Fernando Araújo Vélez
En una página perdida de diario alcanzó a leer entre manchas de aceite y de agua que Paul Auster fue escritor porque un día, una tarde cualquiera, se encontró con uno de sus máximos ídolos, Willie Mays, y quiso pedirle un autógrafo, pero ni él ni nadie a su alrededor tenían un bolígrafo o un lápiz. “Después de esa noche comencé a cargar un lápiz conmigo a cualquier sitio que iba —diría Auster—. Si algo me han enseñado los años ha sido esto: si hay un lápiz en tu bolsillo, existe una buena posibilidad de que algún día te sientas tentado a usarlo”.
Ella acató la sugerencia de Auster. Y compró lápices, varios lápices, infinidad de lápices de todos los colores y calidades con los que dibujaba casi todo lo que se le atravesaba, pues, decía, aquella era la única manera que tenía de retener los momentos. Dibujaba a la gente en la calle, en los buses, y la calle y los buses y los edificios, aunque con cierto temor, pues en un país paranoico siempre podía saltar un loco ofendido y raparle sus lápices y libretas. Pasado un tiempo largo, y después de haber estudiado Bellas Artes, sus temores se acrecentaron, pues ya no sólo plasmaba lo que veía en sus papeles, sino lo que imaginaba, lo que deseaba y lo que aborrecía. La compañera de clases desnuda, por ejemplo, o el desprevenido mendigo como un asesino, o el profesor, acribillado. Sus obras eran su salvación, la única o la mejor forma que había hallado para liberarse del hastío diario.
Sin saber cuándo, había enterrado los momentos, la realidad. Confundió a los personajes de carne y hueso con sus fantasías hasta tal punto que ignoraba, como a fantasmas, a quienes aparecían muertos en sus dibujos, y hablaba en presente de aquellos que vivían en sus papeles, aunque hubieran fallecido siglos atrás. Un domingo, frío y lluvioso, se vistió con una delicada falda de colores tenues y una blusa de seda para desvestirse después ante el espejo. Entonces tomó el más fino de sus lápices y el primero que compró, aquel que surgió de Auster. Y se dibujó con los ojos cerrados, eternamente cerrados.