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El acantilado

Berta Lucía Estrada Estrada*

Prólogo

Subo y bajo escaleras, me interno en túneles lóbregos y malolientes, busco en vano la salida, siento que no hay escapatoria. El miedo me paraliza, atenaza mi garganta, me impide respirar. Aunque no sabría explicar de dónde viene esta sensación de pánico, ni la incertidumbre que la acompaña. Tengo la impresión que me acorralan infinidad de alimañas a las que no puedo ver. Las ratas hambrientas esperan que la fatiga me tire al piso, por lo que trato de moverme, lo logro con dificultad. Tanteo las paredes, húmedas y viscosas, sé que ellas me conducirán a la boca de esta gruta. Después de un tiempo interminable veo una luz mortecina, gris. Un vaho a olvido y desolación me golpea la cara. Estoy en un cementerio abandonado, de esos que ya nadie visita, a lo mejor porque se ignora su existencia. Veo cruces caídas, nombres borrados. La maleza cubre casi todas las losas. Echo un vistazo a algunas de ellas, casi adivino el nombre de cada tumba. La bruma me oculta la mayoría de ellas, como si quisiera esconderme algo. Sigo avanzando, no sé hacia dónde. Tampoco puedo retroceder. Tropiezo con los restos de una cruz, algo llama mi atención, no sé si es una fecha o un nombre, me inclino, limpio el polvo que la cubre en gran parte y leo: Fernanda Osorno, 24 de marzo de 1933 – 24 de marzo 1950. Un grito sale de mi garganta y caigo por un acantilado.

I

Hace frío, la escarcha dejó una capa blanca en el campo. Camino rápido, no quiero helarme. Unos doscientos metros antes de la parada del bus, siento que alguien o algo me observa. No sé quién es o qué es, pero sé que me acechan. Estoy asustada. Todavía está oscuro, no veo nada a mi alrededor. No es la primera vez que siento esta sensación, se repite desde hace algunos días, desde que el invierno nos cubrió con su manto de niebla. No puedo detenerme, debo apresurarme, el bus ya va a pasar, el próximo no lo hará sino hasta dentro de una hora, el tiempo suficiente para sufrir una hipotermia. Corro para no perderlo.

II

Cuando horas más tarde regreso a casa, la oscuridad ha vuelto a reinar. Debo coger el mismo camino, no me siento bien, sé que algo inusual ocurre. Llego a casa, casi no puedo hablar. ¿Cómo explicar que el camino que recorro todos los días, desde que tengo memoria, se ha vuelto hostil? En este pueblo nunca pasa nada. Zalamera -dirían-. Este es un pueblo de estoicos, la aprensión no existe para ellos. El invierno los hace duros como las rocas contra las que se estrellan las olas del mar.

III

Es tarde, todo el mundo se ha ido a dormir. Me he quedado sola en la cocina, debo preparar una tarea para mañana. Me siento al lado de la chimenea. Siempre está encendida, incluyendo el mes de enero, que se supone es la época del verano austral. Extiendo las manos para calentarme un poco, atizo el fuego, la estancia se ilumina, es entonces cuando veo una sombra que atraviesa la pared. Me levanto, voy a la ventana, la noche está más negra que nunca, no veo nada. Pero sé que me han observado. ¿Quién? ¿Por qué? No lo sé ni lo entiendo. A lo lejos escucho el mar.

IV

Despierto con la sensación de no haber dormido. Imágenes de cruces atraviesan mi mente y recuerdo que tuve una pesadilla. Soñé con un cementerio poblado de ratas-calvas-voladoras; era el nombre que le daba a los murciélagos cuando era pequeña. Quiero quedarme en cama, no tengo ánimos para levantarme. Escucho una voz, es uno de los vecinos llamando a mi padre para ir de pesca. Nuestro mundo no hace concesiones. Cada uno de nosotros tiene un rol determinado, somos hormigas que hacen su trabajo sin descanso; por eso sobrevivimos en esta isla olvidada del mundo. El que no trabaja debe abandonar el pueblo para siempre. Conozco muy bien a mi gente. Así que me levanto. Debo preparar el desayuno para la abuela y llevarlo a su cama antes de irme para la escuela.

Cuando era pequeña me acostaba a su lado, me gustaba el calor de su cuerpo y me dormía con las historias de pescadores que me solía contar. -Pescadores que habían sido secuestrados por las sirenas -decía-, con un dejo de celos que no pasaba desapercibido. Se los llevan a sus palacios en el fondo del mar, allí donde no hace frío, ni la niebla nos quita los sueños -agregaba-. Su voz se volvía amarga. El viento y el frío le habían cuarteado la piel hacía tantos años que ya ni se acordaba que alguna vez había sido joven. El trabajo en el campo había encorvado su espalda y los sueños no realizados habían quebrado su voz. Pero me amaba. Luego crecí y me echó de su cama. Ese día sentí que el mundo de sirenas con el que ella soñaba, era el mundo que yo perdía. Me volví adulta sin pasar por la adolescencia. Fue entonces cuando decidieron que cada día debía ir al otro pueblo, en el nuestro no había secundaria.

Al llevarle la taza de té y el pan, me miró como hacía una eternidad que no lo hacía. Hubiese querido abrazarla y quedarme a su lado. No quería irme. No podía decir ni hacer nada. Las expresiones de cariño son muestras de debilidad -diría-; como lo haría cualquier otra persona en el pueblo. Dejé la bandeja en su mesa de noche, cogí el maletín del colegio y dejé mi casa. Al llegar a la esquina hice un gesto inusual, volví la cabeza y la contemplé unos minutos. La encontraba hermosa con sus paredes de madera, con sus colores fuertes que contrastaban con la luz opaca de la isla. La pesadumbre me oprimía el pecho.

V

De nuevo enfrento al frío glacial y el viento azota mi cara. Sigo el camino de todos los días. Trato de pensar que no pasa nada, que el invierno me juega una mala pasada y que en el bus se me quitará la sensación de sinsabor y angustia que me atenaza la garganta. Cuando estoy por llegar a la autopista, doscientos metros antes de la parada del bus, una garra me tapa la boca y la otra me arrastra hacia un rastrojo. Debo haber perdido la conciencia, porque cuando vuelvo en mí veo cruces, estoy en un cementerio, mis ropas están desgarradas y mis muslos sangran. Mi boca y mis mejillas están tumefactas, he debido recibir un golpe muy fuerte. Me duermo nuevamente con la sensación de poder descansar.

Epílogo

He vuelto a soñar con las escaleras, con la gruta. El miedo no me abandona, ni me acostumbro a él. Veo las cruces olvidadas, no sé qué busco, pero busco algo; encuentro una que me llama la atención: Fernanda Osorno 24 de marzo de 1933 – 24 de marzo de 1950. Nuevamente caigo por el acantilado. No he sido yo quien se ha lanzado, ahora comprendo que ese alguien o ese algo me tiró al mar el día que cumplía 17 años. Con razón mi abuela me había regalado esa mañana una mirada de amor.

 

Nota: Autora del blog El Hilo de Ariadna

https://blogs.elespectador.com/elhilodeariadna/

Este cuento hace parte del libro Voces del Silencio, Manizales, Ble Ediciones 2008.

 

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