
Ulises Santana Matos (*)
Le llaman Güiro en su pueblo natal. Se dijo que alguien lo vio rodar por la carretera que lleva al pueblo; como si escapara de un demonio, huyendo más rápido dando vueltas que si hubiera corrido. Decían que su capacidad transformativa vino de la mano de las precauciones que tomaron sus padres de no dar a conocer su verdadero nombre, para evitar que se le invocara durante sesiones de brujería o que fuera víctima de un mal de ojo.
Todos le conocían como Pedro. Aun hoy la mayoría de sus viejos conocidos le llaman así, pero no es su nombre verdadero. Este solo se pronunciaba cuando en la escuela, al inicio de cada clase, se pasaba la lista de asistencia. – ¿Virgilio Mata?, llamaba el maestro. Como sus compañeros también eran recipientes de las mismas precauciones, su nombre nunca trascendió el aula de clases. Esto, obviamente, ya no tuvo sentido años después, pues es sabido que los males de ojo solo funcionan en los infantes.
Se decían tantas cosas fantásticas en su niñez, que casi todo lo que aprendió durante esa época fue descartado y olvidado a medida que fue encontrándose con la ciencia y la modernidad de la capital, y en sus viajes al extranjero. Nunca le gustó que lo llamaran el güiro, pero le parecía graciosa la historia que lo había involucrado con fenómenos sobrenaturales.
Pedro nació y creció en una aldea que se encuentra en medio de la tierra, entre el mar y otro mar: uno que quedó confinado a un lago después de que mucho tiempo atrás, la tierra emergiera del fondo del océano y lo atrapara allí, en el punto más bajo de las Antillas. En ella, su aldea, no había más que polvo, viento y polvo, tanto polvo que se lo encontraba en la comida, en el agua, en el fondo de las tinajas, en la luz y hasta en la sopa. Creció en una isla abandonada por la Ilustración y el Renacimiento, por la Revolución Industrial y por cualquier otra revolución de relevancia; pero no por las revoluciones que mudan el ánimo del aburrimiento por el tropel de los caballos y los campesinos descalzos, ambos famélicos de hambre física y mental.
Cuando terminó el bachillerato en el liceo del pueblo, Pedro debía viajar casi a diario a la universidad en la ciudad para cuando inició sus estudios profesionales. Estos viajes se hacían desde el pueblo en una guagua que iba a la ciudad temprano en la mañana y retornaba tarde en la noche. Muchas de esas noches las pernoctaba en casa de su tío, cuyos hijos también debían hacer esos viajes. No siempre era posible aquello, pero sí la mayoría de las veces.
En algunas ocasiones Pedro se veía obligado a recorrer la distancia de varios kilómetros que separaban a la aldea del pueblo en mitad de la noche en la bicicleta de su padre. En las noches de luna llena este recorrido se presentaba sin mayor problema, pero en noches de luna nueva, recorrer el trayecto era una verdadera odisea, por no poder ver el camino ni los límites entre este y los campos a su vera.
Algunos días después del suceso, Pedro supo de la historia que luego daría origen al nombre del güiro. Cuentan que un hombre llegó corriendo una noche al pueblo, muy agitado y diciendo que se habría cruzado con el mismísimo Pájaro malo. Cuentan que el hombre dijo que venía caminando en dirección al pueblo, en una de esas noches tan oscuras como la mala fe, y que de repente escuchó un estruendo como de mil demonios. El sonido parecía no tener origen, pues no se avizoraba una sola nube en el firmamento, ni se escuchó antes el sonido de algún motor, que por allí muy rara vez pasaban vehículos, ni los cascos de algún caballo halando una carreta. El hombre, ni tonto ni perezoso, se encomendó a todos los santos y espíritus, pero no habiendo aun terminado de santiguarse vio pasar al demonio en forma de un güiro, rodando, salido de la nada, en su dirección. Al ver al engendro ir en su búsqueda, el hombre saltó despavorido hacia los montes y no paró de correr hasta llegar al pueblo.
Pedro recordó que una noche, luego de regresar de la ciudad tuvo que partir hacia la aldea, pues no le permitieron quedarse a dormir en casa de su tío, por lo que tomó su bicicleta y salió a camino hacia Monserrate. Era una de esas noches sin luna, y a medio trayecto, literalmente se comió el polvo del suelo cuando no pudo esquivar una piedra que lo hizo caer estrepitosamente. Al levantarse y querer retomar la ruta se percató de que la rueda delantera se había salido de su eje y estuvo un buen rato tratando de encontrarla. Cuando Pedro escuchó la historia del hombre que se había encontrado con el Diablo, ató cabos y supo que el güiro que el hombre había visto rodar no había sido otra cosa que la rueda de su bicicleta.
Y entonces entendió que es el temor a lo desconocido lo que nos hace creer en cosas fantásticas.
Santo Domingo, 20 de noviembre de 2011.
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(*) Colaborador.