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El acto de filmar

el acto de matar
Fotograma de ‘El acto de matar’.

Durante el evento fue presentado el documental ‘The Look of Silence’ (‘La mirada del silencio’), dirigido por Joshua Oppenheimer y Christine Cynn. A través de la narración le da voz y presencia a la muerte en el rostro de los asesinos.

Hugo Chaparro Valderrama

En el Festival de Toronto del 2012 se presentó una película, para decirlo con delicadeza, macabra. Tenía un epígrafe escrito por Voltaire con ironía implacable: “Está prohibido matar. Por lo tanto, todos los asesinos son castigados, a menos que se mate en grandes cantidades y al son de trompetas”. La certeza de sus líneas es una verdad histórica cuando ciertos héroes pueden ser dudosos según el poder que certifique su gloria y haga de las dictaduras, las perversiones religiosas o la codicia en términos industriales pretextos rudimentarios para la intolerancia y el crimen. Tras las palabras virtuosas de Monsieur Voltaire aparecía en la pantalla la imagen desmesurada de un pescado metálico, anclado en un paisaje de ensueño artificial, brotándole por la boca un grupo de bailarinas que danzaban con la gracia de una coreografía postiza. Avanzaban al frente de una cascada donde se encontraban un hombre vestido con una túnica negra y un travesti regordete con traje azul, dirigidos por alguien que les pedía a través de un megáfono que sonrieran y simularan un estado de alegría, paz y felicidad.

La ilusión era imposible cuando el documental descubría más tarde que los hombres habían sido criminales a sueldo y torturadores al servicio de una junta militar que hizo del exterminio una profesión. El título de la película brillaba entonces como una advertencia inquietante: The Act of Killing (El acto de matar). Una leyenda nos explicaba después, de forma no menos irónica o paradójica, en un plano que mostraba una aparente prosperidad cifrada por un edificio al que decoraban unas luces de neón, un anuncio comercial que giraba promocionando unas bebidas y un rótulo de McDonald’s: “En 1965, el gobierno de Indonesia fue derrocado por los militares. Cualquier opositor a la dictadura militar podía ser acusado de comunista: sindicalistas, campesinos sin tierra, intelectuales e inmigrantes chinos. En menos de un año y con la ayuda directa de los gobiernos occidentales, más de un millón de ‘comunistas’ fueron asesinados. El ejército utilizó paramilitares y gangsters para las matanzas”. A lo grotesco del crimen lo hacía todavía más trágico descubrir que los verdugos seguían en el poder. El punto de no retorno se revelaba viendo a los asesinos actuar sin ningún pudor en la película, recreando las matanzas que hicieron de Indonesia un cementerio en el mar.

Codirigida por Joshua Oppenheimer, Christine Cynn y por colaboradores anónimos debido al material explosivo, The Act of Killing era una variación formal a la tradición del documental político, permitiéndose un humor sórdido según las patéticas intuiciones dramáticas de los criminales que escenificaban las torturas y asesinatos de sus víctimas, humillándolas una vez más con su desprecio. Darle voz y presencia a la muerte en el rostro de los asesinos, invadiendo la pantalla con sus relatos morbosos, sobresaltaba sin permitir una tregua cuando la decisión de Oppenheimer y de su equipo tenía un simbolismo siniestro.

Dos años después, Oppenheimer regresó a Toronto para estrenar The Look of Silence (La mirada del silencio, una metáfora que también podría entenderse como “la visión” o “la apariencia” del silencio). Es una consecuencia del primer documental, que invierte el punto de vista: de los verdugos en The Act of Killing pasamos a escuchar los testimonios de sus víctimas en The Look of Silence. El personaje que las representa es un optómetra llamado Adi, que examina la visión de los que pudieron sobrevivir al horror y quisieran olvidarlo. Adi se entera en el transcurso de la película cómo mataron a su hermano mayor, encontrándose después con la familia de sus asesinos en uno de los momentos más amargos y críticos del documental. El optómetra se convierte así en alguien que examina éticamente a sus pacientes, cuidando la visión de todos los que quieren enfocar con nitidez su pasado, quizás para comprenderlo mejor y permitirse vivir sin la mirada borrosa en el futuro que espera –pues el silencio sepulta en un olvido penoso los recuerdos de la muerte.

Aunque sea necesaria para olvidar la ingenuidad ante el mundo, no se trata de una experiencia grata: los documentales de Oppenheimer recuerdan el gusto caníbal del hombre por devorar a su prójimo. Pero es inspirador para confiar en el futuro del cine la novedad de la forma que intenta reinventar la tradición, haciendo de la pantalla una superficie hipnótica cuando revela su elección moral para narrar el horror, recrearlo y dirigirse a la consciencia del espectador sin permitirle una visión pasiva del salvajismo político. La manera como se presenta la esquizofrenia malévola de los asesinos, expresada con una mediocre y siniestra teatralidad en The Act of Killing, o el silencio con el que Adi observa en un televisor sus testimonios en The Look of Silence, también son decisiones éticas. Una forma de encuadrar, prolongar el tiempo de un plano fijo o editar con un ritmo pausado las imágenes de una película, son elecciones morales que contribuyen al sentido de la forma en la pantalla.

La ética puesta a prueba a través de un relato y su forma tuvo una amplia exposición en Toronto: su repertorio diverso demostró que la realidad filmada en términos documentales aventaja a la ficción y exige un coraje distinto cuando enfrenta temas tan arriesgados como los que elige Oppenheimer o Santiago Esteniou en Los años de Fierro, recordándole al mundo la historia larga y desesperada de César Fierro, un mexicano acusado de asesinato, que vive desde hace más de treinta años esperando a que se cumpla su sentencia de muerte en una prisión de Texas.

¿Por qué el desequilibrio entre ficción y documental? Un ejemplo: la última película de Michael Winterbottom, The Face of an Angel (El rostro de un ángel), basada en el caso de la estudiante británica asesinada en el 2007 en Perugia (Italia), propone un rompecabezas alrededor del misterio que un director de cine quiere resolver para adaptar, como Winterbottom, la historia a la pantalla. Podemos considerarla como el intento fallido para conciliar ficción y realidad, demostrando que la realidad, al menos en esta película, supera a la ficción –y al personaje del director que no logra aprovechar su talento para descifrar la trama y su laberinto con un buen guión.

Quizás no importe tanto establecer diferencias entre ficción y documental cuando la verdad del cine, sin importar cuál sea el género, se encuentra en sus imágenes y en su capacidad para enseñar una faceta desconcertante del mundo –formal o temáticamente como sucedió en Toronto con películas inesperadas: Leviathan de Andrey Zvyagintsev; La colina de la libertad de Hong Sang-soo; Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia de Roy Anderson; Theeb de Naji Abur Nowar o Relatos de Rakhshan Banietemad-. Quizás lo que en realidad interese es lo que señaló un programador del festival, Brad Deane, sobre el cine de un director injustamente secreto, Jacques Rozier: “Su relatos líricos y agridulces son tan conmovedores no porque representen la vida, sino porque sentimos que vivimos la vida mientras los vemos”.

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