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El furioso y vacío activismo de la ruana

 

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Juan Villamil 

El profesor Princhard, detenido temporalmente en un manicomio por haber robado latas de conserva durante la guerra, le explica así a Ferdinand las diferencias entre el pueblo y los gobernantes: “Tenemos la costumbre de admirar todos los días a bandidos colosales, cuya opulencia venera con nosotros el mundo entero, pese a que su existencia resulta ser, si se la examina con un poco más de detalle, un largo crimen renovado todos los días, pero esa gente goza de gloria, honores y poder, sus crímenes están consagrados por las leyes, mientras que, por lejos que nos remontemos en la Historia -y ya sabe que a mí me pagan para conocerla-, todo nos demuestra que un hurto venial, y sobre todo de alimentos mezquinos, tales como mendrugos, jamón o queso, granjea sin falta a su autor el oprobio explícito, los rechazos categóricos de la comunidad, los castigos mayores, el deshonor automático y la vergüenza inexpiable, y eso por dos razones: en primer lugar porque el autor de esos delitos es, por lo general, un pobre y ese estado entraña en sí una indignidad capital y, en segundo lugar, porque el acto significa una especie de rechazo tácito hacia la comunidad. El robo del pobre se convierte en un malicioso desquite individual, ¿me comprende?… ¿Adónde iríamos a parar? Por eso, la represión de los hurtos de poca importancia se ejerce, fíjese bien, en todos los climas, con un rigor extremo, no sólo como medio de defensa social, sino también, y sobre todo, como recomendación severa a todos los desgraciados para que se mantengan en su sitio y en su casta, tranquilos, contentos y resignados…” El fragmento de la novela Viaje al fin de la noche alude a un contexto particular y enajenado (ambos personajes se saben cobardes, y sus actos de rebeldía –por los que están recluidos en el manicomio– son en realidad estrategias insensatas para evadir la guerra), pero no podríamos desconocer los dejos más reflexivos en el discurso del profesor de historia, heredados de la tradición libertaria de los filósofos franceses y de la lucha por los derechos del hombre. La civilización ha favorecido esta organización social basada en la geometría de la pirámide: depende de una base extensa sobre la que descanse, sin peligro, su centro de masa. Nada de esto es misterioso, sino que, al contrario, puede comprenderse con facilidad mirando alrededor, y es incluso obvio mientras Colombia atraviesa por la fractura civil más importante de los últimos años. A los campesinos que sean encontrados culpables de actos así llamados terroristas, se los procesará con el intermitente rigor de la justicia colombiana. Nada los salvará de la prisión, del oprobio… ¡del olvido! Y sin embargo sus actos violentos, aun cuando en efecto lo fueran, no dejarán más que trazas insignificantes comparadas con las víctimas causadas por la corrupción, por quienes hoy gozan de amplias y lujosas celdas de prisión por las que circulan poderosos visitantes y elegantes prostitutas.

Orientada por estas diferencias aberrantes nuestra sociedad se hace vieja. Nada cambia, porque una banda marcial que cada mañana hace sonar los tambores a las 6 a.m. no está, por esa razón, haciendo y ganando la guerra. Nuestras acciones son ruidosas pero inefectivas, posiblemente porque están permeadas por la costumbre y la comodidad. Hace cerca de un año el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince recibió un premio, en Washington, por la versión en inglés de El olvido que seremos. El autor y los medios celebraron la noticia como un reconocimiento a la cultura colombiana. ¡Pero si no se trató de un premio a la calidad literaria de un país o movimiento u obra, sino un premio a la evocación de la violencia en Colombia! El arte colombiano se ha entregado sin resistencia al destino sometido de los fenómenos de circo y ciertos animales de zoológico, por quienes el público pagará solamente en la medida en que reproduzcan, una y otra vez, sus mismos malabares envejecidos. Estos animalitos se encuentran complacidos de ser llamados artistas, ignorando –o fingiendo ignorar– que lo son porque su público ha pagado para que lo sean. Ahí están las narconovelas, en sus variantes testimonial-melancólica y gay-sicarial. ¡Boom! Ellos piden un realismo menos mágico y nosotros, vendedores ansiosos, narramos con lirismo la crónica roja de nuestra sociedad.

Mientras tanto, es la vida de los campesinos la que corre peligro, al margen de los premios y las regalías y los noticiarios y los lobbys en la Plaza de Bolívar. Con qué facilidad podemos adquirir en el centro comercial más cercano una ruana, atravesar por ella la cabeza, erguida y orgullosa, para jugar por un día al campesino. Pero ese juego comienza a las 4 a.m. cada día, sin falta, durante 7 u 8 décadas. ¿A eso también jugaríamos? El profesor Princhard tiene razón: la sociedad desprecia a quienes más necesita, pero nosotros mismos, los despreciados, establecemos rígidas jerarquías de las que no estamos dispuestos a separarnos. El estudiante y el oficinista y el gobernante podrían ser, instados por la conmoción, hombres con ruana, ¡pero nunca campesinos! Atiborrarnos de símbolos no nos dará un significado. Nada cambia. Es el campesino quien, acabado el paro, seguirá cultivando la tierra. Es su propia vida la que debe soportar cuesta arriba como un Sísifo solitario del que el mundo entero tiene noticias pero al que nadie desea, en realidad, sea por indiferencia o por sadismo, librar de su pesada carga. Hay rocas que la sociedad debe transportar de un lado para otro para construir murallas que la mantengan a salvo de sí misma, de la igualdad universal y, por lo tanto, del peligro de individuos inconformes que puedan amenazar el orden establecido del que nosotros mismos hacemos parte con comodidad; siempre que no seamos nosotros quienes deban someterse a esa labor, estamos dispuestos a vituperarla, a llamar indefensos a quienes la ejecutan e incluso, llegado el momento, a pelear por ellos arriesgando nuestra propia vida. Lo que nunca haríamos sería, por supuesto, lo más sencillo: cambiar de lugar con ellos.

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