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El asesino de Dios

Leo Castillo

Me hallo plenamente convencido de que, por muy enjundioso y acabado que en los breves días de nuestra existencia llegare a ser el conocimiento y aun la observancia de la varia tradición religiosa, filosófica, esotérica o la así llamada metafísica, si hacemos olímpica abstracción de la precariedad esencial de la endeble condición humana, apenas no habremos alcanzado sino una visión arquetípica en el más rígido sentido de este término y nuestra interioridad no consumaría cosa distinta de un rígido bloque de mármol, bien que intervenga en su pulimento el arte supremo y refinamiento sutilísimo de los mismos Fidias y Michelangelo de toda doctrina escatológica.

A la mala pasta sin desbastar del espíritu, la excelencia suprema de la industria de nuestros mejores ingenios no conseguirá más que maquillar y revestir de infatuación al individuo, propiciando que se pavonee ante la grey de la civilización descaminada como un semidiós ostentando un enigmático y nunca demostrado grado de superioridad o de iluminación trascendente: un robot de Dios, en el mejor de los casos.

Duro, cosificado y frío autómata de toda doctrina, en el extremo opuesto a la dignidad del ser humano: su libertad de pensar, de actuar e imaginar, su libre albedrío. Juez, inquisidor y verdugo de nuestras debilidades, el robot de Dios pisotea la delicada flor de la existencia con su arrogante marcha rectilínea hacia su proclamada redención de la especie. Es por ello que en un íntimo reducto de nuestro corazón algo reacciona y se revuelve ante sus profetas y mesías, maestros y apóstoles de toda laya, contra latroupe cuya oriflama es la perfección ilusoria y jactanciosa del «bípedo implume» platónico de que se hiciera mofa Diógenes el Perro. Son el miedo, la superstición y la esperanza su oriflama y sambenito, el santo y seña que los identifica y congrega. Estos optimistas censores no ven en nosotros más que lodo, plastilina, chicuelos que ellos, nuestros «mayores» tienen el deber (la «misión», según declaran) de moldear a su disposición, a fin de hacer de nosotros verdadera gente de provecho trasmundano.

Igual desde que el satanismo incurre en logia, rito y doctrina, cae en esta misma abyección religiosa de los paquetes de Iluminación, Superioridad, Salvación, de la Verdad, del Camino (así, mortal lector, en mayúscula para que no nos confundamos.) Abel ha muerto sin dejar rastro alguno y en nuestras venas pulsa la ardiente sangre de Caín, hermano primigenio de los poetas; poetas, reales herejes de la parroquia burguesa -léase hipócrita -, y en contraste radical, la actitud del poeta maldito desde siempre.

La progenie de estas irreprochables vedettes barbadas, de luengas cabelleras ora, ora de cabezas rapadas (lo esencial es no parecerse a nosotros), flamante élite de autores de perpetuos best-sellers que las amas de casa, las solteras irredimibles y los desempleados ensoñando con redenciones agotan al paso de las cajas registradoras en grandes superficies y que constituyen artículos infaltables de la canasta familiar.

Son grandes firmas de la especulación escatológica, de la virtud y siempre del éxito mediático, disponibles en muy bien editados manuales, muy monos  livres de poche (Budas, Oshos, Chopras, Coelhos…) ideales para digerir mientras la máquina batuquea la ropa en la lavandería, en las salas de espera de aeropuertos y salones de belleza, bronceándose en la playa y en las terrazas de bistros del extranjero… estos desabridos beatos, ¡santos!

Con todo, no pocas veces son implacable Némesis, látigo restallando contra nuestra carne débil: “pecador, pecador”, canta el azote contra nuestra sensualidad, molicie e indolencia. Les urge que nos pulamos, nos apremian, nos constriñen a la perfección pues nos quieren refractarios a nuestros humildes vicios, nos imponen el extremo inmaculado de la castración, sometiéndonos a una lobotomía existencial.

Fotografía: sindioses.org

 

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