El Magazín

Publicado el elmagazin

El suicida cobarde

Maria Clara Jaramillo Muñoz

Ya se ha pasado mi momento. Soy el cobarde. Hace mucho dejé de ser el poeta, y fue en busca del momento perfecto que se fueron pasando los meses, los años, las ansias; contemplé la muerte, la llevé de la mano, pero nunca la miré a los ojos.

El cénit de todo escritor suicida era ése: una muerte poética; pero el soñar con la perfección me convirtió en cobarde. Ahora me vivo muriendo.

 Rocinante fue el primero. Éramos jóvenes llenos de adrenalina y locura. Los demás pelados del pueblo nos guardaban respeto por temerarios. En el Salto del Ahorcado las reglas las ponía quien se atreviera a lanzarse desde lo más alto. La corona, sin duda, siempre la tuvo Rocinante; alto, cuerpo atlético, pelo largo, belleza excéntrica; corría como caballo desbocado; de ahí su apodo. Había que verlo en la finca de don Gregorio Silvestre -un viejo huraño que un día le dio por quemar su casa-, robando los racimos de plátano y salir como un tiro mientras el anciano le apuntaba a los pies con su escopeta.

 El Salto del Ahorcado era nuestro charco. Las niñas no asistían al ritual por una norma inquebrantable: quien quisiese darse un baño, debía despojarse de todo lo palpable. Luego descubrimos que el Rocinante sentía gran debilidad por el mismo sexo, y así tenía a diario su más dulce capricho: un desfile de nalgas apretadas y cuerpos virginales dorados por el sol del Valle. Nadando trepando rocas y cogiendo mangos y guayabas de los árboles.

 Zurriago, de genio templado y mirada fulminante, fue el segundo. ¿Cómo amaneció, Santiago? le preguntaban las señoras cuando pasaba en la mañana por la plaza. Casi de buen humor, respondía con el ceño fruncido sobre un bosque uniceja. Las señoras se morían por él; lo querían de novio para sus hijas y de amante para ellas. De porte y garbo, poseía un humor exquisito que deleitaba a las mujeres, las únicas que podían suavizarle el temperamento de escopeta. Tenía una espalda en la que le cabían dos costales de café, un racimo de plátanos y tres docenas de suspiros.

 Rocinante era monaguillo de la iglesia y un trepador excelente. El pacto entonces lo cerró antes de la misa de seis de la mañana; escalando hasta la cima del campanario, se amarró a la soga con la que hacía sonar todos los fines de semana la vieja campana. Esa mañana tocó antes de tiempo, invitando a los habitantes del pueblo a presenciar el trágico espectáculo. El cura llegó cuando Rocinante todavía relinchaba, luchando con su vida, pero ya no había forma de domar al potro.

 Tres meses después, cuando el pueblo apenas empezaba a salir del silencio en que quedó sumergido desde tal evento, pasé por Zurriago a su casa para caminar hasta la escuela. Era el último día de clases y los ánimos andaban eufóricos. Cuando faltaba una cuadra para llegar, sentenció habérsele olvidado algo importante. Lo esperé en una esquina.

 Nunca volvió. Hubo que raspar la pared del cuarto pues su sangre era espesa como su genio y penetrante como su mirada.

 Cuando escuché el tiro quedé helado: entendí que yo era el siguiente.

 ¿Cuál sería el mejor momento para morir? me invadió la tensión y huí a la ciudad, creyendo que esta me mataría, pero su rudeza termina haciendo costra y la soledad anida justo aquí.

 Mientras espero que pase esta agonía que no termina, escribo poemas a mis amigos idos anestesiando la mente y haciendo del corazón una coraza. Pobre de mí, suicida cobarde.

*Fotografía: somos9.com

Comentarios