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El mexicano Buñuel y sus hijos

 

Luis Buñuel
Luis Buñuel

 

Hugo Chaparro Valderrama (*)

Luis Buñuel: mexicano accidental. Nacido el 22 de febrero de 1900 en Calanda, un pueblo de la provincia española de Teruel, quizás nunca se imaginó cuando trabajaba en Francia como asistente de dirección a finales de los años 20 o cuando debutó con su primera –y felizmente escandalosa- película, Un perro andaluz (1929), que el mapa de México sería su hogar. Mucho menos que su genio surreal sería una de las mayores contribuciones para moldear el futuro del cine que se realizaría en el país donde filmó comedias de humor negro como El gran calavera (1949), La hija del engaño (Don Quintín el amargado) (1951), Subida al cielo (1951) o El bruto (1952) –donde la inspiración de Buñuel hecha transpiración y sexo animó a un cronista de la época para definir a Pedro Armendáriz como “la virilidad inmolada”, repartiendo las cargas sensuales entre Katy Jurado, “la sensualidad sin condiciones”, y Rosita Arenas, “la virginidad sin falsedad”.

            Europa, Estados Unidos y México significaron para Don Luis un cambio de paisaje y de registro. También para el melodrama y su sevicia emocional –que ya contaba con héroes como Arcady Boytler y Rafael Sevilla haciendo sufrir al público en La mujer del puerto (1933), con mujeres angustiadas por la vergüenza que las condenaba en Salón México (Emilio Fernández, 1948) o con Magdalenas tristes que se preguntaban ¿Por qué peca la mujer? (René Cardona, 1951), quizás, como insinúa un diálogo de la película, porque ser decente es tonto, “¡aunque no tanto!”, podría reclamar el público.

            Empiezan los años 50 y Luis Buñuel filma Los olvidados. Roberto Cobo es El Jaibo, líder de una pandilla que anticipaba a las otras que seguirían con su escuela, dentro y fuera de la pantalla. El surrealista por excelencia se convertía en director realista. También en un maestro a seguir por su descendencia fílmica.

            Sesenta años después, para su ópera prima, Asalto al cine (2011), la directora Iria Gómez decide filmar en la Colonia Guerrero del Distrito Fabuloso que es Ciudad de México. De alguna manera siguió los pasos de Buñuel, explorador infatigable cuando recorrió para Los olvidados la geografía de la pobreza en Nonoalco y Tacubaya.

            La casta de los olvidados según Gómez: chavos sin un quinto, ansiosos por escapar al desmadre familiar y al conflicto generacional, al “qué me importa si al fin voy a seguir tan pobre que al menos hay que intentarlo”. ¿Qué cosa? ¡Aunque sea asaltar un cine donde los sueños se hacen realidad!

            Y el plan del asalto comienza y la dirección de arte de la película nos sugiere un reinado del pop callejero y del graffiti como expresión de colores en contra de la realidad, casi siempre en blanco y negro cuando no hay un peso en el bolsillo, renaciendo El Jaibo, con un registro más suave, en el Negus, el Chale, el Sapo y la Chata.

            Si Luis Buñuel se encontró filmando, como afirma un libro sobre su obra, “entre dos mundos”, la generación mexicana que ahora tiene el poder y el talento tras las cámaras, no reconoce fronteras.

            Los directores y las películas que representan a México en el 51º Festival Internacional de Cine de Cartagena observan horizontes e influencias diferentes: reinventan el documental como Juan Carlos Rulfo (En el hoyo, 2006) o Yulene Olaizola (Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo, 2008); se atreven de nuevo con el cruce de fronteras como tema recurrente entre México y Estados Unidos, dándole otro sabor a la tortilla según como la prepara Rigoberto Perezcano en Norteado (2009); demuestran que el cine clásico y su legado adoptan formas anfibias en manos de un director como Carlos Reygadas, traduciendo al entorno de Chihuahua en Luz silenciosa (2007) a un cinemito danés como Carl Dreyer o descubriendo un estilo en el que Reygadas sólo se parece a Reygadas en una película que obedece al billar de las influencias con carámbolas que encuentran a Rossellini con México, Tiziano y Tintoretto para Batalla en el cielo (2005) –los siglos XVI y XX reunidos en la pantalla del XXI.

            Una actitud que vincula a México con otros países del área –Argentina, Brasil, Colombia-, en los que se percibe el camino de una generación tras la búsqueda de sus imágenes.

            Invitados frecuentes a festivales cinematográficos; curiosidades culturales o antropológicas para eventos que descubren otra manera de ver el mundo en una pantalla; retos para el eurocentrismo que se fatiga de verse a sí mismo en una cartelera que atiende regiones insospechadas años atrás –Filipinas, Tailandia-; evidencias de riesgo y vanguardia que acaso marquen la pauta de los que vendrán después, el rótulo “cine latinoamericano”, extendiendo la geografía para incluir en el mapa a sus variantes mexicanas, promete con nombres como los seleccionados para el Festival de Cartagena, agrupados en una sección oportunamente puntuada por signos de admiración, “¡Arriba México!”, con llegar pronto al futuro, al porvenir donde las imágenes, la ficción y la realidad se nutran entre sí para construir un cine en el que se cumpla y se mejore lo que señala Carlos Gutiérrez en la presentación de la muestra: “A pesar de que los contextos de distribución y exhibición distan mucho de ser óptimos y de que hay muchos contextos que aún necesitan ser sorteados, esto no ha mermado el tesón y la vitalidad de esta nueva generación. Es así como este novedoso y dinámico cine mexicano se ha dado tan a la marcha que ni siquiera ha habido la oportunidad de enlatarlo como «nuevo» ”.

            Una novedad a la que contribuyeron, con una sana invasión de talento, nombres y títulos de éxito, situados en la vitrina de geografías industriales: Alfonso Cuarón, un director adiestrado para cualquier eventualidad narrativa, camaleón del cine en aventuras tan diferentes como La princesita (1995), Y tu mamá también (2001) o Children of Men (2006); Guillermo del Toro, freak absoluto de la fantasía fílmica, encontrando su respiración natural en Cronos (1993), Hellboy (2004) y El laberinto del fauno (2006); Alejandro González Iñárritu, acompañado en sus primeros años por el que fuera su hermanito siamés, el guionista Guillermo Arriaga, hasta que empezaron los trancazos, como dijo y cantó alguna vez Tin Tan, cuando la amistad de siempre se terminó para siempre por la vanidad de siempre, distanciando al director y al guionista, siguiendo cada cual por su lado tras los megahits de Amores perros (2000), 21 gramos (2003) y Babel (2006), cuando ya la forma y sus hallazgos se convirtieron en fórmulas.

            México sigue hacia arriba. Su industria no se detiene. Hace de la novedad su estilo. Se interesa por contar historias de la mejor manera posible en un momento en el que los guionistas se multiplican para demostrar que es un oficio en crisis. Sus directores se constituyen en excepciones a la norma –Marisa Sistach, Fernando Eimbcke, Everardo González, Nicolás Pereda-. El fantasma de Luis Buñuel nunca abandona a sus hijos. Recordemos a Los olvidados y su ejemplo. Antídotos contra la amnesia.

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(*) Crítico de cine.

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