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Dostoievski: pecado, redención y gloria

Fedor-Dostoievski

 

Fernando Araújo Vélez

La humillación era su palabra, humillados y ofendidos, y la humillación fue su destino durante años. Humillarse él ante los gerentes de los bancos, que debían decidir si le otorgaban o no un préstamo que requería para vivir, humillarse ante un simple cajero que le respondía una mañana sí y otra no, que aún no le llegaba el giro de 100 rublos que pedía. Y mientras tanto, Fiódor Dostoievski vivía y dormía en un cuartucho de dos por dos, con una simple cama y unas cobijas roídas, helado en el cuerpo y más helado todavía en el alma. De París a Dresde, de Dresde a Ginebra. Francia, Alemania, Italia. Europa era un desierto para él, un desierto de hielo, y él huía, huía del hielo y de las deudas y de la muerte y de la epilepsia. Huía de sus demonios. Incluso de sus recuerdos.

De aquella noche, cuando un escuadrón de soldados llegó a buscarlo a su casa en San Petersburgo sobre el filo de la medianoche para acusarlo de traición a la patria, y se lo llevó a una celda donde rumió la vida durante cuatro meses, para luego salir a la luz del sol con las manos atadas y los ojos vendados, dispuesto para el verdugo, para una humillación más, para el postrero aliento de la muerte. Stephan Zweig describió la escena medio siglo después: “Ya ha escuchado la lectura de la sentencia, y oye como redoblan los tambores…; todo su destino se apelotona y se estruja en un puñado de esperanza; su desesperación infinita y su infinita ansia de vivir se condensan en una sola molécula de tiempo. Y de pronto, el oficial levanta la mano, agita un pañuelo blanco y lee el indulto, que conmuta la pena de muerte por el presidio siberiano”.

Huía. Huía del éxito que había probado antes de sus cuatro años en Siberia con Pobres gentes, su primera novela. Huía del olvido al que lo sometieron luego del exilio. Huía, huyó, del nuevo y repentino triunfo que le deparó La casa de los muertos, una pintura de palabras hecha de sufrimiento y de martirio en la que expuso sus días y sus horas en Siberia, el abandono, la indiferencia de los demás, la compañía de los menesterosos como él, pero ellos, ladrones y asesinos. “El zar solloza sobre el libro, y miles de labios pronuncian el nombre de Dostoievski”, recordaría Zweig. “La gloria le tienta, pérfida, con miradas sostenidas y brillantes. Parece asegurado para siempre el futuro del novelista. Pero la sombría voluntad que gobierna su vida no quiere que aún sea llegada la hora de la dicha suprema. Falta todavía a su existencia un suplicio terreno”.

Pasaba del banco a las tiendas de empeño. Suplicaba. Dejaba, incluso, sus vestidos para poder enviar un telegrama a Moscú y solicitar, de allá, un par de rublos. “Tengo un proyecto: volverme loco”, le escribió una vez a su hermano Miguel, su confidente y su apoyo, con quien editó por un tiempo una revista que él mismo escribía y diseñaba, y con quien podía conversar y profundizar sobre las oscuras razones que llevaron a los trabajadores de su padre a asesinarlo. Luego tomaría la escena y el tema para Los hermanos Karamazov, pero para entonces ya aquel Dostoievski era otro Dostoievski. Aunque sus demonios siguieran atormentándolo, aunque las deudas no hubiesen desaparecido, sus huidas, Siberia, los amores, sus noches en vela escribiendo en buhardillas y la seguridad de las obras ya publicadas, habían moldeado al hombre que podría enfrentarse a los Karamazov.

Habían moldeado a Dostoievski. Pulsión y nervio, peligro, resurrección, caída y santidad, pecado y sublimación. De la lujuria había pasado a la pureza, como aquel Marmeladov de Crimen y castigo, el hombre que vendía a su hija para poder tomar. Él, Dostoievski, también había vendido la comida de su esposa para poder jugar, le había sustraído algunos rublos para caer, para sentir el peligro entre sus venas, porque si fue jugador, El jugador, no era por ganarse una suma de dinero. Era por el riesgo. Por vivir en carne propia aquello que describiría Baudelaire, “Prefiero la infinitud del goce en un instante a la eterna condena del hastío”. Por pasar de la infamia a la inocencia, del crimen a la expiación. Dios y el diablo y de nuevo Dios, y otra vez el diablo. Una eterna ruleta construida de pecado y santidad.

Porque su vida fue la vida de sus personajes. Caer, desafiar los límites, superarlos, para después, al final, vencer, y en algunos casos, vengarse. Dostoievski se vengó de quienes lo enviaron a prisión y a Siberia, de sus acreedores, de quienes como Iván Turguénev le negaron un saludo, una crítica por lo menos somera sobre sus libros, de aquellos otros que lo ignoraron e ignoraron con desdén sus angustias, del tallador de naipes del casino que le dio las cartas que no eran, del portero que no lo dejó entrar a un salón de baile, de la prostituta que se negó a atenderlo. Su venganza fue el éxito, el éxito mortal que le tributaron sus contemporáneos por sus novelas y su discurso en un homenaje a Pushkin, cuando nadie más quiso subir al estrado después de que él hablara de Rusia y de todas las rusias, de la reconciliación, de la búsqueda de una unidad, de la condición humana.

“La exaltación raya en lo infinito, y sobre la frente coronada de espinas refulge el fuego de la gloria”, escribiría Zweig. Sin embargo, su mayor venganza fue morir en la gloria, ungido por el pueblo, que desde el 10 de febrero de 1881, hasta varios días después, llenó calles y plazas para despedir su cuerpo. Dostoievski comenzaba a ser inmortal. Se hablaba de él en toda Rusia. Se decía que había dicho, “Ningún hombre sano puede siquiera sospechar el sentimiento de felicidad que invade al epiléptico un segundo antes del ataque”. Se decía que había escrito Crimen y castigo por entregas para poder recibir algo de dinero, y que la había terminado en tres meses. Que en las mañanas trabajaba en Raskolnikov, porque ese era el título original de Crimen y castigo, y en las tardes, en El jugador. Se decía que todas sus novelas, en últimas, eran él. Y todos sus personajes, su salvación.

Palabras de Dostoievski

«Pero enamorarse no significa amar. Uno puede enamorarse sin dejar de odiar. ¡Tenlo presente!”.

«Si Dios no existe… todo está permitido; y si todo está permitido, la vida es imposible”.

«En esa época yo tenía veinticuatro años, pero ya entonces tenía una existencia sombría, desorganizada, solitaria como la de un salvaje”.

«Se me figura que hasta ahora me ha mirado como aquella emperatriz de la antigüedad que se desnudaba delante de su esclavo, pues no veía en él a una persona”.

 

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