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El ahogado insumergible

Alejandra Bejarano

Aquella mañana, cuando el capitán puso sus pies descalzos en la madera helada del barco, se sintió culpable. En las últimas semanas había contemplado con amargura la fila de tripulantes que arrojaban alimentos finísimos al mar, considerados inservibles por haber sido rozados apenas por pasajeros.

Más por frágil que por anciano, su autoridad se había reducido apenas a la aceptación de las órdenes que daba; los hombres bajo su mano de hierro que fue alguna vez firme, reían entre dientes viendo los ojos tristes y ovalados reclamando el orden perdido.

No intervino cuando fue enterado de que un mesero tailandés había sido obligado a escupir la porción de postre de fresa que se había robado por la tenacidad del hambre, ni cuando, días después, lo vio sin su uniforme y con una maleta pequeña, mirando el barco alejarse de un puerto desconocido.

Rodeó los bares, los salones de juego y de ópera, el gran restaurante de proa, las salas de cine, las catedrales magníficas de los pisos superiores. Halló en los viajantes la calidez natural de la gracia, en sus marineros la falsa modestia de los trabajos de ultramar.

En la librería, donde pasó los últimos años de su vida, notó que los muebles comprados hace un mes exacto habían sido cambiados por unos nuevos e iguales, y que los antiguos fueron abandonados en una isla cercana, como de costumbre.

Al siguiente día, bajó  a las galerías restringidas donde habitan los empleados durante los ocho meses de contrato laboral. Reparó especialmente en los cuartos de tres metros; se le antojaron groseros, sucios, equivocados. Vio fotografías de mujeres: madres, novias, esposas e hijas, manchadas con el rastro de un dedo sudado o frío. Probó la carne dura, el arroz sin sal, las bebidas espesas de los marineros privilegiados.

La culpa pulsaba dentro suyo. Regresó a su aposento de oro, avergonzado de dirigir un buque insumergible, privado de la fortuna de hundirse con sus maldiciones y sus desgracias.

Rompió la penumbra de su habitación enorme, decorada con réplicas de Van Gogh, cortinas de seda y sábanas de algodón hindú. Dejó sonar a Tchaikovski, se sirvió una copa de cognac puro; más tarde salió al balcón y observó el mar sin horizontes.

-Sólo aquello que se ahoga y se hunde es digno de volver a la superficie- pensó.

Se quitó la insignia de jefe máximo colgada de la solapa y la arrojó al mar.

Dos días más tarde, el cuerpo del capitán fue hallado en el fondo de la tina de su baño, sin su uniforme y en posición fetal.

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