
Andrés Felipe Sanabria (*)
No puedes saber cómo muero en la cúpula de la tormenta, porque yo no sé cómo te has enamorado. No puedo saber cuál es el final de tu rosa, pero sí, la máquina de coser que unirá ambas cosas.
Los ángeles son aves, y vuelven a ser ángeles. Los gallinazos son guardianes de la muerte, pero no por eso dejan de proteger las conciencias del cielo.
Un día que no existía fue cuando encontré el camino para verla. Los momentos son segundos de un tiempo muerto, por eso podemos caminar por calles distintas, pero es solo una la que caminamos, y el camino para volver a verla, fue el del día en que me olvidó.
Había columpios, y una calle de sombras misteriosas. “Tiene que ser este”, pensé. Cuando llegué a su final, no estaban las casas con jardines desérticos, sino un hombre de 30 cm, que saltaba en un canguro de resortes. Y apenas me vio, se fue saltando, diciendo:
– ¡Ella no es! ¡Ella no es!
Una Medusa flotaba en el aire, y absorbió toda la realidad en la que estábamos. Después apareció un color oscuro. Hasta que sentí que de una pared caía una especie de arena y después sobre mi mano empezaron a caer unas gotas.
– ¡Son sus lágrimas!
No supe quién lo dijo, cuando vi un girasol con un bigote, bastón y sombrero.
– Fuiste muy malo.
Y empezó a caminar como Charles Chaplin.
– ¿Dónde estoy? ¿Quiénes son ustedes?-, le pregunté.
– Del otro lado del amor encontrarás el dolor que no se ve.
El girasol alzó su sombrero, como despidiéndose, y como si fuera un cohete de pólvora salió disparado hacia el cielo, y después sus hojas cayeron desde lo más alto, y cuando las vi en el suelo, todas tenían el rostro de la mujer que buscaba. Las recogí y de nuevo apareció el hombre que saltaba en un canguro de resortes, esta vez perseguido por una gata en otro canguro.
– ¿Ves que ellas no son? ¿Ves que ellas no son?-, dijo.
Y como si el sitio donde estábamos tuviera una cúpula, esta se fue abriendo, desde lo más alto, hasta que entró la luz del sol, y apareció la realidad. El enano, y la gata pasaron la avenida 19, y entraron al Oma, donde una vez hablé con ella. Ellos pasaron a través de la puerta sin que esta se abriera. Y al tocarla sentí que la única realidad es el futuro que vivimos soñando nuestra propia vida. Y allí estaba, pero al frente estaba yo, con 23 años, con los ojos llenos de fantasía de estrellas, por querer enamorarla, por querer conocer el otro lado del amor. Pero como ya sabía lo que pasó después, cerré la puerta, y fui de regreso a mi casa, para no volver a amar nunca más.
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(*) Colaborador.