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Donde termina mi nombre (Novena entrega)

* El Magazín publica la novena entrega de la novela Donde termina mi nombre, de la escritora argentina Patricia Stillger.

Aviso importante: Una vez finalizada la publicación de Donde termina mi nombre, tendremos disponible el archivo en pdf para descargarla. Por lo pronto, a la derecha de El Magazín, con la imagen de la novela, los lectores podrán encontrar todos los capítulos que se han publicado.

Donde termina mi nombre

(Capítulos 18, 19 y 20)

Donde termina mi nombre imagen oficial

Patricia Stillger

18

(Bocas del Toro)

Me levanté tarde y leí una notita que Sara me había dejado en la mesa de luz. Me dolía la cabeza y decidí no darle importancia.  Almorcé en un chiringuito cerca del puerto. Me sirvieron unos caracoles en una especie de cucurucho de papel con salsa. Estaban deliciosos. Armando también los disfrutaba, agradecido de que hubiera detenido mi marcha en el agobiante mediodía. Me había seguido con la resignación de un perro viejo. Sin el cariño, pero con la esperanza de una recompensa como la de ese momento. Media hora después atracaba el ferry y vi a un padre con su hijo adolescente que cargaban grandes bolsas. Había entre ellos un entendimiento de casi ninguna palabra. Miradas que se decían qué hacer, cuáles bultos llevaría cada uno y un consenso mudo acerca del tiempo, puesto que sus pasos tenían la misma cadencia. Vi en ellos la eternidad de una relación que no tenía más años que los del muchacho.

Yo en cambio, me dirigí una mirada histórica. Declararme huérfano de padre, era como un estado civil. Cómodo. Único, definido. Después nadie hacía una pregunta incómoda más. Al menos a mí. Sé que las maestras cuchicheaban, sé que lo hacían mis compañeros. Y sé también que a mi madre, que era una mujer querida por los vecinos, también que le permitían el beneficio de la viudez.

Cocinaba bien. Hoy creo que la base insuperable era el aceite de oliva que nosotros mismos prensábamos muy rudimentariamente en un sistema de planchas de madera de algarrobo muy pesadas que se ajustaban en seis lugares con tornillos mariposa. Me encantaba llenar la bandeja inferior de aceitunas. El aceite más veces verde que amarillo, según la cantidad de luz, según la hora,  fluía por los cuatro costados en recipientes de madera, perfectamente adaptados para no perder una sola gota de la prensada.

A veces lo invitaba a Enzo. Nos juntábamos a hacer algo. Es decir, no era que jugáramos abiertamente. Cuando llegaba se ponía a ayudarme en lo que yo estuviera haciendo. Todos los chicos hacíamos eso. En ese lugar, en ese tiempo el juego tenía otra dimensión, otro propósito. Por supuesto, nos lanzábamos al canal de la rama más alta, nos tirábamos con bosta de caballo y corríamos carreras. Pero estaba la responsabilidad de crecer al mismo tiempo. Había adiestramiento. Sabíamos que teníamos que aprender mucho en poco tiempo. Teníamos que sobrevivir. Era algo tan tácito como real. Hoy tratan de emular ese movimiento natural hacia la vida en colegios temáticos.

            En ese lugar de Panamá vi ese límpido método de aprendizaje natural, casi intacto. Me resultó tan puro como nostálgico. Pero como siempre después en mi vida de adulto; en mi infancia yo también guardaba algunos secretos. Jugaba siempre solo, a escondidas; con soldaditos, con diálogos y todo.

Enzo, chico tímido, muy blanco, pecoso, labios finitos y una nariz ganchuda. Tenía hombros anchos y fuertes. Era confiable. Simplote, pero buena gente. De mirada esquiva, porque la sabía profunda e insidiosa. De mi misma edad. Sin embargo, parecía mayor. Sabía más cosas que yo. De las varillas más fuertes, de las más flexibles para construir arcos, de los yuyos picantes, de los venenosos.

Como única contrapartida yo sabía más por los libros. Por eso me respetaba. En eso me respetaba.  Él no compartía mis lecturas, al menos por entonces, por lo que cada frase o gesto mío le parecía una invención extraordinaria.

Con los años, compartiría yo mis libros con él, en busca de una mirada distinta, por si a mí, de tanto cansancio, de tanto buscar se me había pasado algo por alto. Fue entonces que descubrió, primero tartamudo, pero después con certeza: – Mori.. morituri saludan te, ja,ja,ja,¡¡ Es lo que vos le decís a las aceitunas!!-

– Sí y yo soy Julio César, ja,ja,ja.- Me reí sin ganas. Me sentí desnudo y estúpido. Enzo me había descubierto jugando. Un maricón, eso es lo que seguramente pensaría él de mí en adelante.

Ah, no, ja,ja,ja, me vas a tener que buscar un saludo importante para mí, para decirle a los rumanos.

Romanos, Enzo. Pero podemos buscar algo de los rumanos. Seguro que alguna vez hicieron cagar a alguien.

– Sí, qué importa, algunos de esos, ja, ja.

Alivio me rescató. Carcajadas.  Enzo me habilitaba el latín y yo dejaba de ser un pelotudo. Un maricón, un pelotudo libresco.

Después repetiríamos todo lo absurdo del latín, pero bien sabido y bien orgullosos. Para nosotros era un lenguaje secreto. De pocas palabras, pero suficientes: Alea jacta estLa suerte está echada, también de mi amigo Julio César; Hannibal ante portas, pasó a significar peligro inminente, tal como en el original. Del diccionario de latín, lo único que nos importaba era el apéndice de frases célebres.

Del diccionario de latín que me mandó mi tía Estela, por pedido expreso de mamá cuando yo le pregunté quién había inventado las palabras. Resultado: otra encomienda con libros.

Mi madre ni siquiera había terminado de escuchar  puntualmente cuáles eran las palabras a las que yo me refería. Quizá lo que yo necesitaba era un decodificador de madres. No eran palabras, eran definiciones completas: amor filial por parte de padre, por ejemplo. Yo quería conocer al inventor de las palabras y no una lengua muerta. Madre habilidosa, la mía -ya lo saben-  dio vuelta la pregunta, la incógnita; un juego irresistible, la búsqueda del tesoro que arrancaba milenios atrás. Eso le daría todo el tiempo que necesitaba para evadirme. Es decir, si descubría yo, de casualidad en el origen divino  y vivo de los laberintos del latín el sentido del padre.

Hay otra búsqueda que también he mantenido privada. Entonces no sabía bien a qué se refería: Amabilis insania, una agradable desilusión. Con los años comencé a intuirla. Después la padecí con mi corazón en manos de una mariposa esquiva, pero la posibilidad de entenderla me ha sido negada para siempre.

Todavía me pregunto si yo aprendía las palabras correctas, porque no volvía a escucharlas de boca de nadie. Parte de mi búsqueda fue a parar a los diccionarios, pero otra, no menos importante era la exploración de campo. Escuchaba las fórmulas de los adultos, incluso en temas no tan cómodos. Escuchaba cómo mi madre escuchaba a los jornaleros pedirle más dinero. No lo hacían de forma especialmente amable, aunque  con respeto. Había, por cierto más habilidad en ella, que ahorraba palabras y les mostraba  los libros de contabilidad para evidenciar la imposibilidad, la absoluta elocuencia de los números. Los explicaba, pero no mucho. Más bien los mostraba en el momento que los ceros se reducían hasta casi desaparecer. Tenía el arte de la evidencia, aún sin tenerla. Lo cultivaba. Le salía bien, como las ensaladas misteriosas. Entonces me di cuenta. Donde las palabras se acaban. Donde el silencio. Donde vivir con la incertidumbre. Donde mirar a los ojos. Dónde bajar la mirada y llorar.

Una vez, entre tantos intentos, presioné en la pregunta hasta donde pude. Ya no le pregunté quién era mi padre. Tenía un único dato cierto. Era tan evidente que no había podido verlo antes. En medio de ensaladas y frascos le pregunté: – ¿quién es Bölke?

Esa mujer que desmembraba repollos y lavaba cada hoja de lechuga por separado, no estaba distraída. Había estado esperando mi pregunta, que seguramente  calculaba, que reaparecería siguiendo algún ciclo que ella ya conocía. Cada tantos meses o días o después de ciertos hechos nimios o importantes, este pequeño me pregunta por su padre. Siempre me esperaba. La mayor parte de las veces su repuesta era simple y arbitraria como un rezo. Pero ese día me mandó directo al diccionario, pero al enciclopédico. – Allí están todas las cosas dignas de saberse. Allí están las respuestas a todas tus preguntas.

Encontré al de la de la Primera Guerra, pero en mi cabeza se marcó un límite como un prejuicio bien arraigado. Llevaba  muerto 100 años. Eso lo decidí, no lo leí. Tan antiguos se veían esos uniformes. Sin importarme ese detalle, lo adopté. Le conté a Enzo que se cagaba de risa y que me pedía frases en código, en alemán. Yo no sabía ninguna, pero supimos reproducir la crueldad de los mandatos entre manotazos y empujones con palos en la mano y fabricando batallas. Poca, pero efectiva televisión hizo de nosotros que habláramos con idéntico acento, imitando tanto a los alemanes como a los japoneses, siempre furiosos, siempre crueles.

Como ya sabía yo de sobra, a mamá no podía arrancarle una sola respuesta. Justamente por eso, su alegría más enorme era que yo le pidiera un libro, porque le evitaba el mal rato de una respuesta no sabida o sabida a medias; no sólo cuando se trataba de temas relacionados con mi padre.

– El que quieras, mi amor, las tías te lo consiguen en Buenos Aires.

Así, después del de latín me hice del primer diccionario castellano-alemán/alemán-castellano, bastante inservible por cierto, porque no traía la versión fonética de cada palabra. Mejor así, sólo memoricé las grafías y los significados y terminé por entender viejas películas de guerra, cuando los alemanes derrotados de antemano, gritaban inútilmente ¡Feuer!

Nuestra preferida fue en cualquier caso ¡Achtung! Porque comenzaba invariablemente en un escupitajo que el Enzo manejaba con perfección fisiológica y fonética.

Había una viuda que enseñaba alemán a tres kilómetros de la finca. Le insistí a mamá que quería estudiar con ella. Me dijo que era nazi, pero que no se atrevería a adoctrinar a niños como yo. Por otra parte, estaría muy atenta a mis cuadernos y a su comportamiento. A nadie engañaría esa vieja. –Ya lo sabés. Ahora si querés ir, andá.

Cuando conocí a la señora Langenbruch, no me pareció mayor que mi madre, pero si ella decía que era vieja, seguramente lo era. No me pareció nazi, ni siquiera vi insignias, ni esvásticas en ningún rincón de su casa que ingeniosamente revisaba cada vez que pedía permiso para ir al baño, o que, confabulado con el Enzo, aprovechaba a hurgar mientras él tocaba una sofisticada campana más allá de la tranquera y entonces Frau Langenbruch se alejaba de la casa lo suficiente hasta que descubría que había sido una broma.

Esos momentos me alcanzaron para revisar la casa entera sin haber encontrado ninguna evidencia. Pero sabía que tenía un sótano al cual yo no podía tener acceso, ya que estaba detrás de la cocina, en el piso de la lavandería y con un candado enorme. En el lugar habitual de las llaves jamás avisté alguna que se pareciese al formato de la cerradura. Era una materia pendiente. Con  Enzo imaginábamos un arsenal que Alemania estaba preparando en secreto en todas las casas de las viudas alemanas desperdigadas por el mundo. Lo que más me intrigaba, era que en esa casa tampoco había fotos del padre. Sí de los hijos en un día de mucha luz y una sombra proyectada que también semejaba la figura de un hombre sosteniendo una cámara. Los hijos eran grandes y ya no vivían allí. Así serían algunos padres, pensé.

Pero si algo tenía de malo y comprobado Frau Langenbruch, era el aliento. Olores como ese, incluso de menor intensidad, me han alejado históricamente de las personas. Me sigue pasando. La peor de mis pesadillas son los olores en las bocas de la gente. Incluso puedo tolerar el olor del aliento de los perros, atendiendo a sus dietas y a su inconsciencia. No puedo entenderlo en los humanos, con los recursos, con la vergüenza.

Se lo dije en la cuarta y última clase. Su cara se llenó de lágrimas primero, después de furia. Me ladró como un soldado en las películas de guerra. Yo tomé mis cosas y nunca volví. Al menos formalmente, porque algunas madrugadas,  Enzo me pasaba a buscar y llegábamos en las bicicletas a tirarle piedras a las ventanas y a gritarle cosas como: -¡Achtung, vieja hija de puta, los aliados te tienen cercada!

Jamás hizo una denuncia ni llamó a la policía. Yo estoy seguro que el secreto que guardaba Frau Langenbruch en el sótano era más misterioso que las ensaladas y las respuestas de mi madre.

Sara me invitaba a cenar con ella y las españolas esa noche. Decidí que nunca había leído su nota. En cambio, hablé por teléfono con Binns. Estaba en Panamá y tenía noticias para mí.

 

19

Pasé buena parte de la mañana siguiente en una playa cuyo destino no era exactamente turístico. Muy cerca y sobre el agua, se extendían una serie de casas sobre pilotes. En una de ellas unos hombres hacían reparaciones. Trataban de fijar con madera nueva los troncos más viejos deteriorados por el vaivén permanente del agua y la sal. La casa montada tenía el aspecto de un hostel barato. De la cocina salía un olor a pescado frito en forma permanente como ya lo había corroborado en otras partes. A toda hora algo se está cocinando. Pasado el mediodía volví al hotel y revisé el mail. No había nada más importante de lo que ya me había comunicado Binns la noche anterior.

Los resultados negativos del ADN, las imprecisiones, más preguntas que respuestas habían dejado en un nuevo punto muerto. Todavía debía resolver el fardo del informe para el Ministerio, pero menos ganas tenía aún de ocuparme de mis cosas. Por otra parte, Binns se había hecho cargo de la investigación con cierto grado de obsesión. Yo confiaba en ese hombre. Se había tomado el asunto como algo personal, a veces me parecía que demasiado, pero a mí me disolvía la culpa: -Espere Bölke, yo me ocupo. Esto se resuelve.  Sin embargo, sólo podía olvidarme de a ratos y como en muchos aspectos de mi vida, sabía que hay un tiempo fuera de mí y fuera de mi apuro que debe cumplirse para que las cosas empiecen a suceder.

– Resulto que no soy el hijo de nadie- dije casi en un susurro una de mis frases favoritas.

– No. Resulta que eres el hijo de un hijo de puta que se te esconde- me contestó Armando.

Por suerte no se le ocurrió ofrecerme nada para “alegrarme”, porque estaba dispuesto a pedirle algo de hierba. No quería más ácido. Aunque estuviera fragmentado, el efecto me había durado mucho. Quería fumar. Me aguanté las ganas. Después de todo, me dije, era muy temprano.

Había hecho la reserva de una cabaña para dos, originalmente pensando en mí y en Sarita. Ahora estaba invitando al negrote, exponiéndome, aunque sólo fuera en mi consideración, como un  maricón blanquito en busca de turismo sexual.

Las promesas de Armando eran de dudoso cumplimiento, pero era en el único en quien yo podía confiar, aunque fuera a medias. Nacido en Bastimentos, se conocía cada recoveco de las islas de la zona. Conocía cada escuela y a cada maestra por sus nombres. En realidad, era uno de esos lugares pequeños donde todos se conocen.

A Sarita la veía pasar acompañada de Pilar y Amparo cada día en lanchones distintos conociendo frenéticamente los alrededores. Se había fundido en un terceto. Estaba más radiante que nunca. La había perdido amablemente. Nos saludábamos con cortesía y todo estaba claro. Aunque mi reputación como macho iba en picada, Armando me resultaba más útil en esta etapa del viaje. Me acosté en la cama, miré el atardecer sin ganas, pedí la cena a la habitación y me quedé dormido. Esa noche soñé con hongos y caracoles.

Estaba previsto que nos pasaran a buscar entre las nueve y las diez a la mañana siguiente. Una lancha pequeña guiada por un negro llegó al embarcadero del hotel. Teníamos que buscar a otros pasajeros. Esperamos pacientemente y me di cuenta que los turistas ni siquiera se habían despertado. Bajamos a la plataforma e invité a Armando y al lanchero a una cerveza. En esas latitudes, me apropié de una costumbre lugareña: pasadas las 7 de la mañana, después del café, lo que se toma, tiene alcohol. Más o menos grados, es la única diferencia.

Chapy era un negro contrastante. El lanchero. Contrastaba incluso con Armando y contrastaba con el mundo o con las leyes de la genética. Era muy fuerte, de edad indefinida. Tenía unos brillantes ojos verde claro que me deben haber parecido más oscuros la primera vez por la cercanía al mar o al verde de las algas que flotaban en la oscuridad absoluta de ese mar tan quieto allí y tan sin olor en todas partes. Mar sin yodo.

A Chapy le faltaban ostensiblemente los dos incisivos superiores, pero no era eso lo que lo diferenciaba tanto de Armando. Para entonces, ya no todos los negros me parecían iguales y Chapy además de la obviedad de sus ojos y sus dientes faltantes tenía un aire señorial, un porte que no podía disimular la curva superior de su espalda, sentado en un banco de madera. Tenía gestos distinguidos, naturalmente refinados; la forma en que pasaba su dedo mayor por el borde de sus cejas, cierta manera de sostener su cara por los bordes de sus dedos en la frente, bajo la nariz y el mentón.

Lo acompañaba Goose, un perro cuya filiación genética era tan dudosa como la mía. De  buen tamaño, sin embargo y con huellas de algún antepasado Schnauzer.

Llegamos a Las Lomas Jungle Lodge cerca del mediodía. La entrada me sorprendió, pues nadie sería capaz de encontrarla sin un guía, tan disimulada en la espesura.

A nuestro encuentro vino Henry. Aunque quiso darnos la bienvenida, tuvo primero que atender  los saludos de Goose, que se debatía entre sus dos dueños saltándoles y alargando su legua para alcanzarles la cara alternativamente a él y a Chapy. Era una escena, una escena ensayada y repetida para cada nuevo turista, pensé después tirado tras el mosquitero de una enorme cama de teca, repetida y  ensayada en la que era fundamental la presencia del perro, que sin embargo, fuera del marketing acordado por los humanos, el único que repetiría la ceremonia sin testigos, desde el fondo del amor hacia sus amos. Sé que algunos perros tienen más de un dueño.

Caminamos por un estrecho sendero de tablas sobre pilotes para evitar el barro del manglar de la entrada. Llegamos a la construcción principal, también suspendida en el aire por gruesas vigas de madera. Subimos las escaleras y nos esperaba Margaret y otra gente de servicio, cuyos nombres fui aprendiendo según transcurrieron los días. Me dieron tiempo para que dejara mi escueto equipaje. Mi cabaña era la más alta y alejada y tuve que subir unos interminables escalones ganados con grava al permanente barro de los alrededores. Dejé la crema de afeitar y el resto de mis elementos de tocador en un baño hecho totalmente de piedra y apoyado en una de las laderas de una loma. Había también un minúsculo botiquín, con un más minúsculo espejo. Lo evité por desconocido. Cuando me disponía a salir, Goose estaba esperándome en la puerta.

En el almuerzo, comimos una sopa hecha a base de unos tubérculos que crecían en la zona, de un sabor más fuerte que la papa con pequeñas presas de pollo que evidenciaban en el curry, el origen inglés de la cocinera.

Margaret era el ama de las recetas y de la cocina. Ella y su marido, los propietarios de Las Lomas tenían una extraña forma de expresar sus ideas a través de la comida. No se declaraban vegetarianos; de hecho comían pollo, tomaban leche y huevos y cocinaban aprovechando la profusión  y variedad de peces. El tema es que no comían mamíferos. No sé si eso tiene un nombre en particular.

 Con Henry se habían conocido en Londres. Ella estudiaba Antropología y él ya se había graduado en Ciencias Políticas en Los Ángeles y ya había decidido también, no volver a Perú, excepto para visitar a su familia. Así, buscaba un lugar en el mundo y encontró a una mujer que quería irse de Londres. –Encontrarla -dijo- fue una de esas coincidencias capaces de cambiar mi mundo.

El de todos- corregí yo. Me dio una envidia incontrolable el hecho de que alguna gente, él en particular. El que encuentra primero, pero construye después, muy a  conciencia una vida plena o serena o por lo menos envidiable al ojo ajeno. Ese tipo de gente que no anda distraída por la vida que sabe que hay que hacer movimientos precisos en instantes precisos o siempre después, será demasiado tarde.

 

20

            Jungle Lodge era una cajita china; guardado un paraíso dentro de otro. El paisaje más selvático y virgen que yo hubiera visto hasta el momento. Así, exuberante y todo me llevó de vuelta a casa en una visión que aunque parecía opuesta a simple vista, se me antojó igualmente deseable y homóloga.

            La finca era un muestrario de la diversidad de intereses de mi madre. Había convertidoese terreno fértil en un catálogo caótico de sus antojos botánicos, adoptando como siempre que se trataba de ella, un cariz justificado y loable. Estrictamente hablando eran 43 hectáreas de las que sólo 38 eran terreno cultivable. Alineada de norte a sur, había un desnivel de al menos 100 metros naturalmente dado por la geografía, puesto que el límite sur era un río que aunque no muy profundo, era muy poderoso en la correntada y lleno de enormes piedras, por lo que adentrarse en sus aguas significaba una especie de iniciación de la que no todos salíamos bien parados.

            El caso es que dentro de ese espacio las especies bullían. Orilleando el callejón de entrada, donde corría un canal de riego aún más peligroso que el río, crecían en la primera línea una ordenada fila de álamos, a continuación sin orden, ni esmero se sumaban los fresnos y sus retoños que adoptaban siluetas deformantes debido a la superpoblación. Nadie se ocupaba de ellos, excepto cuando alguno caía por su propio peso al agua y había que sacarlo del cauce. Detrás, un bosquecito de coníferas absorbían todo el calor y la luz del sol, hacia el Este una hilera de veinte nísperos, detrás dos magnolias gigantes y el resto eran acacias, eucaliptos y algunos frutales que envolvían la casa en todos sus puntos cardinales, lo que generaba dentro de ella una luz oscura que todos los parientes criticaban, pero que a nosotros dos nos gustaba.

            Siguiendo hacia el sur, había catalpas, carolinos, más fresnos y  arabias. Terminaban abruptamente en un callejón que recortaba un rectángulo de veinte hectáreas de vides. Cada tanto, asomaban pocos olivos, algunos frutales y una higuera enorme.

            Después seguía un enorme bosque de eucaliptos, bordeado por más coníferas y arabias y finalmente llegaba el bajo, un lugar de pastizales que durante el verano, cuando el río se desbordaba brillaba de un verde nuevo y zumbante de mosquitos. Pero en invierno, la temporada más seca era un pajonal amarillento.

Una vez se produjo allí  un gran incendio. No había mucho por hacer, excepto reforzar la barrera natural hacia el alto, en el límite con el bosque de eucaliptos. El fuego no debía pasar de allí o eso se transformaría en una tragedia.

 Todos los vecinos, grandes y niños de las fincas cercanas ayudaban a cargar carretillas llenas de tierra para formar pequeños montículos y arrancaban con las zapas cualquier maleza en condiciones de arder. La visión era infernal. Y el calor subía como olas enfurecidas ante las cuales todos terminábamos tirados de panza en el suelo para poder respirar hasta que pasara. Los adultos, en su desesperación nos dejaban ayudar y nuestra colaboración no era cosa menor. Había, en todos los niños que allí estábamos rojos y sudados y negros una excitación, una posibilidad de ser héroes que nos hacía brillar las miradas como una llamarada más. Obedecíamos y éramos incansables. Incluso, cuando nos cambiaban las herramientas porque a algún hombre ya le hervía su zapa en las manos, corríamos a mojarlas y mientras tanto, arrancábamos yuyos con las manos, otras veces a patadas.

No creo que mi madre o los demás padres fueran negligentes al dejarnos. Había una manifestación atávica de la solidaridad de la tribu. La supervivencia de todos era la prioridad en la catástrofe.

Estuvimos todo ese día y toda la noche siguieron ardiendo comadrejas, totora y el olor era de fuego y de animales muertos. Las barreras habían funcionado, pero nos quedamos velando y hasta nos animamos con mate y unas tortitas improvisadas al rescoldo. Hablábamos bajito como cuando se cuida a un enfermo, o supongo, cuando no se quiere hacer enojar a los dioses.

Mamá nunca me había dejado tener un perro. Yo me las arreglaba con la jauría de los Manuel, los dueños de la finca de al lado. Especialmente con uno que se llamaba Tuque, un animal enorme y negro. Recibía tan pocas atenciones de sus amos como cualquier otro, con lo cual no fue difícil ganarme su cariño a fuerza de las sobras de nuestra cocina.

El perro y yo teníamos un pacto. Él tenía un amo, al que seguía incondicionalmente durante la semana, pero sábados y domingos la pasaba conmigo, entendiendo a la perfección el sistema escolar.

Tenía un aspecto aterrador y había sobrevivido innumerables peleas entre pares; ostentaba entre otras, una cicatriz que le cruzaba el hocico. Era un perro marcado, pero más de un rival había muerto entre sus poderosas mandíbulas.  Matón famoso, yo me sentía orgulloso de él. Sentía que éramos una pareja de invencibles.

Mi cuerpo evidenciaba quizás una musculatura ganada al medio un poco más desarrollada que en otros chicos de mi edad. Ya tenía varias victorias en mi haber: el colegio era un gran banco de pruebas. No me gustaba pegar, pero sí que me respetaran y lo había logrado. Pero eso no me alcanzaba. Era edad de desafíos más fuertes.

Un domingo, con el Tuque me fui a espiar al enano Javier. No vivía lejos, pero era famoso por los cambios que en su ánimo hacía el alcohol. Pacífico las más de las veces, los fines de semana se emborrachaba y desde lejos se lo oía despotricar cosas ininteligibles. Era uno de mis objetivos favoritos. Para entonces, el enano Javier, me había corrido de su rancho con piedras y palos unas cuantas veces.

Algo cambió ese día y creo que fue entonces  que el enano entendió la fascinación que ejerce lo deforme; como un prototipo olvidado en el fondo del taller de un inventor. ¿Hay algo más que hacer que mirar una obra que no ha sido terminada y que espera la mano de un sabio, de un artista que termine de darle forma o que definitivamente lo destruya? Yo no me burlaba, no le temía y no me daba lástima.

Me arrimé prudencialmente y le grité que quería que me enseñara a bailar el malambo. Tengo que decir, que no había asado de fin de cosecha donde no fuera invitado e hiciera gala de una habilidad extraordinaria para el baile. En cierta manera, él mismo sabía que nos hacía matar de risa bailando el malambo y clavando cada cuatro piruetas su facón en la tierra que rozaba peligrosamente los flecos de su alpargata.

Pero había que ver la elegancia que desplegaba en la zamba. La compañera de baile era siempre mamá, porque por entonces y en la finca el sentido de lo políticamente correcto no era un concepto digno de atención. No lo es todavía y ninguna mujer bailaba con un tullido.

Mamá lo hacía por piedad. Me queda la parsimonia del pañuelo entre sus dedos y el arrastrar sensual de sus piernas cada cambio de lado.

Me indicó con su enorme cabeza que me acercara. Frente a frente. Me tomó de los hombros con firmeza. Me empujó y me tiró al suelo. –¡Levantate! Y lo mismo. Me tiró cuatro veces sin dificultad, cuatro veces repartidas; de culo, de lleno, antebrazo derecho, antebrazo derecho, antebrazo derecho. No me quebró. Pero no podía moverme del dolor. –¡Levantate o te bailo el malambo encima! Me levanté y me fui a casa. El Tuque había presenciado el ataque con aplomo. Ante cualquier otra persona hubiera reaccionado con los dientes. Perro sabio. Lo de Javier no era un ataque, era una lección. Al otro sábado, volví con el brazo vendado por mi madre que no me había creído una sola palabra.

Estaba adormilado en la sombra de un solo ojo. Lo miré, le mostré el brazo. –Vení,- me dijo-  te voy a enseñar a pelear. Javier tenía una fuerza extraordinaria. No sé, pero era como si sus piernas cortas  le permitieran aferrarse al mundo con más firmeza que el resto de los seres normales. Justo en el centro de la tierra. Me enseñó a pararme igual, a asimilar la deformidad de su pisada única, de gato, en gancho, en garra. Aprendí mi base de sustentación. El suelo que pisara, el suelo que peleara, debía ser mío. Plantarse. Eso era. Tenía que aprender a plantarme.  Después la piñas, después las patadas, después los empujones.  

Recuerdo que mi madre había mandado a talar dos eucaliptos demasiado espesos en sus sombras sobre la casa y cuyas raíces, se entrometían en las cañerías tapándolas. Entonces, uno de los empleados tomó la motosierra y comenzó a cortar tratando de darle la dirección adecuada al trayecto de la caída. Las posibilidades como siempre en un principio eran todas; 360 grados, que traducidos, eran o arriba del techo de la casa, o arriba de la bomba de agua; o una magnolia intocable o una casuarina intocable y, finalmente, el lugar justo y que mi madre había procurado para la caída: entre un enorme y prolífico membrillo, su preferido, y una tapera de cañas y  barro que habíamos construido con la Mari, la más emprendedora de todos mis amigos.

Don Alberto Manuel, su padre,  supervisaba la operación y mi mamá, más lejos, desde la ventana de la cocina. Llegaba el momento de la caída y todo indicaba el ángulo perfecto. En eso, como la última voluntad de un moribundo, el árbol hizo su último acto, giró sobre su base y apuntó sobre mi rancho. Entonces corrí en esa dirección, con toda la omnipotencia que me correspondía por la edad, por mis proezas frente a otros chicos de la escuela. Don Alberto me gritó, pero también corrió hacia mí,  adivinando mi voluntad. Mi intención era recibirlo desde la punta, desde sus suaves ramas entre mis brazos y girarlo en su caída. El impacto fue brutal. Recibí sólo a manera de anticipo, los arañazos de las ramas, pero con todas mis fuerzas, empujé o creo que empujé la punta del tronco en dirección al membrillo. Cuando me recuperé, un poco atontado de la caída, vi que don Alberto se levantaba con dificultad –había recibido seguramente la peor parte del impacto-, y vi que el árbol había agujereado el membrillo por la mitad, haciendo un hueco perfecto y redondo entre sus elásticas ramas.

Han pasado más de cuarenta años. Puedo asegurar sin embargo que el Tuque me miró. No se había movido de su lugar de observación. Desde allí sentí sus ojos negros clavados en los míos y el perro asintió. Él y yo supimos que yo había desviado la trayectoria del árbol, salvando mi rancho. Sé que es absurdo, sé que es físicamente imposible que eso sucediera. Pero el enano me había enseñado a resistir. Más que eso. Era capaz de hacer girar un árbol en plena caída o  las agujas del reloj en mi futuro infinito teniendo a un enano como su  eje.

            Todos me miraron con desaprobación y nadie me dirigió la palabra. Pero era mi certeza contra la cara de culo de todos los adultos.

Yo no preguntaba lo que ya sabía. Ciertamente el enojo de mi madre duraría algunas semanas. Creo que entonces decidí que la realidad se ajustaba a mis respuestas. A la fabricación de mis respuestas. Tenía que bastarme con eso. A poner el cuerpo como se pone una respuesta. A crecer rápido para soportar con los músculos la ausencia de verdades.

El Tuque tuvo una vida larga y una vida buena. Lo del pajonal lo intuí. El fuego subía apurado desde el bajo. Se comía la totora seca y la totora verde. Vi el barro del pantano prendido fuego. El aire empezó a ayudar y el fuego traía aromas encontrados y hubiera jurado que olía a esencias y a pelo quemado y lo juré cuando vi a una vizcacha corriendo  y el Tuque también la vio.  Intenté cerrarle la salida al perro y la estupidez o fue el susto de su presa que prefirió las llamas o creyó que podía ganarle nuevamente a las llamas y se fue por donde venía y el Tuque atrás y grité su nombre con todas las fuerzas de mis pulmones. El perro se dio vuelta para mirarme y sus ojos negros en los míos azules asintieron otra vez y ésta era la suya, iría a través del fuego a cazar su presa. Si yo podía atajar árboles, él también podía correr una vizcacha en medio de un voraz incendio.

Salió sin presa, pero con vida. Con un hilo, con quemaduras que se llevaron su cola y sus orejas. Mamá aguantó sus mordidas y lo sumergió en el canal con una correa. Ella recibió las dentelladas de la desesperación en sus manos y en sus brazos. El perro terminó por perder el sentido y mamá pudo curarlo. Me juré que si lo salvaba, yo la salvaría a ella. No le preguntaría más acerca de mi padre. Le perdonaría todas las preguntas. Juré que esa mujer se ganaría todo mi respeto y todo el amor si es que eso ya no había sucedido para entonces. A la doctora, a la veterinaria, a la maestra, a la puta, a la cocinera. A la madre que me parió.

Como ya dije antes, el Tuque tuvo una larga vida y una apacible muerte muchos años después.

Yo crecí fuerte. De músculos y de corazón esforzado. Pero hubo saltos obligados en todo eso, raptos de madurez incompleta. De tan sabidos, olvidados. Entonces aparecen subrepticios, agazapados en la segunda mitad de la vida y nos sorprenden ignorantes, ingenuos. Recién nacidos, desarmados.

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