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El encanto pueril del béisbol

Edgar Rentería. Reuters.
Edgar Rentería. Reuters.

Dixon Moya *

Ahora que se ha repetido la gran demostración deportiva de Edgar Rentería, al impulsar a su equipo de los Gigantes de San Francisco para ganar la Serie Mundial de béisbol en Estados Unidos, la memoria me lleva a un grato recuerdo en Venezuela hace trece años, cuando comenzó la leyenda de uno de los pocos jugadores que ha anotado en la final de este campeonato en dos oportunidades de forma decisiva.

Llegué a Caracas un domingo de noviembre de 1997, justo para presenciar por televisión en la cálida casa de unos amigos colombianos, la final de la Serie Mundial de las Grandes Ligas de ese año en Estados Unidos; aquella noche el compatriota Edgar Rentería, apodado el “niño”, conectó el sencillo que lo llevó directo a la historia, al convertirse en responsable de la victoria de los Marlins de La Florida sobre los Indios de Cleveland. En mi condición de bogotano, amante del fútbol, desconocía lo simple y complejo que puede resultar el béisbol, pero tendría dos años para intentar comprenderlo.

Al día siguiente, cuando me trasladaba al aeropuerto de Maiquetía para viajar a Ciudad Guayana, mejor conocida como Puerto Ordaz, en el suroriente de Venezuela, el taxista tan locuaz como lo son los taxistas venezolanos (quizás como todos los taxistas del mundo), al descubrir mi acento (o ausencia del mismo) y sentenciar mi origen “viene del hermano país”, lo que confirmé con timidez, pasó a felicitarme por Rentería, aunque alabando al mismo tiempo a Omar Vizquel, uno de los favoritos peloteros venezolanos que había jugado la noche pasada con los Indios. Esa fue la primera lección de béisbol que recibí, al parecer la tristeza está desterrada, la derrota no parece tener el mismo sentido trágico del fútbol.

Durante los siguientes meses, continué con mis lecciones de pelota caliente, intentando desentrañar sus misterios, como descifrar el lenguaje de sordomudos del juego que tanta gracia me suscitaba. En la oficina durante las conversaciones con mis compañeros colombianos pero residentes muchos años allí, solía comparar la emoción del fútbol con aquello que me parecía demasiado cómodo y antiatlético, no podía entender que muchos de los jugadores fueran obesos, que estuvieran la mayor parte del tiempo estáticos, sentados en el banco, acurrucados, o parados en las bases, mascando chicle a toda hora, charlando animadamente entre compañeros, entre rivales! Yo trataba de sintetizar mis impresiones con una frase lapidaria: “hay ausencia de sudor”.

Sin embargo, los fines de semana no me perdía la transmisión de los partidos en Estados Unidos o en la misma Venezuela, sobre todo el clásico “Leones” de Caracas contra “Navegantes del Magallanes” de Valencia. Comencé a reconocer una ventaja de aquel deporte, no había empate, pero había otra razón que comenzaba a apreciar como atractiva, era un espectáculo pacífico y divertido.

El público es totalmente diferente al del fútbol, no hay coros agresivos o marcialmente triunfantes, no hay fanáticos sino espectadores, es como ir al cine, se ven familias que llevan palomitas de maíz con gaseosa (refresco), la violencia, lamentablemente tan presente en los estadios de balompié, está ausente de los diamantes de la pelota caliente. Incluso las peleas que se presentan dentro de la cancha, no dejan de ser una montonera de hombres, cual niños que se reprochan por intentar pegarse con la pelota y que suelen ser momentáneas rabietas. Ignoro si es el carácter alegre del Caribe, que se impone en la visión y práctica del béisbol, sobre la naturaleza introvertida y reprimida de un andino futbolista.

Al final de mis dos años en Venezuela, de regreso en Bogotá, comencé a añorar los símbolos recurrentes del béisbol, los cascos brillantes, las iniciales entrecruzadas sobre las gorras cómodas, las quijadas en movimiento, los escupitajos, las señales con el rostro y las manos, el telefonito de mentiras que utilizan los directores técnicos, la máscara del catcher, los bates esculpidos en madera, los guantes de cuero, toda la parafernalia de un juego de niños. Rememoro la sonrisa del béisbol, tan ajena y lejana al dolor de otros deportes, echo de menos la esencia de este juego, su naturaleza pueril, que como todas aquellas cosas de los infantes, nos enaltecen y nos hacen suspirar cuando adultos.

Entonces entendí. Siempre fui un mal deportista (pésimo futbolista terrible atleta), pero había un juego en el cual me destacaba en la cuadra del barrio, le llamábamos “yermis”, una especie de béisbol callejero con palos y tapas de gaseosa. Concluí que pude haber sido un buen beisbolista, porque el béisbol es sinónimo de diversión, pero ya es demasiado tarde, además, como todo buen masoquista, seguiré sufriendo con el amor de mi vida, el fútbol.

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(*) Colaborador.

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