
Isabella Portilla (*)
¿Lo ves? Es un animal urbano. Vive en una pecera de vidrios grandes con vista a la ciudad; su apartamento es minimalista, abstracto, similar a su espíritu. Parece ser de clase alta, pero desconozco el saldo de su cuenta bancaria. Sufre del mal de Narciso.
¿Le importará otra cosa más que su apariencia? En las mañanas tarda más tiempo en acicalarse que su mujer. Embadurna su cara de cremas y lociones finas para ocultar las líneas de expresión. Perfila su barba y patillas a diario porque el descuido es el mayor de sus pecados y el peor de sus crímenes. Profesa una absoluta devoción por el gimnasio y la sala de spa. Es en estos templos donde su ánimo engreído encuentra la absolución que su cuerpo flácido necesita, cuando la culpa de no ser Brad Pitt lo atosiga. Últimamente le ha dado por asistir a clases de yoga; es que el estrés de la empresa para la que trabaja lo abruma tanto que necesita un escape ancestral. Sabe cómo nutrirse. Cuenta el número de calorías de la ensalada thai antes de ingerirla. A veces opta por el vegetarianismo, pero no descarta las carnes servidas en restaurantes de comida fusión. Le encanta el Sushi. Hasta sabe cocinar. El desmedido cuidado por su físico lo hace precavido a la hora de alimentarse. No consume nada que lo perjudique; sin embargo, esnifa cocaína y bajo el trance del éxtasis pierde el dominio de sus sentidos, esos tan esmerados en cortejar su ego. Por el alcohol también se deja provocar, pero con este vicio sabe moverse en puntos medios, pues odiaría terminar como un borracho. Aprendió a catar vinos para alardear de la práctica burguesa frente a sus amigos. Lo hace bien, con sólo olerlos sabe distinguir un Bonarda de un Pinot Noir. Es apóstol de Gucci, de la moda del nuevo milenio. Se pasea por su oficina con botines de piel arrugada y ostenta la última colección de corbatas de Ermenegildo Zegna. Si está triste va de compras. Dime, ¿acaso no es el equivalente de la chica Cosmo de la que tanto se mofa? Pobre. Míralo, es un metrosexual sin vida interior, claro, aparenta cierta intelectualidad, hasta cierta espiritualidad, pero no es más que una liendre adherida a los pelos de la alta sociedad, un personaje cosmopolita de perfil refinado pero innoble, mentiroso y esnob como su propio estilo de vida. Ahí va el cliente de supermercado con su carrito cromado escogiendo lo mejor del arte para colgarlo en la sala de su casa, para que quien entre en ella diga: “Ah, qué culto es”. Pero no es más que un yuppie converso. Modelito de calendario. Adepto a la filosofía del marketing, esa que lo hace bello en las pantallas plasma de los centros comerciales. Esqueleto online, cautivo de la treta tecnológica de la vida moderna. Siervo del Xbox. Televidente de Playboy y MTV. Visitante asiduo de fiestas swinger en las que es violado por Coelho y su exégesis de la vida, por las listas de la Billboard y el cine de Hollywood. Lector de Esquire y Maxim, publicaciones que le ofrecen sexo y consumo, formatos dizque periodísticos que le ayudan a mantener su estereotipo social de hombre interesante, biblias contemporáneas que promulgan cómo satisfacer a su amante en la cama, cómo vestir, cómo vivir. Pero sólo es un producto cultural. Un Baudelaire encarnado en Beckham despojado de la bohemia, de la deslumbrante inteligencia del poeta. Un dandy inglés sin existencialismo. El Oscar Wilde del siglo XXI privado de su agudeza e ingenio, y en cambio, idiotizado por el consumo, por la degeneración de una autoestima perversa. Míralo, es el bravucón de nuestra época.
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(*) Periodista de El Espectador.