Galo Martín
Treinta y tres años años. Más de dos décadas vestido con la misma camiseta. Lo que los ingleses, padres del fútbol, denominan “One man club” (Un hombre de equipo). Si había algo que no soportaba de “Rayuela” eran aquellos fragmentos altivos escritos en francés sin traducir, le decía su mamá. El caso es que después de una vida dedicada al blanco con éxito llegó el momento de dar el pase más difícil que traza la vida de todo futbolista de élite. Veía el hueco, puntería y precisión atesoraba en sus botas, pero en su cabeza le faltaba valor para asumir que aquella asistencia sería el último regalo antes de transformarse en gol. Vestido de corto y de blanco se sentía con ánimo y fuerzas, además de contar con el calor de la tribuna y del fondo. Sin embargo, sabía lo caprichosa que era la grada y la falta de memoria que ostentaba sin pudor.
Mucho más de dos décadas vestido de blanco si se empieza a contar desde aquel día en que su papá le llevó a ver a sus ídolos de cerca y su sentimiento se tiñó del color de las nieves perpetuas. Desde entonces han pasado muchas cosas; amigos que se quedaron en el colegio, novias que le regatearon, novias a las que metió un gol, chicas que le dejaron fuera de juego, amigos ajenos al circo del deporte rey, personas que no hacían más que ponerle la zancadilla para luego tenderle la mano y quitarle la cartera y una familia justa como el árbitro, con sus aciertos y con sus errores. Mientras tanto, pases, paredes, quiebros, fintas, desmarques, alguna lesión, lágrimas, copas que se levantan y que no se toman y que embriagan de felicidad y goles, pocos, pero sentidos.
Discurría la mitad de la temporada y los resultados del equipo presagiaban un excelente final de campaña. La velocidad de su juego de antaño había mutado en una economía de movimientos que le brindaba la posibilidad de agilizar la estrategia del equipo y hacer que el partido se disputara a su ritmo, como si fuera el director de una orquesta. Lo controlaba todo, incluso los desatinos. En el fragor del encuentro no pensaba en nada, era como si la grada fuera un desierto y solo escuchara el contacto del cuero de las botas con el cuero del balón. Con esa concentración se podía leer y hasta comprender el “Ulises” de James Joyce, le replicaba su mamá después de cada victoria. Después de cada derrota. Al finalizar el choque, cuando se bajaba las medias hasta los tobillos, se quitaba la camiseta blanca con restos verdes de hierba y se la ponía en un hombro, entonces, caminando en dirección a la bocana de vestuarios pensaba en lo afortunado que era. Si el equipo perdía era mejor dejarle solo, un comentario suyo en ese monto era como una falta de tarjeta roja.
Desde que ingresara en aquel equipo su papá nunca abandonó la banda para ver como mejoraba su técnica y evolucionaba hasta convertirse en lo que se convirtió. El ojito derecho de ese hombre que un día le dijo que no hay nada más grande y firme que el amor a unos colores. El blanco. Después vino a acompañar al papá a la banda el hermano y de la banda al palco de familiares de los jugadores. Con cada gol sus aplausos se dirigían al autor de ese último pase que respondía mirando a la grada y levantando el pulgar de la mano izquierda hacia arriba. Su papá y su hermano eran uno más en ese equipo que cosechaba victoria tras victoria, alternadas con esporádicas derrotas que escocían tanto como ver a la chica que se amaba de la mano de otro tipo.
El cuento con la mamá era otra historia. Decía que por culpa de los nervios no podía ir al estadio a verle jugar. Que se sentía más cómoda en su casa escuchándolo por la radio. Era frecuente que apagara el transistor antes de que el árbitro pitara el final del partido. Le preocupaban más las alabanzas que las críticas hacia su hijo. Ella no era una mamá, era una inflexible periodista deportiva que no le perdonaba un pase errado o un gol fachado. No quería que su hijo se perdiera en la idolatría como lo hicieran genios díscolos de la talla de George Best, Paul Gascoigne, Claudio Caniggia o “El Tino” Asprilla.
Aquella tarde, como todas las tardes después de que terminara el partido que jugaba como local, fue a ver a su mamá. Estaba contento. Muy contento. Su equipo había ganado y habían ganado jugando bien. El entrenador le cambió cuando faltaban 5 minutos para el final y el público que llenaba aquel teatro de los sueños se puso en pie para despedir a uno de los suyos. El aficionado no se identifica con cualquiera. Él no era un goleador, él no era una estrella rutilante de la farándula fuera del terreno de juego, no se le conocían altercados extradeportivos, no contaba con líos de faldas, no era el más guapo, era un tipo corriente que saludaba a todo el mundo como si todos fueran igual que él. Otra cosa era cuando se enfundaba esa elástica con escudo orlado por una corona y saltaba al campo. Entonces…entonces aquello era otro cuento. Era fuego, pasión, aderezado con templanza cuando el estadio pedía sangre y cuando todo parecía tranquilo, de su pierna izquierda, que emulaba una chistera, salía magia. Todo el mundo sabía que si aquel 10 sonreía algo extraordinario iba a suceder muy pronto. Ese día en el calentamiento se le vio sonreír mucho. Tenía 33 años, además de ser el jugador más veterano del equipo, era el capitán. Y sonreía. Durante noventa minutos el respetable dudó si aquello que había visto había sido un partido de fútbol o la Novena Sinfonía de Beethoven interpretada por la Filarmónica de Berlín.
Llamó a la puerta y salió su mamá a recibirlo. Le dio dos besos en la mejilla y le invitó a entrar. -Parece que jugaste bien hoy, ¿cierto?-le dijo la mamá. Él sonrió por respuesta y añadió -Cómo eres. Sí, mamá, parece que jugué bien. Quizá meter un gol, dar dos asistencias y que el público se ponga en pie para ovacionarte al ser sustituido por un compañero sea sinónimo de haber jugado un partido, cuanto menos, aceptable-. Aquella mujer adoraba a su hijo, pero le consentía poco, menos aún si a su primogénito le iban bien las cosas. Él lo entendía y, después de haberlo pasado mal de niño, ahora hasta le hacía gracia. El caso es que sin mediar muchas más palabras le dijo: “Mamá, el año que viene me retiro”. La mamá se quedó extrañada. Le miró a los ojos esperando encontrar alguna respuesta que le hiciera comprender aquella frase que le pilló por sorpresa. Sólo se le ocurrió preguntarle: “¿Qué dicen tu padre y tu hermano al respecto?” Ellos no lo saben aún, le respondiste. La mamá insistía: “Y ¿qué vas a hacer?”. “Voy a jugar como nunca lo he hecho hasta ahora”, dijo el hijo.
Durante esa breve conversación, el joven pero veterano jugador de fútbol, sintió lo orgullosa que su mamá estaba de él, a pesar de haber callado tanto, al menos en su presencia. Aquella mujer lo que sabía de fútbol lo había aprendido de sus dos hijos. Dos locos de un deporte que brilla en los campitos de tierra cuando los niños emulan a sus cracks y sueñan con goles en estadios repletos de personas coreando sus nombres. Aún así su mamá no alcanzaba a entender por qué su hijo mayor se retiraba en aquel momento. Su equipo sumaba los partidos por victorias. Él estaba en un estado de forma física espectacular. Sus números ya los querría una de esas jóvenes perlas que copaban la prensa deportiva. Su hijo, reflexionaba, iba camino de cerrar un año extraordinario. Sin embargo, la mujer no sabía que el fútbol no es una cuestión de vida o muerte, es algo mucho más importante que eso. Y eso que no entendía era la razón por la que aquel jugador de fútbol de 33 años había decidido retirarse en la cresta de la ola. Él no le dijo que tenía miedo de que los mismos que hoy le idolatraban mañana serían los que le abuchearían por cada pase mal dado, no le perdonarían su deterioro físico y no aceptarían el hecho de que empezara a llegar tarde a un balón dividido. Años atrás estuvo en una disyuntiva similar y optó por el riesgo de que la otra persona acabara odiándolo. Esta vez no tenía miedo de ver la camiseta blanca con el 10 a la espalda colgada en su armario. Retirarse amando su profesión y con fuerzas para seguir adelante le dolía en el alma, pero entendía que era una regla no escrita para los que se citan en los cementerios para sentirse vivos en su desgracia. Y así, con el cariño eterno de la grada, él quedó solo en lista de jugadores no convocados para siempre.