvemos a nuestros niños indígenas de la Guajira”, dice una voz humanitaria que pretende ser solemne. ¿De quién es esta voz? ¿Nos debería representar esta voz a todos los mestizos del resto de Colombia? ¿Y por qué son nuestros niños? ¿Y por qué son nuestros indios? ¿De quién son? Es esta pobreteadera, esta babosada de creer que nos pertenecen los indios la que ha hecho que muchas de estas culturas hayan estado varias veces al borde de la desaparición. Han podido sobrevivir, no gracias a la ayuda de los mestizos, los blancos y del Estado, sino a pesar de los malos tratos de esos mismos tres grupos. Ese “nuestros”, ese posesivo tan maluco, solo deja entrever un aparato colonial fregado, miedoso, pútrido.

 

Del wayúu se dice que es fregado, taimado, envidioso, resentido, parco, estoico, traicionero. Los mestizos (o arijunas) de la Guajira lo dicen, así como los mismos wayúu lo dicen de otros wayúu o de sí mismos. También dicen que viven de cobrar cualquier nimiedad. Que si uno atropella un chivo en la carretera, se tiene que preparar para la visita de un wayúu y su palabrero, que le vienen a cobrar 500.000 pesos por la afrenta. “La sangre wayúu cuesta”, dicen mucho en las carreteras de la Guajira.

Un mapa de la familia lingüística arahuaca comprende casi toda Latinoamérica. Los pueblos arahuacos pueblan o han poblado regiones de las Guyanas, de la Amazonía peruana, colombiana venezolana y brasileña, Honduras, Nicaragua, Guatemala, Argentina, y la costa más al norte de Colombia y de Sur América con el wayuunaiki. Más que un mapa de lenguas, el mapa de los arahuacos es un mapa de ruta extenso, quizás el más extenso de un grupo poblacional amerindio. Lo que representa esta distancia entre Centro América y el Cono Sur, es que hubo grupos que se dispersaron por todo el continente y que llegaron a vivir en todos los climas, todas las condiciones, enfrentándose a todos los enemigos. En el caso de los wayúu, la ruta tuvo que ser extendida con la llegada de los conquistadores españoles. Los wayúu terminaron escondidos en ese último rincón de América, sin acostumbrarse por completo a la presencia extraña. Solo en el sur de la Guajira, un territorio menos agreste, la presencia española se dio con fuerza. En el norte, la presencia de mestizos y blancos fue tardía: apenas hacia finales del siglo XIX y comienzos del XX, algunos monjes capuchinos hicieron campañas de evangelización mediante la construcción de orfanatos e internados en los que los padres no tuvieran ninguna clase de control sobre los niños. Estos internados siguen siendo las instituciones educativas en que los niños wayúu aprenden. Son construcciones macizas, grises, hechas la mayoría de ladrillo. Son cúbicas.

Así como los arhuacos de la Sierra Nevada, los territorios del desierto y del monte profundo estaban demasiado lejos y eran demasiado inhóspitos como para que los españoles intentaran establecer colonias allí. Fue con la modernidad y con el nacimiento de la nación colombiana que esa costa al extremo norte comenzó a ser de interés, sobre todo a raíz de la guerra colombo-peruana; la pérdida de territorios indígenas en el sur, hace que busque civilizar y dominar en el norte para forjar nación. Los capuchinos también tenían la misión de establecer una noción de nación entre los wayúu, los arhuacos, los koguis. Luego, durante la década de 1970, la región fue punto central de la bonanza marimbera, de las luchas familiares, y luego territorio paramilitar.

Las relaciones entre el pueblo wayúu y los mestizos es reciente, pero compleja. Las palabras que escribí más arriba y que se usan para explicar la conducta de los wayúu lo hacen desde el facilísimo y las apariencias. Sin embargo, el ciclo de abandono, crimen y violencia no cabe en esas letras, y más bien sirven para explicar una actitud liberal de los que vivimos por fuera de Uribia. Es más una antropología de los mestizos que una explicación de los wayúu.

Otra palabra, “alijuna”, del wayunaiki, es también polisemántica. No solo significa “mestizo”, “blanco”, “negro”, sino también “extraño”, “forastero”, “enemigo”.

 

Desde que llegué a Bogotá han sido muchas las distopías que se me han ocurrido en torno a la Guajira: la de la separación literal de la Guajira, por ejemplo. Que un día todo el departamento se desprenda del territorio colombiano y que quede flotando sobre el Mar Caribe como territorio independiente. Pequeños y violentos enfrentamientos entre los colombianos y los guajiros en altamar, contrabandeo de agua y de gasolina en lanchas motorizadas, fronteras.

También, he pensado en la distopía de la desaparición total del agua en la Guajira y la instalación consecuente de desalinizadoras por todo el territorio. El desierto repleto, ya no de máquinas dedicadas a la extracción de combustibles y minerales, sino de aparatos para purificar el agua, un agua, sin embargo, que no se puede tomar, sino que solo puede ser usada para lavar los platos, la ropa, los pisos y las ventanas.

Sin embargo, no hay distopía mayor que la burocrática, la que necesariamente está ligada a la distopía espacial, de la extensión. Es este tipo de ciencia ficción la que aterra a los habitantes de los caseríos y rancherías más distantes de Uribia. La superficie total de ese municipio es de 8.200 kilómetros cuadrados. Se trata de un completo en el que lo natural y lo artificial están estrechamente ligados: desiertos, caseríos, rancherías, montes, pueblos extintos componen ese municipio que ocupa casi un tercio del departamento y es, en realidad, la desconexión de pequeños centros urbanos ligados por la lengua wayúu. Entre cada uno de estos centros urbanos hay varias horas de camino (tres, cuatro horas y carreteras imaginadas). Ya algunas de estas poblaciones han pedido que se las reconozca como independientes de Uribia. Tal es el caso de Nazareth. No obstante, la fundación de Uribia como proyecto de integración a la nación, debía ser mamotrético y barroco. Debían estar contenidos en esa, “la capital indígena de Colombia”, todas las poblaciones de la Guajira que todavía no habían sido integradas al proyecto productivo colombiano.

La distopía continúa.

Los caminos inciertos y extensos entre uno y otro pueblo solo hacen que la redistribución de recursos sea muy difícil de llevar a cabo. El Gobierno ha realizado planes para llevar comida y máquinas desalinizadoras a Uribia. Sin embargo, la organización espacial y política fundada a principios del siglo XX por la nación solo hace que esos recursos se queden en manos de caudillos que los venden al mejor postor. Esa organización espacial, compleja, monstruosa, también es replicada en un modelo político disperso, que empieza en Bogotá, pasa por Riohacha, por el casco urbano de Uribia y luego por el territorio que compone al municipio.

En esta distopía de lo extenso que es Uribia, lo que se replica es el mismo modelo centralista que tiene a Bogotá como centro y que impide la distribución igualitaria de recursos.

 

En Punta Gallinas, mientras me fumo un cigarrillo entre ramadas y cabañas, y veo la luna roja sobre el cielo, pasa un carro a toda velocidad, una camioneta vinotinto. Reconozco la camioneta que nos ha transportado durante cuatro días. Es tarde ya, más o menos la una de la mañana, y me extraña ver el carro a esa hora, a esa velocidad.

Ya me habían hablado de Montoya en Nazareth, su tierra natal. Es un tipo grueso y su apodo le viene de la afición a la velocidad, que en las vías del desierto puede ser mortal. Fue Montoya quien salió con el carro a esa hora, a dejar a unas mujeres que trabajan en el Hospedaje Luzmila, uno de los dos de Punta Gallinas. A Montoya le gusta hablar y me han dicho que es una de las personas que más sabe sobre la historia de la Alta Guajira.

Nos sentamos a jugar dominó. Montoya y otro tipo luchan con un celular inteligente. Como en toda la región, la electricidad es cortada a determinada hora de la noche. Entonces, se tienen que colgar teléfonos de las vigas de las ramadas y prender la linterna. El único problema es que el teléfono que usamos para jugar se desactiva luego de determinado tiempo; hay, entonces, que bajarlo de la viga, prenderlo, activar de nuevo la linterna y subirlo al palo.

El dominó es repetitivo, como la labor del teléfono. Pero Montoya se podría quedar toda la noche jugando. Le pregunto si hay cerveza, pero me dice que ya Luzmila cerró la nevera. A Montoya le dan ganas de tomar un whiskey, pero ya no hay nada que hacer. Me he acostumbrado a la cerveza Polar de Venezuela y, de hecho, por toda la región, casi que exclusivamente hay productos venezolanos.

No sé por qué llegamos al tema, pero hablamos de Nazareth. Montoya me dice que el corregimiento fue fundado por los capuchinos italianos y españoles en 1913, junto con un internado para los indígenas.

Solo gano una de las tres partidas. Tengo sueño. Durante el día, ayudamos a destrabar de la arena a una camioneta blanca. Los turistas de esa camioneta me regalaron algunos tragos de aguardiente por la ayuda, pero el cuerpo lo tengo molido por el esfuerzo del viaje y por la arena.

Uno de los capuchinos de Nazareth, me cuenta Montoya, fue enterrado con las tradiciones wayúu por sus servicios a la comunidad indígena.

Por todo el desierto se ven los cementerios blancos de los wayúu, con cruces que coronan cada tumba. Abandonados. Uno de los cementerios, me dice Winis, pertenece a comerciantes Wayúu. Es un cementerio elegante, con tumbas enormes que pertenecen a wayúus de mucha plata. A pesar de los imaginarios, la muerte y las ciudades de los muertos nos pueden dar pistas sobre una organización social wayúu, que no es tan distante de la del Estado colombiano. Un análisis por venir de la crisis alimentaria de la Guajira debería estar atravesado por la muerte y por la clase social. A mediados de 2015, por ejemplo, en un cementerio indígena se hallaron 36 kilos de cocaína que los paramilitares precisamente habían escondido ahí, en un lugar santo. Hay wayúus burgueses, hay wayúus de clase media; hay wayúus artesanos, hay wayúus que trabajan en las minas de sal o de carbón; hay wayúus que se mueren de hambre. Así mismo, hay wayúus que, con la complicidad del gobierno central, se mueren llenos de plata, acumulando, y a veces desperdiciando los recursos de la comunidad.

 

Cerca de la costa y entre dos extensiones de desierto, hay un puesto militar que resguarda un solo soldado. Frente al puesto militar hay un cartel con palabras en wayúu que anuncia que hemos llegado al pueblo de Bahía Portete.

Decir “entre dos extensiones de desierto” es una formalidad o un absurdo; estas dos extensiones no tienen límite. El único límite entre esos dos desiertos es la cuerda usada por el soldado para impedir el paso, el cartel y un par de muros abandonados. De resto, no hay diferencia entre esas dos áreas.

El soldado nos para. (No recuerdo si es en el viaje de ida o en el de vuelta). Pide los papeles a Winis. Sonríe y espera. Entonces, Winis le entrega una bolsa de agua, un pedazo de pan y algunos dulces. El soldado sonríe a modo de despedida pero no habla. En esta parte del desierto, y no sé si recuerdo esto de manera correcta, la arena se ve como barro por los pisotones repetitivos de las camionetas y los camiones, y hay una especie de niebla que cubre las ventanas de la camioneta. Hay cuatro horas de aquí a Uribia.

Winis nos cuenta que en Bahía Portete hubo una masacre. El caserío quedó derruido. Los pocos muros son, en realidad, lo único que queda de las casas de las familias wayúu que vivían allí.

Los habitantes huyeron el pasado 18 de abril. Ese día, cuentan indígenas que ahora están desplazados en Uribia, un grupo paramilitar recorrió las rancherías de Bahía Honda, Way, Punto Fijo, Media Luna y Portete -a más de cuatro horas en carro de Uribia atravesando el desierto-, saquearon sus ranchos, quemaron un vehículo con una niña adentro y atacaron a golpes de hacha y machete a mujeres y niños (El Tiempo).

Por la cabeza hay otra niebla. ¿Hubo acá en algún momento un pueblo? ¿Cómo puede ser si aquí no hay rastro del hombre? La pregunta inicial “¿Cómo puede alguien vivir aquí?” se transforma en una más macabra: “¿Es posible que alguien haya vivido aquí alguna vez?”. ¿Cómo se desaparece todo un pueblo?

Seiscientas personas desplazadas a Venezuela y doce personas muertas. El informe oficial del Grupo de Memoria Histórica es llamado “La masacre de Bahía Portete; mujeres wayúu en la mira”.

Este informe ha desaparecido del Internet, así como las casas y los cuerpos de Bahía Portete.

Si no fuera por el cartel, no sabríamos que estamos pasando por un pueblo fósil. Si no estuviera el cartel, ya este nombre no significaría nada: “Bahía Portete”.

Los paramilitares también saquearon varios cementerios a su paso.

Los paramilitares saquearon las ciudades de los vivos y las ciudades de los muertos a su paso.

La página de la Organización Nacional Indígena de Colombia que contenía información sobre la masacre también ha sido borrada de la red.

María Isabel Smith, directora seccional de Medicina Legal, dijo que junto a una de las mujeres muertas se halló el brazo incinerado de una pequeña, a la que se le tomaron muestras de ADN para identificarla (El Tiempo).

¿Y el soldado en qué pensará todo el día mientras resguarda un pueblo fantasma? ¿Será su labor asegurar que no destruyan los muros que quedan?

“Es probable que los paras hayan iniciado un recorrido por rabia, no selectivo sino indiscriminado para sembrar terror y demostrarles a los wayúu que ahora ellos tienen el poder», asevera una fuente de la Fiscalía (El Tiempo).

¿Qué pensará el suelo abandonado de este caserío? Los muertos que allí cayeron cumplen ya diez años, y seguramente ya comenzaron su viaje a la Jepira, el monte sagrado cerca de Cabo de la Vela, donde los wayúu saben que sus muertos inician el viaje al otro mundo.

La otra víctima identificada es Rubén Epinayú, de 19 años, a quien, cuentan los indígenas, lo arrastraron un kilómetro amarrado a un carro y luego le dieron un tiro en la cabeza (El Tiempo).

¿Y yo qué iría pensando mientras transitaba este pueblo fantasma? ¿Y qué pensaba el 16 de abril de 2004 o el 16 de febrero de 2000? No en la guerra, pues ya estaba metida en la parte más primitiva de mi cerebro; sin necesidad de salir de ahí, ¿cómo ponerla sobre la mesa?

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