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El dinero, aquella religión

Lobo (1)

Juan David Torres Duarte

‘El lobo de Wall Street’ es el vigésimo tercer largometraje de Martin Scorsese. El filme, nominado en los Premios Oscar a mejor director y mejor película, retrata el exceso y la carencia de moral de un potente estafador, Jordan Belfort. ¿Es una mera exaltación sin sustancia?

Un artículo de la revista Forbes bautizó a Jordan Belfort como ‘El lobo de Wall Street’. Belfort, ofuscado, criticó la publicación, criticó el mote. El apodo, sin embargo, llamó a estridentes oportunistas de aquí y allá, que arribaron a su oficina en coro religioso para pedirle una oportunidad de trabajo. El artículo, más allá de eclipsar su imagen o cuestionarla, la potenció: permitió que Belfort adquiriera una fama de mayor grado y que su negocio fuera incluso tildado como una forma de salvación. Belfort —interpretado aquí por Leonardo DiCaprio— vendía acciones de empresas chatarra; así formó su fortuna y construyó su breve imperio.

El filme, dirigido por Martin Scorsese —Pandillas de Nueva York, La invención de Hugo Cabret, El aviador—, está basado en las memorias de Belfort, un corredor de bolsa que pagó 22 meses de prisión por fraude en Estados Unidos. Además del recorrido por su carrera, desde sus inicios en la firma Stratton Oakmont, El lobo de Wall Street retrata los excesos de su protagonista: dosis diarias de droga y sexo ilimitado, todo patrocinado por una abundante fortuna producto de la ingenuidad ajena. Puesto así, el filme apenas dibuja la vida superficial de un hombre que encontró un nicho y lo explotó hasta la saciedad. De un hombre con carencias morales y sin profundidad espiritual.

A ello apunta, por ejemplo, la crítica de Manuel Kalmanovitz en Semana. “El lobo de Wall Street no tiene ninguna tensión interna, ni moral ni de otra especie. Para el personaje central, el dinero es un fin en sí mismo, no importa cómo lo consiga. A diferencia del protagonista de Buenos muchachos (otro de los filmes de Scorsese), que tenía ataduras emocionales y sentimentales con el crimen (‘desde que era niño quería ser un gánster’, decía) los deseos del personaje central acá son simples: ‘Siempre quise ser rico’”. Kalmanovitz apunta, al cierre de su crítica, que hubiera sido mejor reemplazar algunas de sus escenas orgiásticas por más “perspectiva”, “para que no se quedara en la celebración vacía de un estilo de vida”.

El lobo de Wall Street, sin embargo, no es la “celebración” de valores carentes de sentido. Que el personaje de un filme no tenga tensión moral, no significa que pierda dimensión. De hecho, gana en perspectiva: a través de un personaje como Jordan Belfort, que carece de toda piedad, Scorsese y DiCaprio crean una imagen de esa sociedad que permite su crecimiento, que lo deja crear fortuna. “Siempre quise ser rico” es la declaración de un hombre casi típico en ese entorno: ésa fue, en buena parte, la razón de los narcotraficantes para ser cuanto fueron (y son). Jordan Belfort es un arquetipo de la sociedad de consumo, creado y apto para sobrevivir en ella. ¿No es posible encontrar, a través de su imagen, el reflejo mismo de una sociedad subyugada al mero crecimiento económico, al valor de demanda y oferta?

De esa opinión es el crítico de cine Pedro Adrián Zuluaga. “Creo que la película de Scorsese es un tesoro de nuestro tiempo y una radiografía exacta –en términos artísticos– de las mafias que nos merecemos: autorreferenciales y sin ningún código distinto al del dinero”, escribió en la revista Diners. Retratar la estafa y la mafia tal como son, en su mero objetivo de conseguir dinero y prestigio, es un modo de retratar su moral: aquella sometida a la economía, aquella que no juzga ni pretende imponer paradigmas, sino sólo precios y balances. Una moral muy parecida a la de una sociedad en plena crisis económica. El filme de Scorsese no “celebra” los valores vacíos; hace de ellos un motivo para hablar de una sociedad vacía de valores reales.

Y el filme, incluso, va más allá. En una de las escenas, Belfort anunciará su retiro. Sin embargo, a último minuto, tras una reflexión intempestiva, se arrepiente. En frente de todo su equipo de trabajo, que tiene las miradas puestas sobre él, en actitud de espera, de profecía, Belfort dice que se queda, que allí estará hasta que lo saquen, y su público responde entusiasmado, gritando y abrazándose, como en una celebración baquiana. Entre eso y una congregación de religiosos en plena exaltación de su fe no existe mucha diferencia.

Scorsese explora las virtudes religiosas de la economía, y cómo Belfort es, en sí mismo, un líder religioso. Su dios es el dinero; su Biblia, las acciones de empresas chatarra. Belfort dirige aquella iglesia hasta el punto que hace llorar a uno de sus trabajadoras al recordar uno de los múltiples favores que le hizo. Favores de dinero, por supuesto. El fervor del dinero, el fervor de su puesta en escena: en dichas esferas explora El lobo de Wall Street la tendenciosa y cada vez más arraigada afición al éxito, al progreso, a la adquisición. ¿Todo esto carece de sustancia y se queda apenas “en la simple anécdota”, como afirmó Oswaldo Osorio en el sitio web Cinefagos?

El filme carece, en efecto, de la perspectiva de las víctimas. No existe ningún momento en donde sea posible observar el efecto de los actos de Belfort sobre sus estafados. Scorsese, sin embargo, no está en la obligación de mostrar todas las perspectivas: no es un documental periodístico ni un registro de la memoria de las víctimas, es un filme. El arte siempre presenta fragmentos, perspectivas apenas mínimas de un mundo más amplio y en ellas excava hasta que encuentra ciertas luces. En un trozo encuentra un todo: en Belfort, Scorsese encontró a una sociedad ávida de dinero, expulsada de sus propios límites por decisión propia. Y eso da valor a cada fotograma.

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