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El hijo del capitán

El caminante

Fernando Araújo Vélez (*)

Dos años estuvo en Bogotá, o eso fue lo que dijeron aquellos pocos que lograron hablar con él más de tres frases. Fueron dos años de pánico, de paranoia y misterio. Luego se sabría que también fueron tiempos de intrigas y de aprendizajes por debajo de la mesa en mesas de oscuros personajes, últimos años 80. Cuando era estudiante iba a clases, siempre callado, y se ubicaba cerca de la puerta de salida con un cuaderno que parecía eterno y una pila de libros amarillentos. En las tardes, en sus horas libres, se iba a la cancha de fútbol a correr y a correr mientras el mundo jugaba a la pelota. Ya por las noches se marchaba a un apartamento que había alquilado, dos o tres cuadras al norte, siempre por un camino distinto.

Era robusto, aunque no muy alto, y solía vestirse de beige y marrón. Usaba zapatos de suela de caucho, “por si hay problemas, salir volao”, como cantaba Pedro Navajas, y gafas cuadradas de gruesos lentes que le ayudaban a no sostenerles la mirada a sus interlocutores. Los fines de semana era invisible. Jamás una fiesta, nunca un partido de fútbol, y menos, un paseo. Pasado mucho tiempo, uno de sus viejos compañeros de clase comentó que lo habían detenido en Bolivia, su país, por haber sostenido presuntos nexos con una banda de mercenarios europeos que buscaban desestabilizar el régimen de Evo Morales. Era lo mismo que había ocurrido con la Chile de Salvador Allende.

Unos americanos en corbata habían llegado desde Chicago para desestabilizar la economía, para infiltrar las universidades, fundar el caos, y luego, con la aquiescencia de los militares, dar el golpe de septiembre del 73. Prado, dirían después quienes se cruzaron con él, solía llevar consigo libros de economía, de política e historia. Comentaron, como por pasar, que había sido alcalde en una ciudad del sur de su país y aseguraban, ya con el recorte del diario que publicaba la noticia de su detención en la mano, que se había entrevistado varias veces con militares y agentes de las armas en algunas fincas cercanas a Bogotá. No callaba, sostenían, sólo porque fuera el hijo del capitán que había detenido al Che Guevara antes de que lo asesinaran en la escuela de La Higuera, 45 años atrás.

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