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El desvelo otra vez

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Paloma Valencia Laserna (*)

Es como si todo el sufrimiento que no he tenido durante el día se acumulara. Me empapa. Me voy humedeciendo entre los delirios de lo fallido. Y me gustaría sentarme y esperar que la luz de la mañana llegara para asustar este temor que me domina. Plegada bajo las cobijas, con la cabeza vencida en una almohada blanca, blanda. Esa cabeza se endurece, las ideas tienen filo, se deslizan peligrosas entre los subterfugios que construyo para sentirme a salvo. Sólo la desolación de una noche donde los minutos elásticos no ceden. Ahí vencida. Esperando. Esperando. Esperando. Una impaciencia codiciosa hace que los cuente todos, los segundos, que desfilan con el movimiento melancólico de un reloj digital que parece diseñado para atormentarme. Su luz siempre encendida me deja ver todo lo que falta. La imposibilidad de vencerme y el sueño que se evoca con una cima alta. Una tarea titánica. Empiezo a ascender, despacio. Los pasos firmes, lentos, el sonido monótono de quien conoce la ruta, casi dormida, un paso más para la cima y de la nada una caída. El miedo del vacío. Despierto, con el pulso agitado. Los ruidos se vuelven agresivos, violentos. El corazón me palpita nervioso y siento que algo está por sucederme. La inquietud de lo que no llega. El desconsuelo de que llegase. La acumulación de segundos como pilas de centavos insignificantes con los que sería imposible comprar una noche. Un trago de agua. Encender las luces de todo el camino para llegar al baño. Mirarse en el espejo. Sigo acostada, empiezo a darme cuenta. Hay algo caminando sobre mi piel. Puedo sentir los pequeños pasos de algún insecto o parásito que me pisan y me pican. Tengo que levantarme. Salir.

Voy caminando y oigo timbrar el celular en mi bolsillo, el cuerpo se me contrae. Tiene un timbre que elegí de una lista larga de sonidos estridentes que me ponen nerviosa. Opté por el que me pareció menos agresivo, para evitar los sobresaltos que me causa cuando suena, pero es inútil. Lo pesco dentro de alguno de mis bolsillos, el último que esculco. Al ver la pantalla me doy cuenta de que no había llamada, ni actual ni perdida. Tengo el recuerdo claro de reconocer ese timbre que siempre me produce inquietud. La calle está desierta y es tarde. Entonces la pantalla se enciende y el timbre suena, y a pesar de venir reconstruyéndolo en mi mente, vuelve a alterarme. Es un número desconocido, privado, de esos que tienen algunas personas para poder atormentarme desde el anonimato. Dudo, un momento, pero contesto.

Dudé en contestar. Miré la calle, seguía vacía, las luces se engordaban entre el vapor nebuloso que flotaba. El teléfono seguía sonando. Mis propios pasos parecían perseguirme. Me detuve, miré la pantalla, oprimí el botón verde y mientras mi mano balanceaba el teléfono hasta mi oreja, la llamada desapareció. El silencio no sacudió mi tímpano. No está en las listas, en ninguna.

Camino indecisa, con unos pies que no avanzan. Los andenes se me parecen al barro, densos, pegajosos. En la esquina hay un tipo parado. Me ve y se dirige al teléfono público. Disminuyo el paso y le clavo los ojos. Quiero verlo, saber si es él acaso. Aprieto en mi mano –dentro del bolsillo- el celular. Los diminutos ojos estáticos me escudriñan. No sé qué esperar. A veces percibo el cariño de un perro, otras, el ambivalente impulso omnívoro. Se debaten entre caníbales y dulces mascotas. Yo misma, a veces un enemigo, a veces simple oveja. Pelo los incisivos, arrugo los parpados. Mi mueca se confunde con coquetería, me ha pasado; no esta vez. Volteo un par de veces para cerciorarme. No me mira. Ya avisto la puerta de mi casa.

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(*) Colaboradora.

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