El Magazín

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El héroe

¡Qué no hizo y sufrió aquel fuerte varón

en el caballo de pulimentada madera,

cuyo interior ocupábamos los mejores argivos

para llevar a los troyanos la carnicería y la muerte!

La Odisea Canto IV

Jaime Panqueva

Habían transcurrido casi dos semanas de encierro y la situación era desesperada.

—Jefe —le susurraba el valiente Anticlo para evitar ser descubiertos—, no aguantamos más, capitulemos.

Odiseo pensó en el piquete de soldados troyanos que no desamparaba en ningún momento los cascos del caballo. Entregarse significaba morir en sus manos o ser vejados y brutalmente torturados tras los muros de Ilión. Cualquier sospecha podría dar al traste con su última genial idea. Miraba a su alrededor; estaban casi sumergidos bajo sus propios excrementos los cuales no habían logrado salir a la superficie gracias a la excelente brea aplicada sobre el piso y las paredes que fungían de barriga al corcel. Sabía que no podrían resistir más tiempo, pero no daba su brazo a torcer. En la penumbra le lanzó una mirada a Menelao, quien desde su altercado con motivo del funeral de Ayax se hacía el pendejo y apenas le dirigía la palabra. Sabiéndose solo al mando de la descabellada expedición, inició por enésima vez el recuento a sus subordinados de las riquezas que les aguardaban del otro lado de los muros de Troya, del caballeroso (en la más amplia extensión de la palabra) rescate que realizarían de Helena, del cumplimiento de los juramentos realizados a los dioses y,  para finalizar, del valor sin tacha propio de la estirpe argiva. Los soldados lo observaban silenciosos, como quien ve llover. Ocasionalmente, se escuchaba algún cintarazo destripando alguna mosca de las miríadas que agobiaban a la tropa durante el día. Como corolario, mencionó los favores de la gran Atenea, patrocinadora oficial de la fabricación de la trampa, y la valiosísima colaboración de Poseidón en el asunto Lacoonte.

—No hay comida desde hace cinco días —murmuró alguno desde el fondo cavernoso.

—Ah, ¿no? —replicó Ulises hundiendo su mano desesperada en las heces, una bandada de moscas zumbó concentrando la atención de todos los allí presentes—. ¿Qué es esto acaso? —y con un movimiento teatral se la llevó lentamente a la boca y comenzó a masticarla con mucha lentitud, sin gesto alguno de disgusto. Al mismo tiempo repetía, mentalmente y en vano, un salmo a la Argiana para que convirtiese aquella bosta en el paladar en su fruta granadina.

El nuevo silencio surgido del estupor se quebró muy pronto:

—El agua se acabó hace varios días, el sol nos abrasa sin piedad, mortal sed nos fulmina…

Odiseo creyó reconocer la voz de Trasimedes de Neleo; en su interior lo maldijo y lamentó haberlo convencido de no embarcar junto a Néstor.

—Traed a mí el ánfora de las aguas menores —respondió decidido a no claudicar. Al ver llegar el recipiente pasó saliva y sintió una nausea profunda, que habría hecho desistir del noble cometido a cualquier mortal libre de vocación heroica. Sin mediar más palabras bebió de ella unos sorbos y la pasó al resto de sus discípulos, diciendo:

—Tomad y bebed todos de él… Espero no oír más quejas.

El interior se conmocionó, la mayoría de los hambrientos griegos tanteaban el suelo buscando alimento con que imitar a su esforzado líder. Otros se disputaban el honor de beber del ánfora. Ulises se dirigió a un extremo y se reclinó contra lo que desde el exterior correspondería al pecho del equino. Meditabundo, le echó un vistazo a las ataduras de Meríones, quien había sufrido de un fuerte ataque de claustrofobia tres días atrás y había estado a punto de revelar su existencia dentro del potro a los centinelas. Pensó, que de haberlo matado habrían tenido carne fresca para alimentarse mientras esperaban. No obstante, reconoció la importancia de mantenerlo con vida pues era el especialista en cerrajería de la expedición; sin él quizá no podrían abrir la puerta de la muralla.

Todo lo había calculado bien, hasta la búsqueda e inclusión de Filoctetes y su infalible arco que abatiría a los centinelas nocturnos cuando el caballo hubiera ingresado al recinto. Con ello mató dos pájaros de un solo tiro; satisfizo las exigencias del oráculo y se resarció por haberlo dejado más de diez años abandonado en una isla en medio del Egeo. Claro, pero nadie iba a prever tantos inconvenientes: cómo presagiar que Lacoonte y Casandra se darían tantas mañas para retrasar todo tipo de aprobaciones oficiales tendientes a acreditar los certificados de origen, peritajes, permisos aduanales y vistos buenos para la importación del caballo en la ciudad. No había vituallas que alcanzasen para sobrevivir semejante trámite burocrático. Por otra parte, había que darse por bien servido, pues hasta el momento nadie en la ciudad estaba convencido de la necesidad de un aforo físico; tan sólo habían surgido ideas sueltas, como la de destruirlos a hachazos o despeñarlos sobre el mar… Cosas de ese resentido ministro de Apolo.

Él, Ulises, el hijo de Laertes, soberano de Ítaca, había asumido el riesgo y veía que todo se desarrollaba en su beneficio. “Anteayer abuchearon a Casandra en el templo; ayer dos serpientes dieron cuenta del sacerdote tramitómano y sus dos hijos. Debemos estar cerca. No hay que desesperar,” pensaba.

Sus cavilaciones fueron interrumpidas por los primeros vómitos del festín. El olor a bilis e inmundicias le hicieron volverse hacia los comensales. Varios aqueos, a horcajadas, volcaban en concertante de moscas sus estómagos sobre el piso. Caminó hacia ellos y les pidió controlar el volumen de sus estertores, pues la guardia troyana estaba siempre atenta. Justo en ese instante, de afuera se escucharon varios golpes sobre los tablones y una voz femenina que cantaba llamando a Meríones.

—¿Quién puede ser? —preguntó Ulises desconcertado.

Menelao se estiró hacia uno de los respiraderos para ver hacia el exterior.

—¡Es la zorra de mi mujer! —dijo espantado— ¡Dioses! Está imitando la voz de la esposa del cerrajero.

Meríones, quien convulsionándose como energúmeno y con sus ojos desorbitados exigía que lo desataran, fue sujeto por dos dánaos. Ulises se asomó por otro agujero para ver cómo Helena iniciaba su primera vuelta alrededor del caballo entonando cadencias elegíacas. El efecto fue avasallador, hubo necesidad de un tercer guerrero para ayudar a la sujeción del claustrofóbico en sus espasmos.

—Debe estar poseída —dijo Ulises para consolar a Menelao, aunque era conocedor de los desmanes de la calenturienta fémina (esa misma versión, la de la posesión divina, se la contarían a Telémaco tiempo después), para luego ordenar a sus hombres con un fingido sotovoce— ¡Qué nadie se asome a los respiraderos!

Afuera, la dama “raptada” daba comienzo a la segunda vuelta, su voz era capaz de atraer a las abejas, “Menelao, Menelao ven a mí”, ronroneaba mientras sacudía a cada paso las caderas. La guardia teucra estuvo a punto de perder el control. Sólo la mirada de un fiero y celoso Paris les hizo desistir de su deseo de abalanzarse sobre la voluptuosa reina.

—Ese maldito troyano es un… —musitó en el interior del caballo el marido ofendido por la presencia del raptor y amante de su cónyuge. Tamaña rabia contenida le concedió inmunidad total a las vocecitas y devaneos.

Mientras, los soldados aqueos, presintiendo el peligro, habían vestido sus armas y vigilaban las posibles entradas del enemigo. Los sinuosos tonos de la cuñada del difunto gran Héctor, empero, los cautivaban. Odiseo, consciente de la trampa que le tendían los dioses defensores de Troya, se mantuvo en el centro, justo al lado de Anticlo, quien fue llamado por la ardiente griega al dar inicio a su tercera vuelta.

—¡Por Zeus, es mi mujer! —susurró Anticlo, dejando caer su espada. Diomedes con gran agilidad la atrapó justo en el aire. Ulises se acurrucó con velocidad de rayo, sumergió su mano en el caldo infecto que parecía burbujear sobre el piso y la colocó sobre la boca de aquel que estaba a punto de salirse de casillas y gritar.

—¡Prudencia! —le cuchicheó al oído mientras lo sujetaba con fuerza—. ¡Santa Palas, Socórrenos!

Anticlo, que tenía los bríos de un toro ansioso de los favores de su consorte, no estaba dispuesto a ceder al control de Ulises. Durante el forcejeo los dos rodaron por el piso. Por fortuna, el estruendo no fue oído por la guardia pues su embeleso igualaba al de los griegos, quienes sólo tenían oídos para la seductora Helena. Paris, harto ya de los piropos chabacanos que empezaban a proferir sus conciudadanos, espoleó su corcel, alzó con su querida y cabalgó en dirección a la ciudad. Iba a tal galope que casi saca de la vía a un heraldo que bajaba con decisión por la Avenida del Caballo de la Victoria, como acababan de reinaugurar aquel bulevar.

Adentro, Anticlo y Ulises libraban ahora un silencioso combate cuerpo a cuerpo. El primero llamaba a su jefe, “comemierda”. Odiseo se defendía exigiendo la “obediencia debida” y esas cosas. La soldadesca, que renegaba de las promesas incumplidas, se puso de parte de Anticlo. Menelao, quien sin mucho convencimiento seguía fiel a Ulises, ofreció al gran Zeus dos bueyes en perfecta hecatombe, para ver si se libraba del linchamiento que se veía venir como consecuencia de esta lucha, literalmente, intestina[1]. Diomedes, mucho menos religioso que el espartano, se mantenía fiel por los compromisos adquiridos con la dirección. Los sublevados separaron a los combatientes. Odiseo, Menelao y Diomedes se vieron de rodillas en el centro del habitáculo rodeados por la tropa que, sin consideración de ninguna naturaleza, les amenazaba con sus bronces. Anticlo, una vez erguido, empuñó su espada cuyo canto posó, en señal de victoria, sobre el cuello de Ulises. Sólo había que esperar el golpe final.

Todo terminó, de repente, con el crujir de las maderas del caballo. Los troyanos, dirigidos por un heraldo de penacho empolvado y con una licencia de importación en la mano, empezaban a empujarlo hacia dentro de la muralla. El trámite había llegado a su fin. Acto seguido, los amotinados regresaron sus armas a los tres humillados líderes. Anticlo les dio un par de palmaditas en el hombro a cada uno, una forma de pedir perdón y a la vez de limpiar algunas partículas excrementicias que se habían pegado a las armaduras. Tras recibir la tácita indulgencia de los jefes, todos se recostaron contra las paredes para reponer fuerzas antes de que el ocaso esparciera sobre Ilión sus penumbras y trágico destino. Sólo el voraz fuego destructor volvería a iluminarlas. Ulises había vencido.

La moraleja esperada de tan conocida y, sin embargo, tergiversada e idealizada historia, es demostrar cómo en las hazañas no intervienen tan sólo los favores de los dioses, los empellones de la fortuna o la astucia (discutible) de los jefes. De la misma manera, antes de alcanzar su cometido, es menester de cualquier héroe comer mucha, pero mucha, mierda.

 


[1] Tiempo después, el cumplimiento desmañado de dicho ofrecimiento lo tuvo varado en Egipto varias semanas.

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