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El Holocausto: el problema de su representación

A propósito de la Conmemoración Internacional en Memoria del Holocausto, presentamos dos textos que reflexionan sobre lo ocurrido durante Segunda Guerra Mundial.

Una de las cuatro fotografías que hacen parte de la serie conocida como “Fotografías del Sonderkommando”, tomadas a escondidas en Auschwitz-Birkenau, en la Polonia ocupada por los nazis, alrededor de 1944. Muestran una pila de cuerpos pronta a ser quemada al aire libre, cosa que se hacía cuando las crematorias estaban llenas.
Una de las cuatro fotografías que hacen parte de la serie conocida como “Fotografías del Sonderkommando”, tomadas a escondidas en Auschwitz-Birkenau, en la Polonia ocupada por los nazis, alrededor de 1944. Muestra una pila de cuerpos pronta a ser quemada al aire libre, cosa que se hacía cuando las crematorias estaban llenas.

 

Sara Malagón Llano
@saramala17

“El pasado no puede recuperarse a través de la representación”.
“No hay redención estética”.
«Las huellas de la memoria», Doris Salcedo.

 

Por lo menos un día del año, todos los años, ha sido establecido para rememorar uno de los genocidios más violentos y masivos de la historia. El 1 de noviembre de 2005 la Asamblea General de las Naciones Unidas, en la Resolución 60/7, designó el 27 de enero Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto. “Debemos también hacer algo más que recordar y velar por que las nuevas generaciones conozcan esa parte de la historia. Debemos aplicar las lecciones del Holocausto al mundo actual y hacer cuanto podamos para que todos los pueblos gocen de la protección y de los derechos por los cuales luchan las Naciones Unidas”.

El objetivo de hacer cíclica la rememoración es evitar el olvido colectivo, construir memoria, una que traspase los límites del exterminio nazi y se convierta en una lección histórica. Ese ha sido sólo uno de los mecanismos políticos utilizados para conmemorar a las víctimas. Pero a lo político lo rodean intentos estéticos y artísticos de acercarse al hecho: se han escrito innumerables novelas, ensayos, textos filosóficos e históricos; se han hecho múltiples películas, documentales, obras de arte; se han construido museos en memoria de las víctimas, sobre todo judías, en ciudades como Berlín y Jerusalén. Algunos, incluso, intentan simular la experiencia del encierro en un campo de concentración nazi. Otros fueron, ellos mismos, campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Y algunas ciudades conservan los rastros de la violencia: las marcas de las balas, los muros, los límites políticos, las construcciones, las placas conmemorativas que señalan las rutas de la historia. Sin embargo, muchos son los pensadores que han reflexionado sobre la imposibilidad de representar el Holocausto, de hacerle justicia a través de una imagen, cualquiera que sea.

Durante mucho tiempo no se habló del exterminio judío, de la Shoah –término intraducible que se acerca al concepto de “catástrofe”–. Hacerlo era considerado un acto de depravación, tan atrevido como ponerle cara al dios de los judíos. Según Hannah Arendt, el Holocausto destruyó las herramientas que nos permitían comprender el mundo. Fue un hecho que trascendió toda lógica, y tal vez por la imposibilidad de absoluta comprensión, que se deriva en parte de su inconmensurabilidad, de su magnitud, es que cualquier intento por representarlo de manera total es fallido. Esa es la tesis de “La representación prohibida”, del filósofo francés Jean-Luc Nancy: el acontecimiento se resiste a la representación. Cualquier manera de ponerlo en palabras o en imágenes deja por fuera un resto inaccesible. En otro ensayo, “La imagen-lo distinto”, dice que la imagen es sólo un trazo del hecho, aquello que permanece cuando lo representado se ha ausentado de antemano.

El problema con cualquier intento de atrapar el acontecimiento es la totalización de sentido: siempre hay un resto que cualquier lenguaje no puede abarcar. Tratar de hacerlo, tratar de construir memoria tras el paso de una violencia que Walter Benjamin llama “enmudecedora” es, en sí mismo, un acto de violencia, un acto reduccionista.

Otros pensadores dan respuestas un poco más alentadoras. En Imágenes pese a todo, de Georges Didi-Huberman, se rescata una noción de fragmento que hace posible la narración de, al menos, una parte de la historia. Está de acuerdo con la idea de irrepresentabilidad de la Shoah en su totalidad, pero afirma que su representación es posible de manera incompleta, fragmentada. El texto de Didi-Huberman gira entorno a las cuatro fotografías del Sonderkommando, tomadas secretamente en Auschwitz en 1944. Esas imágenes, en contra del Negacionismo, no quieren representar el hecho, sino probarlo, servir de testimonio. Esas fotografías, que son fragmentos de la historia, remiten, sin mostrarla, a la persona detrás de las imágenes, que capturadas con el lente dentro de la absoluta prohibición de dejar registros, se convierten ellas mismas en un acto de resistencia. Las fotos son el resultado de un atrevimiento que muestra una parte del horror del Holocausto.

En De lo que no se puede hablar: El arte político de Doris Salcedo –recientemente editado y publicado en Colombia por la Universidad Nacional– de la teórica literaria e historiadora del arte, Mieke Bal, también se toca el tema de la representación de acontecimientos violentos. La experiencia estética, según Bal, consigue restaurar el vínculo social que la violencia resquebraja, pero no a través de representación narrativa o de una comprensión cognitiva del dolor de las víctimas, sino del señalamiento y escenificación de la distancia que separa a las víctimas de los espectadores de una obra de arte. Dar testimonio del dolor de otro radica en subrayar la imposibilidad de tal narración. En el presente estamos llamados a recordar el sufrimiento, la muerte y el dolor de los otros en un pasado inaprehensible, un pasado que no es nuestro. No recordamos nada en particular, no interiorizamos ningún contenido que pueda identificarse o redimirse; por el contrario, recordamos que no podemos aprehender el dolor ajeno y el pasado. Sólo queda la distancia, y un compromiso político con el otro, con la víctima, nuestro deber de recordar.

Eso hizo, finalmente, Claude Lanzmann en Shoah (1985), su película de nueve horas de duración. La película sucede en el presente, en los lugares desolados donde tuvo lugar el genocidio. Los testimonios de víctimas y verdugos también están hechos en el presente. Desde su posición actual, ellos hablan de sí y de lo que vivieron. Ni una sola imagen del pasado, en blanco y negro. Así el pasado es traído al presente, y el presente se cubre de muerte. La película muestra lo que queda, el resto, el testimonio, y sin embargo un testimonio fragmentario que no pretende sólo dar cuenta de que el hecho sucedió, y que no pretende hacer una presentación objetiva y cronológica de los hechos, sino marcar la ausencia y el límite de la representación misma. La película evoca lo inimaginable, sin mostrarlo; es la presencia de la ausencia, porque esa ausencia es lo que ha sido temporalmente borrado, el exterminio mismo, lo que ya no existe.

No hay representación total posible, y sin embargo no podemos renunciar a comprender, a hablar de ello: hay que hablar y representar el exterminio, sabiendo de la imposibilidad de su representación total. Sólo así se garantiza la memoria, esa que, se supone, debería evitar la repetición del horror, mucho más ahora, en este nuevo milenio, cuando la historia parece querer volver a repetirse.

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