El Magazín

Publicado el elmagazin

El señor Medina

 

manicomio-departamental-mejia-francisco-192

Yulia Katherine Cediel Gómez

Vivimos en un barrio tranquilo, las casas tienen grandes puertas de madera. Hay árboles con flores anaranjadas que, de cuando en cuando, llenan las calles de color. El barrio es silencioso, solo el motor de uno u otro carro interrumpe el sonido de los pájaros y las cigarras. Enfrente de mi casa hay un hospital mental. En ese hospital vive el señor Medina. No sé cómo es, jamás lo he visto.

Pero sé que hace unos cuantos meses sus gritos aterrorizaron a los tranquilos habitantes de este barrio. Se escuchaba como un perro herido, pensé que un pequeño animal se estaría arrastrando por el pavimento y salí a auxiliarlo. No había nada. Los gritos provenían de esa pequeña ventana enrejada del hospital. También había otras voces, pero eran opacadas por los alaridos descomunales de aquella criatura adolorida. Entré a mi casa desconcertada, le subí el volumen a la música y seguí en mis actividades.

Dos días después, cuando salía hacia la estación del bus, escuché cánticos que provenían del hospital. Anteriormente, aquella era una casa silenciosa, casi fantasmal. Los médicos salían con sus batas blancas y desaparecían tras las ventanas polarizadas de sus autos. Un domingo al mes algunos familiares se acercaban llevando paquetes en sus manos. Ninguno hablaba. A decir verdad, no hacían sonido alguno. El único visitante frecuente de aquella casa era un repartidor de gaseosas que todos los jueves llevaba una canasta llena y salía con una vacía. Siempre supuse que eso era para los trabajadores del lugar porque los enfermos mentales no suelen tomar gaseosa.

El jueves estuve todo el día fuera de casa. Tuve que viajar porque mi trabajo como agente inmobiliaria me lo exigía. Ese día le mostré una casa de campo a una familia nada agradable. El padre era un señor muy grosero. La madre veía en todo detalle un artefacto asesino que mataría a su pequeño hijo de quince años que permaneció sentado en el auto durante toda la visita. Llegué cansada a la casa, decidí que debía hacer algo para tranquilizarme así que saqué un blog de hojas de colores, unas tijeras y empecé a hacer pequeñas figuras de origami siguiendo las instrucciones de un video de Youtube. Cuando hube terminado unas pequeñas grullas, las guardé en una caja y me acosté a dormir.

En la mañana temprano salí a dar un paseo con mi perro Tony. To es gordo y grande, permanece durmiendo la mayor parte del día, le gusta ladrarle a todo aquel que pase por la acera de la casa, pero se le puede convencer de quedarse tranquilo con cualquier tipo de comida: frutas, verduras, carne y, especialmente, quesos. Le puse su correa roja y salimos a caminar, cuando regresamos escuché que alguien me decía “Lléveme, lléveme”, miré para todos lados y, de pronto, vi cómo una mano se movía al otro lado de la pequeña ventana enrejada del hospital. Me saludaba, pero no me veía. Debió de haber sentido la respiración fuerte de To, que de lo gordo siempre parece que está roncando. “Lléveme, lléveme de paseo”. No sabía qué hacer, me parecía tan desalmado seguir de largo. Decidí saludar:

-Buenos días.

-Buenos días, señorita. Lléveme, lléveme de paseo.

-Disculpe, en este momento no puedo, debo ir a trabajar.

-Bueno, recuerde que soy el señor Medina. Puede venir cuando quiera, siempre estaré dispuesto a dar un paseo.

-Hasta luego, señor Medina. ¡Qué tenga un buen día!

Al llegar a mi casa sentí mucha pena por el señor Medina. Su voz sonaba como la de un hombre maduro, agradable. Me gustó mucho su decencia, su discreción. Creo que fue muy comprensivo cuando le dije que debía ir a trabajar. ¡Qué raro!, pensé. ¿Por qué estará encerrado en un hospital mental el señor Medina?

Ese fin de semana me fui de paseo. Alquilé una pequeña cabaña en una montaña cercana. La cabaña era de madera, había una chimenea pequeña en un lado. No tenía electricidad. Tony y yo llegamos allí después de un viaje de varias horas, dos de ellas en un jeep y otra hora caminando, al paso de To, hasta la cabaña. La señora encargada del alquiler me había dado las llaves en la inmobiliaria. Llevaba meses intentando vender la propiedad y, como no había podido, la rentaba por días para parejas o grupos pequeños. Se había puesto algo reticente cuando le dije que iría con mi perro, pero luego aceptó cuando le prometí que él dormiría afuera. El primero que entró a la cabaña fue Tony. Estaba muy cansado de tan larga caminata. Jadeaba. Saqué un poco de agua y se la di. Tuve que repetir la operación varias veces hasta que quedó satisfecho y se acostó a dormir en un viejo tapete ubicado a un lado de la cama. Allí nos quedaríamos tres días, el lunes era festivo: puente de Reyes.

Regresamos el lunes en la tarde. Cuando estábamos a unas cuadras de la casa escuché los gritos. Eran desesperados. Alaridos fuertes y desgarradores. Provenían del hospital. Escuché a una médica decir: “Cálmese, no hay ninguna picana cerca, señor Medina, tómese esto, por favor”. Los gritos continuaron durante una media hora más. Me aterrorizó pensar que aquel hombre amable con el que había hablado el viernes era el mismo que gritaba de esa manera. Ni siquiera sabía qué era una picana.

El martes fue un día maravilloso en el trabajo. Vendí tres propiedades sin hacer grandes esfuerzos. El único percance que tuve fue que cuando la señora de la cabaña fue por sus llaves y el dinero me dijo que yo era una mujer desalmada, cómo pudo haber dejado dormir afuera, en la intemperie, a un pobre perrito. Yo le sonreí, le entregué sus cosas y ella se fue refunfuñando. Al llegar a casa salí a dar un paseo con Tony, tenía la esperanza de que al pasar por el hospital el señor Medina me hablara. Sin embargo, todo estaba en silencio en el barrio. Solo se oían los grillos.

A la mañana siguiente me desperté temprano porque escuché cantos. Abrí las ventanas y pude distinguir algunas frases: “la vida es eterna en cinco minutos”, “que partió a la Sierra, que nunca hizo…” y “corriendo a la fábrica… trabajaba”. Me costaba trabajo entenderlas porque la voz era suave y se perdía un poco en el silencio. La canción se me hacía conocida, pero no pude identificarla. En ese momento odié no poder escuchar bien. Años atrás, mientras caminaba por el centro de la ciudad, escuché una gran explosión. Me tiré al suelo y me puse las manos en los oídos, pero era demasiado tarde. Ese sería el último sonido que escucharía bien en mi vida. No había quedado totalmente sorda y con el tiempo había recuperado algo de mi audición, pero había una pequeña falla y, en momento como este, se convertía en un impedimento. Fui a trabajar. No vendí nada ese día. Estuve sentada en la oficina, actualicé los datos de las propiedades en la página de internet y respondí algunos correos.

El jueves, mientras me organizaba, escuché el carro de gaseosas que se detenía en la calle. El repartidor se bajó con una canasta llena de gaseosas, entró al hospital y salió con una canasta vacía. De pronto, un interno gritó “Señor, ¿sí me trajo mi encargo?”, “No, señor Medina, no pude, se lo traigo la próxima vez”, “Hasta luego y muchas gracias”, “Adiós, señor Medina”. Me pareció una conversación muy normal, pero quería saber cuál era el encargo. Salí de inmediato, pero el repartidor ya había arrancado. Pasé frente al hospital para preguntarle al señor Medina, pero nadie me habló. Miré y las ventanas estaban vacías. Volví a mi casa algo decepcionada. Era raro que me interesara por ese enfermo, nunca había querido saber nada de ese hospital. Solo lo utilizaba como punto de referencia para ubicar a algún taxista que no conociera la dirección. Antes también me servía como indicación para mis amigos, pero hace tiempos que nadie venía a visitarme. Fue más o menos un año después de la muerte de mi hermana, Dalia. Habíamos vivido juntas desde siempre, ella era una mujer muy alegre. Le gustaba decorar la casa, pintar las paredes de diferentes colores cada año y, claro, le encantaban las fiestas. Organizaba por lo menos una reunión al mes. Para ella todo ameritaba un pequeño festejo: cumpleaños, matrimonios, nuevos trabajos, compromisos, bautizos, embarazos, inicio del mes, incluso inicio del fin de semana. Las reuniones no siempre eran en nuestra casa, pero sí la mayoría de las veces. Tenía muchos amigos que conseguía en cualquier lado: la fila del banco, el supermercado, un parque, el bus, el trabajo. Ella siempre había sido la encargada de relaciones públicas. Un día salió temprano en la mañana, iría con unos amigos motociclistas a un pueblo cercano. “¿Segura de que no quieres ir?”, “Me quedaré con Tony, no me gusta que se quede solo”, “Sé que es solo una excusa, eres una viejita”, “Cuídate”. Esa noche, mientras limpiaba un poco, sentí el ruido de varias motos afuera. Timbraron. Cuando abrí uno de los amigos de Dalia me dijo: “Hubo un accidente”. Me asusté muchísimo. “Llévame al hospital ahora mismo, por favor”. “No hay hospital”. “¿Cómo que no hay hospital? ¿Qué quieres decir?”, “Fue instantáneo, ninguno de los dos sufrió”. Le tiré la puerta en la cara. Me senté en la mesa del comedor y empecé a llorar, ese día hice algunas figuras de origami y las pegué por toda la casa de velación bajo la mirada extrañada de algunos de los asistentes. Lo hice porque Dalia decía que uno debe dominar el dolor hasta darle una forma agradable. Los primeros días después del accidente recibí muchas visitas de sus amigos, pero cada vez fueron espaciándose más, hasta que no volvió nadie.

Me levanté temprano ese viernes para poder salir con Tony. Apenas salí escuché que me decían:

-Buenos días, señorita.

-Buenos días, señor Medina.

-¿Qué tal está usted hoy?

-Bien, muchas gracias. ¿Y usted? ¿Sí recibió su encargo?”

-No, señorita, no pudieron traérmelo. De pronto, si usted me lleva a dar un paseo yo podré reclamarlo en persona.

-Lo lamento, señor Medina. Debo trabajar.

-Está bien, la entiendo. Hasta pronto.

-Hasta luego.

Di un corto paseo con Tony, casi me caigo por ir pensando en cuál sería el encargo del señor Medina. No me había parecido apropiado preguntarle, aún no teníamos mucha confianza.

El domingo temprano escuché pasos en la calle, me levanté y vi a los familiares silenciosos que se acercaban con sus acostumbrados paquetes al hospital. Se me ocurrió que podría visitar al señor Medina y hablar un poco con él. Me acerqué a las rejas del hospital, me atendió un enfermero con uniforme azul oscuro.

-Buenos días, ¿le puedo ayudar en algo?

-Buenos días, quiero visitar al señor Medina.

No me pareció apropiado dar explicaciones sobre mi visita. Vi que el enfermero miraba unas hojas en su escritorio.

-¿Cómo dijo que se llamaba el paciente?

-La verdad no lo sé, su apellido es Medina.

El enfermero levantó la cabeza y me miró. Me señaló un letrero blanco pegado en las ventanas que decía: “Los internos solo pueden recibir visitas de familiares los primeros domingos del mes entre las 8am y las 4pm. No se permiten ingresar objetos de vidrio, cuerdas, alimentos, medicamentos, cuchillas ni bebidas oscuras”.

-Lo tengo muy claro, joven, pero es de vital importancia que visite al señor Medina hoy. Soy su única amiga y deseo verlo.

-Si es su única amiga, cómo es posible que no sepa el nombre. Señorita, por favor retírese. debo atender a los demás.

-Señor, entiendo su punto. Pero en serio necesito ver al señor Medina. Por favor, permítame solo esta visita. No volveré a importunarlo.

El enfermero me miró enojado. Buscó detenidamente entre sus hojas. De repente, levantó su cabeza y en sus ojos pude ver que estaba sorprendido. “¿Qué sucede?”, “Señorita, ¿me dijo usted que venía a visitar al señor Antonio Medina?”, el tono había cambiado, el enfermero ya no estaba enojado. Levantó la cabeza y apretó los labios. “Sí, busco al señor Medina. ¿Qué sucede?”. El enfermero me señaló la puerta del hospital. Yo me acerqué y me abrió una doctora. Me indicó una silla. La doctora habló en susurros con el enfermero. Mientras estaba ahí sentada me puse a ver la reja de la puerta del hospital. Era de hierro, estaba pintada de negro. Afuera se veían los árboles. Me percaté de que allí adentro hacía bastante frío. Era un lugar muy blanco, como una especie de iglú. Jamás he visto la nieve, pero me imagino que un iglú debe ser un lugar blanco y frío.

-Señorita, lamento informarle que el paciente Antonio Medina murió ayer -dijo la médica.

-¿Murió? ¿Cómo que murió? ¿De qué murió?

-El paciente presentó un paro cardiorespiratorio ocasionado por una obstrucción de la tráquea.

-¿Cómo sucedió eso?

-El paciente se ahorcó. Lamento mucho su pérdida.

-Disculpe, ¿él no dejó nada?

-No, señorita, como usted sabrá el señor Antonio Medina llegó acá solo, sin ninguna pertenencia, no encontramos nota alguna que explicara las razones de su suicidio. Debo retirarme, hasta luego.

Comentarios