
Entre la literatura y el béisbol, retrato del fallecido presidente que alguna vez tuvo la misión de invadir a Colombia.
Nelson Fredy Padilla*
Corría noviembre de 1998. Hugo Chávez, a los 44 años de edad, era el seguro ganador de las elecciones presidenciales del 6 de diciembre en Venezuela y yo era el enviado especial de la revista Cambio-Colombia en el cierre de campaña. Tres días seguí sus manifestaciones populares sin poderme acercar a él lo suficiente para entrevistarlo. Los escoltas me lo impidieron a los empellones, a pesar de que a través de sus más cercanos allegados de entonces (el general Alberto Müller y el octogenario líder de izquierda Luis Michelena) le había mandado un cuestionario la semana anterior. Había decenas de solicitudes de periodistas de todo el mundo y muchas prevenciones. La mayor: el supuesto descubrimiento de planes para asesinarlo antes de que fuera elegido. Incluso, aseguraron haber detenido a un hombre con jeringa en mano, “dispuesto a inyectarle al comandante una sustancia letal”.
Intercambiamos tarjetas con el entonces jefe de seguridad, coronel Luis Pineda Castellanos, compañero de promoción de Chávez y ahora protagonista del libro El diablo paga con traición a quien le sirve con lealtad: Anécdotas de mi vida como amigo de Hugo Chávez Frías (la mayoría son anécdotas de faldas). Desde Maracay, a una hora de Caracas en carro, volví al hotel Anauco. Tenía buena reportería; entrevistas a los resignados candidatos, el empresario Henrique Salas Römer y el anciano Luis Alfaro Ucero; también a la ex Miss Universo Irene Sáenz y al expresidente Carlos Andrés Pérez. Sin embargo, después de tanto corre-corre, iba a regresar a Bogotá sin hablar con Chávez. A las 10 de la noche, cuando el sueño y la frustración me vencían, golpearon a la puerta de mi habitación para que bajara de inmediato a la recepción. Era Pineda: “Señor Padilla. Acompáñeme. El comandante lo espera para el reportaje”. Pedí un minuto para subir por la grabadora y la libreta y bajé con la adrenalina al máximo. Subí a un campero militar y pasamos por Gustavo Acevedo, el entonces fotógrafo del diario El Globo que registró el encuentro.
Atravesamos Caracas hasta un barrio de clase media baja y entramos a un modesto edificio en el que un amigo le prestaba a Chávez el apartamento para vivir en Caracas junto a su entonces esposa, la periodista y luego opositora Marisabel Rodríguez. Eran las 11:00 p.m. cuando llegó. Nos hizo pasar a la sala comedor convertida en jefatura de operaciones de la campaña del Movimiento Quinta República. La habitación estaba presidida por un gran óleo de Simón Bolívar. Lo que era y pretendía ser Chávez estaba condensado en una mesa de trabajo donde estaban abiertos sus libros de consulta urgente: la Biblia en el Libro de Los Proverbios; la correspondencia de El Libertador junto a un guión suyo sobre Bolívar, ganador del “tercer premio nacional de teatro histórico”; El contrato social de Juan Jacobo Rousseau, subrayado; los discursos de Fidel Castro, con quien ya se había encontrado personalmente en Cuba una vez, los de Jorge Eliécer Gaitán, su referente colombiano, y las obras completas del milagroso médico venezolano san José Gregorio Hernández. La tarea en las noches era aprenderse al menos una cita de cada uno para al día siguiente “darle fuerza ideológica y espiritual” a los discursos con los que convenció a más de tres millones y medio de electores, ansiosos por llenar el vacío de liderazgo político que había en Venezuela. “Este es el líder que le devolverá la dignidad al pueblo”, me dijo Apolinar Sucre, entonces vecino del candidato y corredor de finca raíz desempleado. Al día siguiente Chávez tenía una cita con delegados del Partido Laboralista de Inglaterra y, con ayuda de traductor, quería sorprenderlos con un par de citas de Churchill.
Su esposa dijo estar agotada, se disculpó y se fue a dormir, mientras Chávez se quitó la chaqueta de paño como si acabara de llegar a la oficina a primera hora del día y se dispusiera a atender su primera cita. Ni se aflojó el nudo de la corbata amarilla y contestó preguntas hasta la 1:30 de la mañana. Vi al hombre con la ambigüedad entre el golpista de 1992, obsesionado con el poder, y el acólito de 30 años atrás que seguía “entregado a Dios”. Como advirtió dos meses después Gabriel García Márquez en su célebre perfil “El enigma de los dos Chávez” (revista Cambio, 1° de febrero de 1999), el nuevo presidente podía ser “el salvador de Venezuela o un déspota más”. No reproduzco toda la entrevista, que fue la portada de Cambio del 23 de noviembre de 1998, pero sí algunas frases que hoy recobran vigencia:
‑“Que la teman los que la deban”.
-“Hugo Chávez no quiere instalarse en el poder”.
-“Era el soldado de la patria y hoy soy el instrumento de una revolución”.
-“Hermano: usted está hablando con un demócrata. No seré un dictador”.
-“Traspasé los límites hacia un nuevo escenario político más allá de izquierdas y derechas. Yo no soy geométrico para la política. Soy autóctono y seguramente tengo de izquierda y de derecha”.
-“El poder nunca debe ser personalizado, yo soy un instrumento de poder colectivo y estoy dispuesto a desempeñar el papel que deba hasta que el tiempo y el régimen político lo permitan, Dios mediante”.
-“Temo ser una frustración para mi país y ante eso preferiría la muerte”.
-“Un presidente que haya sido soldado tiene una ventaja: ser capaz de dar la vida por Venezuela. Pero estoy seguro que voy a vivir”.
“Mi propuesta es capitalismo humano contra neoliberalismo salvaje”.
-“No tengo ni tendré nada. Sobrevivo con una pensión militar de 500 mil bolívares”.
-“Hay que negociar con el gobierno de Colombia y con la insurgencia zonas de paz en la frontera, perfectamente delimitadas, donde haya compromisos para no ejercer acciones de guerra y secuestros en Venezuela”.
Al final me arriesgué a preguntarle si la biblioteca servida sobre la mesa indicaba improvisación en su ya confusa “plataforma ideológica”. Se molestó y me dijo en tono de advertencia que sus ideas estaban muy claras y que había estudiado Ciencias Políticas y Filosofía en la cárcel. Cuando dejé de grabar hablamos de literatura y, en un intento por disipar mis dudas sobre su formación, me citó de memoria un fragmento de El último patriota, cuento del escritor y presidente venezolano derrocado en 1948, Rómulo Gallegos. Luego a José Martí: “Yo soy un hombre sincero/ De donde crece la palma…”.
No me quiso mostrar los borradores de una novela, inspirada en la llanura araucana donde fue comandante de las tropas de caballería -“Ya no soy yo. Me volví como el río Arauca que cuando se desborda inunda la sabana”, dijo en tono declamatorio-, tampoco los poemas de “mis días de melancolía”, ni una autobiografía que empezaba evocando sus patrullajes de la frontera con Colombia, siendo subteniente, por los estados de Barinas, Apure y Táchira. Ese joven militar se interesaba en su país vecino después de conocer a un colombiano del que se hizo amigo y resultó ser su tocayo.
En cambio me mostró un óleo del patio de tanques donde él se graduó de “soldado blindado”. Me contó cómo en el Cuartel Páez de Maracay, en 1991, “el teniente coronel Hugo Chávez Frías, comandante del Batallón de Paracaidistas, recibió la orden de batalla para tomarse por asalto la base militar del Grupo de Caballería Rondón en La Guajira”. Era su papel dentro de un juego militar inventado a raíz del incidente de la corbeta Caldas en el Golfo de Coquivacoa en 1987, la hipótesis de una posible guerra entre Venezuela y Colombia. Chávez lo recordó en 1995 para invitar a otros presidentes latinoamericanos a “hacer un acto simbólico en el que quememos los planes de guerra, las hipótesis de conflicto para invadir tal país, Colombia, por ejemplo, y bombardear Bogotá”. Me contó la historia de cada una de sus 21 condecoraciones militares.
No le gustaba el Bolívar decrépito de El general en su laberinto. No sé si sería capaz de decírselo a García Márquez cuando charlaron durante un vuelo entre La Habana y Caracas. Recuerdo que después de su encuentro con Chávez, el Nobel llegó a Cambio con la emoción del reportero que entrevistó en El Espectador (1955) a Luis Alejandro Velasco para escribir Relato de un náufrago. Ese día era el coctel de relanzamiento de la revista, que él acababa de comprar para hacer realidad su última aventura periodística. Cumplió con presentarse en el club Metropolitan para los saludos y las fotos y al primer descuido se escapó por la puerta de atrás para irse a escribir sobre el que haría historia “como el salvador de los venezolanos o como un déspota más”. Antes miró a su alrededor pidiendo “un datero” que hiciera guardia junto a él por si había que hacer alguna llamada de última hora para verificar su minuciosa reportería.
Esa semblanza de Chávez le demandó entre las 10 de la noche del viernes y las 5 de la mañana del sábado. Una frase no le sonó mientras corregía el texto, leyéndolo en voz alta, hasta que desde Venezuela me confirmaron que un puesto de mando de Chávez había sido improvisado en “el Museo Histórico de La Planicie”. Otra pausa del trance en que lo mantuvo este coronel fue para confirmar con el entonces ayudante de Chávez cuál era su posición favorita en el diamante de béisbol. El maestro traía anotado en su libreta que por “la pelota caliente” cambió su vida y su destino el día que entró a la academia militar de Barinas sólo porque “era el mejor modo de llegar a las grandes ligas”. El teniente me dijo desde Caracas que aunque “el comandante” soñaba con ser cátcher mostró más cualidades como primera base. García Márquez optó por escribir que fue un “cátcher de primera”.
Esto para recordar por qué al cierre de nuestra entrevista, Chávez se detuvo frente a una vieja pelota de béisbol guardada en una urna de cristal. La sacó y me la mostró sin dejármela tocar: estaba autografiada por los golpistas que lo acompañaron en la primera intentona para tomarse el poder en 1992. El jugador zurdo acomodó los dedos sobre ella como si fuera pitcher y de ese lanzamiento “de doble costura” dependiera la serie mundial, y dijo: “Compañero: ¡comenzó el juego definitivo! Esta revolución la ganamos así sea en extrainning”. Así fue hasta septiembre de 2011 cuando el “soldado blindado”, que impresionó al Nobel con su “cuerpo de cemento armado”, cantó en rueda de prensa su propio out: “Un cáncer del tamaño de una bola de béisbol”.
*Editor dominical de El Espectador
Foto: Gustavo Acevedo/1999