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El cíclope de Bytes

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Por: María Fernanda Orjuela Albarracín

Ante la ausencia de los cuerpos, en el vacío, la sociedad, los remedios modernos parecen una ventana atractiva. Celestinas virtuales dispuestas a cumplir placeres bizarros, ser fieles oyentes de las desgracias ajenas, promotoras de los sueños más perturbadores de la masturbación, del dominio hacia el otro, de una violación consensuada. Son remedios de efecto inmediato.

¿Por qué nos gusta ver a otros masturbarse? El voyerismo es natural, parece que sí, sin embargo, muchos no solo buscan eyacular, hay quienes buscan un simulacro de afecto, de apego, de saciar el tiempo con otro, de sentir que son amados.

Nuestra dependencia del otro es una tesis debatible en la actualidad, se supone que estamos en una sociedad individualizada, dominada por egocéntricos hedonistas, autosuficientes, autocomplacientes, de tacto único. Ese tacto que permite reconocer el mundo de los objetos con mayor precisión, el que traduce el lenguaje físico de las cosas, su densidad, su textura, su tamaño, su temperatura. Ese tacto no existe. Las pantallas son frías, la red es una desconexión infinita.

Verónica, Daniela, Camila y Diana viven en un país que estigmatiza el sexo como condición, sospecha del placer, y escuda la represión con una visión moralista que se escuda en una herencia de prejuicios. Ellas son modelos webcam, viven de su cuerpo de forma no tangible: ninguna se ha acostado con sus clientes.

Se puede trabajar desde su casa o un estudio. Verónica y Camila lo hacen en habitaciones adaptadas, Daniela y Diana adaptaron su cuarto. Las páginas con las que trabajan son bulevares globales categorizados por gusto; Verónica, Daniela, Camila y Diana son mujeres con complejos, inseguridades, angustias. Son mujeres que muestran distintas metáforas del sexo.

Verónica

Una habitación de 6m x 10m, una ventana pequeña escondida por una tela negra aísla ese cuarto clandestino del barrio residencial en el que se encuentra. Los juguetes sexuales (pequeños, grandes, coloridos), los tacones altísimos, el tarro de popper vacío, la cabuya, están ubicados en la esquina a la vista y a disposición del cliente.

Detrás del coliseo el Campín, en el barrio Galerías de Bogotá, en un edificio esquinero de cinco pisos, viejo y sin letreros, funciona el estudio. En el segundo piso hay un cartel “entrega de bolardos. Cambio Radical”. Estas oficinas no funcionan hoy. El tercer piso también está cerrado. Solo hay movimiento en la oficina 503.

***

“Si fuman cualquier cosa, la multa es de 30.000 pesos, y es en serio”, “unas 4 horas bien trabajadas es mejor que unas 6 mediocres” son los mensajes corporativos que pegan en la pared. La secretaria me pregunta “¿no le dio miedo venir sola?, ¿Qué pensaba que era? Mi honestidad es evidente, mi curiosidad supera los riesgos, los tabúes, los prejuicios.

“Llegó el almuerzo chicas”, grita la secretaria. Sale a recibirlo un muchacho joven en sudadera, hay voces cotilleando detrás, se ríen, llega otra mujer al mando y le comenta a la secretaria “el chico de ayer no pudo trabajar de chico, que él trabaja mejor como chica”. El noticiero de la tarde muestra el bullicio de la ciudad, la salida de la selección Colombia a los partidos eliminatorios para el mundial de Rusia 2018, las cámaras estaban a tan solo dos cuadras de LatinCamWeb.

Elizabeth y Verónica tienen la misma edad, Verónica es atrevida, habla primero. “yo lo hago por necesidad, los españoles y los gringos son los más sucios, la gente está muy loca”. Elizabeth es pequeña, reservada, “mis papás creen que sigo siendo vendedora de Claro”.

Verónica sabe cómo poner la cámara, ella estudió audiovisual y sabe qué ángulo le favorece, cómo la luz miente y muestra lo que ella quiere. “Hey BBY” escribe, “I’m so horny” le dice, con un acento paisa postizo. Un cliente le pregunta – “Who is your friend?”, ella me mira “me está diciendo que con quien estoy ¿no te gustaría intentar?- mis ojos abiertos revelaron mi negativa inmediata. Aunque imaginé por un instante mi cuerpo desnudo, siendo perseguido por ojos invisibles.

“Mi novio me apoya, él prefiere que haga esto a que esté en una esquina”, dice mientras se roza los labios con la lengua siempre mirando la cámara. “Ay gorda, venga hágame la línea de los ojos”, llega una amiga con ligueros blancos, corsé, y tangas; tangas que dejan ver un culo dulce, amable, hospitalario, como los colombianos. Verónica se levanta, se limpia la mano lubricada, la amiga le estira el parpado; ella, con suprema precisión como si se tratase de un pincel, hace una línea robusta.

Mis ojos buscan en su cuerpo. La veo en el monitor frío. Estoy expectante por sus movimientos; sus gritos eufóricos tan bien practicados, “¡ay! llegó mi cliente del show sucio, vas a ver.” Me mira para que corresponda a su emoción. Verónica corre al baño para “hacerse una limpieza”, tiene que tener el culo limpio para introducir un engrudo de maicena con café instantáneo.

Verónica comienza a gemir, se mete un dildo color piel por el ano. Adentro, afuera, adentro, afuera, luego a su boca, se levanta y le muestra sus nalgas pequeñas, sus piernas temblorosas, muestra sus medias rotas.

***

Tal vez Verónica sintió confianza, tal vez fuimos tan intimas, tan cercanas que su vergüenza fue producto de esa corta amistad de cuatro horas. No soy su clienta, no la veo con pasión, soy una intrusa que la mira sin prejuicio, para ella, yo la castigo por su oficio, salgo de ese cuarto, y estoy invadida por un silencio decepcionante. Hoy es miércoles Santo, esto esta offline.

Verónica es de Ibagué, su familia no sabe a qué se dedica, trabajó en una caja de compensación como cajera, “es que no es tan fácil que me den trabajo por ser una niña trans”.

Camila

“La pena la perdí cuando perdí mi virginidad”, dice Camila. Camila sabe la función de cada uno de los dedos de la mano. Sabe que el índice, el de la identidad y el del medio, “el putero”, ayudan a estimular mejor el clítoris; sabe que la saliva es el mejor lubricante, sabe que la lengua femenina es el órgano musculoso más flexible, el que nos da el habla, y también el que la quita. Sabe que sus labios verticales húmedos reciben besos absorbentes, asfixiantes. Camila sabe la delicia de morder los pezones rosaditos de Ximena; a Ximena no le duele, es costumbre.

Melena azul, coral, rey, celeste. Cabello azul fuerte, cuerpo delgado, pequeño, infantil, juguetón. Camila tiene 20 años, vive sola desde los 18, trabaja desde los 17. “Veía mucho porno, me encantaba masturbarme”, dice con naturalidad. Camila intentó ser penetrada a los 15, era su mejor amigo Nicolás, a ella no le gustaba la idea, “los penes son solo para el trabajo”. Camila entiende que su cuerpo encaja perfectamente con el de otra mujer. Siempre lo tuvo muy claro, los niños son para la reproducción, las niñas para hacer el amor.

Camila vive con su hermano Juan. Son inseparables. Juan es distante y le incomoda que yo hable con Camila, le incomoda verme, sus ojos no me aprueban, “¿Cuánto tiempo más va a estar aquí?”, saco una sonrisa de mi cortesía de bolsillo que preparo siempre para “no se puede la entrevista” y le contesto “Tranquilo no nos demoramos mucho, que pena molestarlos”. Camila se levanta de la cama, lo abraza, y le dice que yo soy de confianza.

“Juan es sobreprotector, él me cuida mucho”. Ella no quiere hablar de su familia. Exige que solo pregunte sobre su profesión.

Camila no siempre ha trabajado con Ximena. También lo ha hecho con amigas, de esas que después de cinco aguardientes se bajan bragas y descubren su sexualidad tardía. “Tuve una novia que no quiso, ella era muy conservadora. Paila no puedo con ese tipo de gente” lo dice subiendo los hombros.

Diana

Labios carnosos, cabello negro oscuro, su culo se desprende de su espalda como dos almohadas firmes, consistentes, su cuerpo es intenso, su aroma es intenso, mueve las manos con delicadeza aunque estén callosas, sus ojos profundos develan inseguridad y tristeza pero a la vez son fogosos, son costeños, son samarios, son caribe.

Diana vive en Santa Marta, Magdalena. Su cuarto está pintado de verde oscuro, su cama es sencilla, su vida es sencilla. De día, Diana trabaja como mucama en un hospedaje de Taganga, por la noche, desde su cuarto, trabaja de modelo webcam.

Diana tiene 23 años y quiere estudiar. “Me gustaría ser abogada”, me dice mirando la cámara. Ella tiene un niño de cinco años, y responde por él. El papá la dejó cuando supo de su embarazo. Sus estrías nunca la han avergonzado, esas rayitas blancas combinan con su piel oscura.

La clasificación internacional que ella recibe es “Ebano”, el significado inmediato en google es: Nombre dado a una densa madera negra. En el sexo, también la segrega por su color.

Daniela

La luz roja está encendida, el obturador busca enfocar los muslos flácidos de Daniela, sus caderas, la entrepierna, y parte de su busto. La cámara está inclinada y a diez centímetros de Daniela. En el monitor, un norteamericano le pide que se toque la panza, que se meta el dedo en el ombligo; un canadiense, que juegue con sus nalgas, que las haga bailar. Daniela se levanta, y se frota con aceite Johnson Baby, explora sus curvas no definidas, sus estrías, sus 120 kilos de peso, lubrica sus entrañas escondidas.

“Soy gorda desde los 15 años, tengo un problema con la tiroides, soy la única gorda de mi casa” comenta. A Daniela le cuesta caminar, le duelen los tobillos, las rodillas, las piernas, su exceso de peso le genera presión en las articulaciones, tiene la presión arterial alta, y cada vez es más difícil encontrar un brasier que le soporte su busto D.

“Ella gana dinero, le da confianza, no es malo” dice Estela, su madre de 61 años, Estela es una mujer madura con los años visibles, su cuello forrado en arrugas y pecas, de clavícula hendida, de vanidad excesiva. Su hija detesta los tratamientos de su madre, el despilfarro de su pensión en Botox y tintura, en médicos sin escrúpulos que “le darían petróleo si sirviera para adelgazar”.

Daniela tiene una página web con videos de ella comiendo, vistiéndose o desvistiéndose con ropa que no es proporcional a su cuerpo, midiendo su vientre, y otra vez comiendo. Daniela suele hablar con fisicoculturistas, hombres delgados, hombres normales que admiran su cuerpo grande, desbordado, sueñan con hundir los dedos en sus carnes, sueñan con ser aplastados por una mujer que les triplica en fuerza, sueñan con Daniela.

“Les gusta verme comer, ellos pagan por que coma, les gusta ver que me engorde”, ella se ríe pensando en lo paradójico que dice.

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