* El Magazín publica la décima quinta entrega de la novela Donde termina mi nombre, de la escritora argentina Patricia Stillger.
Donde termina mi nombre
(Capítulos 35 y 36)
Patricia Stillger
35 (Berlín entre 1919-1939 aproximadamente)
Cuando las prostitutas de Landsbergerstrasse se le acercaban insinuantes, les sonreía y les decía: “Pas d’argent, Fräulein”. Cuando de vez en cuando, se encontraba con su hermano su frase no cambiaba sustancialmente. Le sonreía, se abrazaban y le decía: “Pas d’argent, Bruder”. Tan lejos como pudiera. Los encuentros con Max sucedían lejos de sus dominios. Si era cerca de la Friedrichstrasse, tanto mejor. Cerca del banco, cerca.
Era así, su hermano le daba veinte dólares y entonces Franz se dirigía nuevamente a Alexanderplatz a pasarse otra larga temporada de bonanza.
Familia rica, extremadamente rica, habían dejado atrás Galitzia, donde todavía poseían tierras que, aunque muy cercanas a los pantanos, vendían en parcelas cada tanto, más por presión de los pobladores, cada vez más hacinados en la ciudad, que por conveniencia económica.
Habían dejado atrás Polonia, habían dejado sus creencias y se habían bautizado en masa, toda la familia. Es decir, el padre Isaac, se había casado con una alemana, que aunque también de origen judío, se habían convertido al catolicismo antes de la invasión de Napoleón. Sus antecedentes eran más remotos y sus padres ya habían cambiado otros hábitos también, incluyendo la ingesta de alimentos prohibidos. Todavía Frau Schornberg recordaba que su madre había sido criada con la austeridad que se dictaba desde las sinagogas, hija de un padre que sólo expulsaba una moneda cuando su madre y ella demostraban hacer una excelente labor en favor de la economía doméstica. Le relataba a su vez a su única hija, de qué manera se había deslumbrado con la decoración de las catedrales más elegantes de la ciudad. Entonces, se había jurado a sí misma, casarse con un hombre que accediera a todos y cada uno de sus caprichos. No en vano tenía una de las mejores dotes entre las muchachas casaderas de Berlín. No en vano su padre se enriquecía a diario prestando dinero al Estado alemán que no hacía otra cosa que construir trenes y llenar Alemania de vías férreas, además de la floreciente industria naviera y, por supuesto, un armamento bélico cada vez más tecnológico gracias a los yacimientos del Ruhr. Algunos años después cumplió su deseo y su padre la casó con un colega banquero, que doblaba en edad a su hija en una época en que nadie elegía, o, en que las elecciones nada tenían que ver sino con los negocios. Ellos también tuvieron una única hija: Rachel Schornberg.
Por ahora me concentraré en esta familia. En realidad, no sé cómo nombrarlos. Ellos mismos habían elegido, cambiado y modificado sus nombres hasta que coincidieran con cierta semiótica apropiada para el momento.
La joven Rachel cambió su nombre a Helena, porque el eco griego prusiano le sonaba tanto más acorde a su nuevo status. Berlín pedía otras identidades, otras filiaciones. Su padre, que había accedido de mala gana a ese cruce nominal, sabía, sin embargo, como hombre de negocios y poseedor de uno de los bancos más prósperos de Alemania, que ese tipo de permutas favorecían los negocios de manera exponencial. Así es que la llamaremos Helena Schornberg de ahora en adelante.
Helena además, sabía que podía ser la digna portadora de ese nombre. Su piel extremadamente blanca en todo el largo de su cuello, su pelo rubio y sus ojos de un celeste transparente hacían de ella una belleza genuinamente germana. Sólo algunas noches debajo de sus ojos, aparecía una oscuridad, como un bozo fuera de lugar debajo de su mirada. Entonces ella recurría a los afeites y a los polvos para corregir imperfecciones étnicas.
Por su parte, Isaac haciéndoles creer a su mujer y a su hija que accedía a sus caprichos, adoptó el apelativo Max, con lo que la familia ya tenía credenciales
aceptables. Las suficientes para dedicarse a la banca al menos. El resto de las implicancias sociales eran un poco más complejas.
Max había conocido a algunos candidatos para su hija. Se trataba de nobles barones, duques y otros títulos que venían con castillo y estatus social incluidos. Pero había una soberbia y pobreza en ellos y empezó a buscar alguien, que además, aportara a la fortuna personal
El Romanisches Café era un tugurio donde Max se citaba a escondidas con los nobles que le rogaban por una extensión del crédito o del plazo para pagarlo. Su cliente nunca apareció y se quedó maldiciendo el tiempo perdido. En eso, avista a un polaco modificado sólo a medias. Aunque no usaba tilsit, vestía un traje como quien lleva un incómodo engendro sobre el cuerpo. Sus rasgos eran aceptables y también su olor, una mezcla de coles y cebollas, pero también olía a dinero, a mucho dinero de las hilanderías de Galitzia.
Él reconocería perfectamente a un compatriota en cualquier parte. Le recordaba a sí mismo cuando llegó a Alemania y simpatizó con él inmediatamente Un hombre bastante joven, aunque con la mirada un poco torva y desconfiada que esperaba a un proveedor de sedas que llegaba desde Holanda y que tampoco llegó esa mañana. Con pocas palabras, no tanto porque Max no hablara ya casi yidish ni Seth Mendelsohn alemán, sino porque las diferencias entre ambas lenguas resultan mínimas cuando las personas quieren entenderse, contarse sus vidas, sus intenciones y sus futuros de riqueza. Tal era la fe de estos dos hombres.
En encuentros posteriores fueron más lejos aún y Schornberg se atrevió a sugerirle un cambio de nombre y a su hija simultáneamente como parte de un trato mayor. Lo invitó a su casa para que conociera a su hermosa Helena e impresionar al joven con la abultada decoración de su casa.
Previamente lo citó en la sastrería de Meinhoffer para vestirlo adecuadamente y siguieron por la barbería para que lo afeitaran y borraran en el rostro y en la cabeza cualquier remanente excesivamente judío. Una vez remozado, Max, lo hizo girar para un lado y para otro, lo miró de cerca, de lejos; hizo un gesto de dudosa, pero suficiente aceptación y en el almuerzo anunció a su mujer y a su hija que Seth Mendelsohn sería parte de la familia. Sólo había que arreglar algunos asuntos.
Él tenía que volver a Galitzia a cerrar, vender o nombrar un administrador de la fábrica de tejidos, anunciar a sus parientes de la boda, en lo posible no invitar a ninguno, y al volver, los Schornberg tendrían todo listo para la boda. Estimaban que entre tres y cuatro meses era suficiente para tener todo a punto.
Bien, sí, el nombre. Fue un asunto un poco complicado y hubo que sobornar a algún funcionario del gobierno, pero todos quedaron muy satisfechos cuando anotaron a Seth Mendelsohn en los registros como Michael Schornberg. Como un hijo más. Lo que hizo de Helena una vez casada, una Helena Schornberg née Schornberg.
En 1918 se casaron. En 1919 nació Max, en medio del asesinato de Rosa de Luxemburgo, después sería el turno de Liebknecht; los Freikorps lanzados contra los socialistas. Por el momento.
Nada, nada que pudiera ensombrecer en 1920 la llegada del segundo hijo del matrimonio, Franz Schornberg, bajo el cielo oscuro y gris de Berlín que se debatía entre la abundancia de pocos y la pobreza extrema de la mayoría. Entre el descontento por el humillante Tratado de Versalles y la incertidumbre puesta en olvido pasajero de un momento en el cabaret. La voz flaca de una prostituta presentada por un travesti entre cortinas raídas. Los judíos ricos mirando para otro lado, los judíos pobres en todas partes, los soldados mutilados por todas partes, los alemanes pobres buscando una voz que pusiera orden en el pantano, los socialistas escapando a Rusia. Todo en una convivencia inestable, de días contados, de destino inminente, sin vuelta atrás, como el cumplimiento de un oráculo sordo.
La infancia de los hermanos Schornberg fue la esperada. Un año escaso de diferencia unía a os hermanos en el juego. Su madre, muy atenta a su educación les leía cuentos infantiles atendiendo estrictamente a autores de origen germánico. Así, pasaban las páginas como los años junto a Der tolle Invalide auf dem Fort Ratonneau de Ludwig Achim von Armin; Geschichte von braven Kasperl und dem schönenAnnerl de Clemens Brentano; Barthli der Korber, de Jeremias Gotthelf; Der arme Spielmann de Franz Grillparzer; Aus meiner Jugend de Friedrich Hebbel; Das Erdbeben in Chili –uno de los preferidos de Max- de Heinrich von Kleist y por supuesto la lista incluía a Friedrich Schiller, Adalbert Stifter y a E.T.A. Hoffmann.
Si bien los hermanos disfrutaban de todos estos autores, su madre debía recurrir a uno de los volúmenes de la colección con mayor asiduidad. Se trataba –vale la pena citarlo en español- del Almanaque de cuentos para el año 1826 para hijos e hijas de clases cultas, de Wilhelm Hauff. El curioso nombre de la obra responde a que en la época que fue escrito, la literatura fantástica era considerada un arte menor, cercano a las clases más bajas e iletradas en la que los padres, debían recurrir a las leyendas de tradición oral para entretener a sus hijos, puesto que no sabían leer. En el caso de Hauff, el asunto era más espinoso aún. Influenciado por el exotismo de Las mil y una noches, escribió acerca de remotos reinos, que podríamos ubicar benévolamente en algún lugar de Oriente Medio. Hauff jamás viajó, al igual que Salgari fuera de lo límites de Europa occidental.
Tengo derecho a esta digresión, ya que ahora, casi al final, encuentro atractivo el hecho de acordarme de algunas cosas tan lejanas. El asunto es que los relatos de Hauff llenaban las cabezas de los dos muchachitos de las más diversas fantasías. Lo más llamativo era, que si bien los hermanos Schornberg acordaban personajes y destinos similares en otros autores, fue W. Hauff el primero en hacer sentir la ínfima brecha ideológica que después los separaría en todas las áreas de sus vidas, excepto en el amor fraternal.
La historia de El pequeño Muck , trata de un niño maltratado, que se sobrepone a infinitas peripecias, pero que en el caso de Hauff y quizás por la época en que fue escrito, la resolución se distingue de los relatos actuales en el hecho de que los personajes resguardan -hasta con celo- todos sus resentimientos; la memoria y la venganza para quienes fueron injustos con ellos.
En fin, se parecen a los humanos y no a unos engendros que perdonan, olvidan y que ante todo, mienten en base a una dialéctica inventada para calmar las conciencias de los adultos que las escriben y de las de aquellos que las compran para sus angelitos. Digo esto, porque me abuso de los préstamos de la voz.
La cuestión es que el relato termina diciendo: “Desde entonces el pequeño Muck vive muy rico, con bienestar, pero solo, pues desprecia a los hombres. Se ha convertido en un hombre sabio por su experiencia y aun cuando su aspecto exterior (era irremediablemente feo) sea algo raro, debe inspirarte admiración, más que deseo de burla”.
A Max, el tema de que el mundo también estuviera poblado por seres deformes, pobres y que sufrieran injusticias, lo llenaban de desconsuelo. Lograba que en el niño se produjera un hacinamiento de ideas en pugna y que iban de la lástima al asco. Nunca conseguía sacar alguna conclusión, excepto por una actitud muy clara. Cada vez que le leían la historia, lloraba desconsoladamente y se tapaba la mitad de la cara, como si ese gesto pudiera ahorrarle esa sensación indescriptible.
Era entonces que Franz miraba a su hermano con cierta extrañeza, lo abrazaba y consolaba como si él fuera el mayor y le susurraba muy bajito palabras amables, como una promesa, de manera tal, que poco a poco se fuera pasando la angustia. Entonces, ya más animados, Franz seguía, diciéndole que ellos eran suficientemente ricos para llegar a esas tierras remotas y conocer a esos extraños personajes sin más mediadores que ellos mismos. No más cuentos, viajarían juntos por el mundo, recolectando los seres más deformes, más peludos y más horripilantes y armarían un circo que viajaría por barco por todos los continentes: recolectando y mostrando. Al mismo tiempo, se harían cada vez más ricos.
En este punto, permítanme voy a saltarme unos años más adelante en el tiempo. Este tipo de visión del mundo como un lugar sin conflictos o donde los problemas se disolvían como por encanto era la bisagra en la cual la extrañeza de Max ante las ideas de su hermano, lo separaban irremediablemente de él. Adoraba Franz. Sabía que era el portador de ciertos dones a los que él nunca hubiera podido aspirar. Así, de la manera en que azarosamente se establecen las relaciones entre los miembros de la familia, Franz actuaba y decidía como el mayor de los dos. Como en esa fábula bíblica en la que entre gemelos, el que nace segundo es el primogénito.
Max esperó a Franz ya que había terminado un año antes el Friedrich Gymnasiun Atheneum y acató la voluntad de su hermano de estudiar juntos en Heidelberg, puesto que era el lugar más lejano donde los Schornberg accedieron a que los muchachos estudiaran.
Pero aún nos quedan varios años valiosos y reveladores en la vida de los niños. Cuando tenían doce y once años, Franz alentó a su hermano a que se escaparan de la escuela y se fueran a vagabundear por Berlín. Franz trató de convencerlo y tímidamente, Max accedió a pasear por Unter den Linden o a arrimarse cerca del río a tirar piedras y ver pasar transeúntes en Nikolaiviertel, incluso podrían sentarse como dos adultos en un café y pedir un refresco. Para eso eran dos estudiantes refinados.
Pero nada de eso podía satisfacer la voracidad del hermano que le contó que había escuchado al chofer de la familia hablando con el resto de la servidumbre, acerca de un mundo lleno de tahúres y prostitutas en Alexanderplatz .
“¿Prostitutas, Alexanderplatz?” Su hermano debía estar loco para proponerle semejante cosa. Ese lugar infestado de ladrones, comunistas disfrazados de periodistas que secuestraban a los jóvenes y los mandaban a Rusia, de mujeres de mala vida que ofrecían sus senos libremente y que por sólo una monedas. Exacto, exacto. Sólo por unas monedas podrían acceder a ese mundo y nadie tenía por qué enterarse.
Tomaron un tranvía atestado de gente que olía -ya lo saben- a la acidez inmunda que emana de los cuerpos alimentado básicamente con repollo y cebollas.
Max no sabía dónde poner su nariz y luego tragó estoicamente el contenido de dos vómitos que le llenaron la boca y los ojos de lágrimas. 1931 no era un buen año. Ese fue un descubrimiento genuino, personal visto en las calles, en la ropa raída, en la delgadez de hombres mujeres y niños. Todos mendigaban. Todos les mendigaban. Entonces a Franz se le ocurrió un charco y a pesar del frío, dieron vuelta sus abrigos y se quitaron cualquier insignia del colegio que los delatara. Se embarraron el pelo y la cara y las piernas y tiritaban de frío como todos los demás y bastaba la cara de terror de Max que se parece mucho a la cara de un niño con hambre.
Y hasta Franz había cambiado su forma de hablar. Era de los dos, el único que hablaba y se dirigía a los demás imitando a Meier, el chofer, que mucho lo había escuchado, que bastante lo había interrogado acerca del significado oculto de esas palabras en un alemán absolutamente diferente en la distancia que iba de su cuarto a la cocina, desde el recibidor de su casa a la cochera, desde el hecho de cerrar sus libros y correr detrás de una mucama y espiarla cuando se aseaba en su cuchitril del sótano de la casa de sus padres. Un alemán que cifraba la verdad de su idioma entre el hambre y la satisfacción, entre las cintas en el cabello de sus vecinas y los pañuelos inmundos en las cabezas desgreñadas de las mujeres que tanto retenían el sudor, como enjugaban los mocos de un chiquillo de brazos que no dejaba de moquear y llorar. A ese chiquillo al que nadie importaba su fiebre y que la miseria y la desidia lo matarían en unos días y esa mujer ya tendría en brazos al otro, que había muchos por cuidar y una boca menos era una boca menos y qué le vamos a hacer.
Max no alcanza a procesar la información porque mira al piso. De vez en cuando levanta la vista para ver dónde están para tomar el 19 y volver a casa, o afina sus oídos y escucha a su hermano repetir los nombres de las calles Köpenicker Strasse, Michaelkirchstrasse y ven pasar un grupo de hombres que gritan algo acerca de Reichstag y que les dan unos volantes y les palmean la espaldas y les dicen que sean buenos socialistas y Franz asiente encantado y Max no soporta más y quiere irse de allí cuanto antes. No soporta un minuto más. Pero su impiadoso hermano todavía lo arrastra a un callejón al que sólo se atraviesa a pie. Ningún carro tirado por hombre o caballo pasaría por allí. Caminan lento. Franz quiere retener toda la información, en olores, en sepia de ese lugar. Quisiera quedarse allí para siempre. El submundo lo llama a gritos. Max lleva llorando varias cuadras entre el barro de su cara. Todavía no. Todavía no alcanza.
De una puerta tan pequeña, en la que un niño sólo podría entrar agachando su cabeza se asoman unos pechos enjutos que parecieron conocer más alimento en el pasado. Son blancos. Sus pezones contrastan enormes y marrones y los hermanos quedan paralizados. Franz analiza que en realidad la puerta también puede ser una ventana, que al marco le falta pintura y que a la puta que se asoma le sobra la pintura alrededor de sus ojos y en la boca desprolija que muestra un carmesí tan envejecido que asusta. Pero se para, carraspea y pregunta cuánto. “Fünfzig Pfennig”. Fünzfig Pfennig es mucho. Ellos sólo quieren tocar y pueden pagar Zwanzig Pennig por tocar.
Max está al punto del colapso. Los mocosos se arriesgan por estas calles, si los llega a ver el proxeneta, o más probablemente el marido, les pedirá más. Los obligará a pagar más y a hacer uso completo de su mujer, que no está para amamantar a dos grandullones. Ella está para otras cosas. Y los muchachos pasan y Max se desvanece y despierta todo el tiempo en una silla rota y ve a su hermano cómo la investiga. Como a una calle más, como a una comida nueva que hay que desarmar en sus partes y le pone los dedos en todos los orificios que encuentra, saca los dedos y se los huele. Toca largamente los pezones que adquieren otra textura y encuentra dedos simultáneos que no sueltan los pezones, pero también se dirigen allá abajo, al nido y la mujer le guía la mano y la sorpresa es grande, pero más grande es el placer y que parece un fuelle que se contrae y se dilata y cabe otro dedo y el puño llevado al extremo de la mujer que gime y abre sus ojos de extrema pintura y revisa al muchacho por si se trata de un muchacho o ha venido a visitarla dios disfrazado de un ángel con cara de barro. Lo toma por el pelo y le ruega que siga. Pero a Franz ya no le interesa y ve sus pantalones mojados y sonríe y sonríe cuando su hermano le suplica que se vayan.
Tiene que sostener a su hermano y el cuadro es perfecto. Dos menesterosos que salen de un callejón. Uno que le dejó Zwanzig Pfennig y otro, que a último momento agregó todas las monedas que le quedaban. Y en nada diferían con el paisaje. Uno que sostenía al otro, enfermo y que caminaban y que caminarían todo el trayecto de vuelta. Nadie los tomaría más que por mendigos. De vuelta a la casa, de nunca más a la infancia, perdida entre las dóciles piernas de una mujer y los desmayos y el pantalón también mojado del hermano mayor.
36
El profesor Richard Kuhn1 exponía por segunda vez su teoría del desdoblamiento de…. “Y la acción de los polímeros… de la vitamina B2”. Ya era la segunda vez, pero no conseguía la atención del alumnado de las gradas. El estado de exaltación era poco propicio para la química. Al menos esa química. Porque la ebullición estaba en todas partes, la mezcla de ideologías y sentimientos encontrados no va a poder ser descripta jamás.
Un grupo de muchachos, los más radicalizados, alemanes en su gran mayoría, adherían muy fuertemente a las políticas del Gran Brujo, organizaban una escaramuza para esa noche. Conocían a lo largo y a lo ancho del Neckar dónde vivían los judíos de la ciudad. Era muy arriesgado el asalto a las casa ricas, por lo que se decidía si se entrenaban con los artesanos de Eisenplatz, más al este y más alejado del acceso de la policía, aunque ésta hacía la vista gorda en esas circunstancias.
Y el viejo Kuhn era una buena persona, pero hasta ahora, ellos conocían en la práctica las bombas molotov, un método más efectivo, sencillo y barato de fabricar sus propias armas: irresponsable y altamente destructivo que no requería más que de un buen par de piernas para salir disparado del lugar donde se arrojaba el proyectil.
Otro grupo, mucho más reducido, pero sentado en la parte más alta de la gradería, también a la izquierda de de Herr Professor Kuhn, se repartía e intercambiaba cupones de racionamiento. Los emitidos por el gobierno, cotizaban muy bajo en sus “bolsas”, sin embargo, unos papeluchos de factura personal, a imitación de los locales, eran considerados en alta estima, especialmente los de los estadounidenses e ingleses, que recibían desde sus lejanos hogares, unos paquetes prometedores con cigarrillos, chocolates, mermeladas y hasta algunas madres o novias inglesas se arriesgaban mandando huevos cocidos, jamón, queso y otras exquisiteces ya casi ausentes en la misérrima Alemania.
Había sin embargo, un tercer grupo, alineado, mejor dicho cerrado y agolpado en la primera y más baja de las filas, del lado derecho del maestro que intentaba atender y entender la complejidad de las fórmulas escritas en el pizarrón, que aunque enorme, se terminaba rápidamente en el exceso de tiza, en la rapidez de las síntesis de los elementos y en la alta frecuencia de borrado y vuelta a empezar. Ellos se sumergían en las explicaciones como en un bálsamo que los aislara del resto del bullicio. No solamente cuando estaban en el aula, sino también de noche, hasta que se producían los cortes obligados de luz y sus habitaciones se poblaban de cabos de vela que ardían hasta desvanecerse no más allá de las dos de la mañana. Estudiaban siguiendo un presupuesto personal y una escasísima habilidad de negociar en el mercado negro. Entre estos últimos, quizás valga la pena aclarar que se encontraba Max, además de otros, más o menos judíos, más o menos disimulable esa condición.
El profesor Kuhn se daba cuenta, ya que era científico pero no estúpido, que sus alumnos perdían el objeto de la clase y decidió arengarlos con algo inesperado. Faltando media hora para la finalización de la clase. Tomó su puntero y les dijo que tenía algo muy serio para comentarles. En uno de sus últimos viajes a Estados Unidos había sido invitado por un grupo de científicos analizar un “extraño artefacto” (sic) que provenía de México.
Todos se quedaron callados de repente. Todos lo miraron y se miraron entre sí. Nadie, entre los escasos segundos que mediaron entre el anuncio y el relato se animó a imaginar algo cuyo peso pudiera torcer el interés de cada uno de sus asuntos.
“Devotos religiosos- se animó por fin- en realidad un grupo de fanáticos religiosos -entonces la tensión creció entre el alumnado- ha encontrado un objeto que podría torcer el curso no sólo de la química sino de la ciencia. Un descubrimiento -aquí el silencio y la atención eran absolutos- que me ha quitado el sueño desde que tuve acceso a él”.Nadie estaba dispuesto a hacer el ridículo, puesto que ninguna pregunta se acercaría a la excentricidad del relato.
Silencio. De pronto se escucharon algunos zapatos tamborileando tímidamente el piso entablonado. Se fue haciendo un rumor y terminó en un estallido de entusiasmo que hizo tronar el antro.
“Sí, sí. Sólo quería volverlos a la clase…”. El abucheo de decepción fue ensordecedor. “Está bien, está bien”, prosiguió, aunque ya estaba arrepentido. “El caso es que en México- como les decía, encontraron un paño con una virgen católica estampada y los lugareños aseguraban que la imagen lloraba. Juntaron las lágrimas en un frasco, envolvieron el paño como al santo sudario -aquí comenzaron las risas- y partieron como en una procesión -el hombre quería medir cuidadosamente sus palabras- hacia los Estados Unidos para que analizaran científicamente lo que para ellos era un milagro. Fui de la partida, ustedes saben que durante el otoño pasado estuve allá, y me permitieron realizar algunas pruebas. Nada concluyente, por cierto…”.-Nuevamente el abucheo- “Tranquilos. -Voy a decirles algo. Soy un hombre de ciencias y esa es mi única fe, por lo que tendrán que creer lo que concluí después. Examiné dos fibras; una roja y una amarilla del ayate en la que está pintada la Virgen de Guadalupe y hallé que sus colorantes no pertenecen ni al reino animal, ni al vegetal, ni al mineral. (2)
Silencio. Fin de la clase. Retirada general. Telón.
“Der Alte spinnt” (3) – le dijo Franz a Ben Livingstone entre carcajadas una vez afuera del majestuoso edificio.
Max miró torvamente a su hermano. Guardaba una desconfianza inmanejable hacia ese estadounidense. Sus padres habían emigrado de Londres a Nueva York en 1908. El origen de su familia no le resultaba claro, pero sabía que su posición económica le había permitido venir a Heidelberg y moverse con holgura, aunque esto dependía más de la incontrolable inflación del marco alemán que de su fortuna personal. Sus padres se habían dado el lujo de reducir su mesada y Ben sin embargo, manejaba cada vez más recursos. Su dinero valía -ya no sabía muy bien- pero algo así de cien veces más cada día.
Desde la primera clase, Franz Schornberg y Ben Livingstone trabaron amistad. Les interesaba nada la política, aunque sabían de sobra lo que en esos días pasaba en Alemania. No solamente lo sabían. Lo vivían. No se acercaban -no los hubieran dejado tampoco- al grupo de compañeros que estaban todos enrolados en el NSDAP (4). En las tabernas, sólo se relacionaban con otros extranjeros y Franz evitaba sistemáticamente hacerlo con los judíos. De todas maneras, éstos no tenían el hábito de la bebida, las trasnochadas y el temor por las trifulcas que armaban sus compañeros tenían un sello antisemita cada vez más manifiesto. Max sólo los acompañaba en algunas ocasiones y esa noche prefirió compartir velas con Döring, una rara excepción, un joven muy aplicado, que tranquilamente podría haber adherido al grupo de los nazis más fanatizados y sin embargo renegaba de ellos en forma activa.
La ronda empezaba temprano y comenzaban en los bodegones copados de estudiantes de las distintas o cada vez menos distintas hermandades; cantaban y se emborrachaban un poco, pero después hacían largas caminatas a lo largo del río.
Cruzaban un puente y se animaban por bares más recónditos de trabajadores, donde no los tomaban en cuenta, por el contrario, los dos muchachos escuchaban con suma atención a esos operarios de fábricas y veteranos de guerra.
Sus cánticos eran los mismos que los que entonaban los estudiantes más radicalizados y de tanto en tanto entraban unos andrajosos, algunos con pantalones, otros con chaquetas, otros con condecoraciones, extrañamente nunca parecían uniformes completos o de alguna división identificable, aunque todos compartían insignias nuevas e iguales. No eran oficiales, pero todos los trataban con sumo respeto. En poco tiempo más, tampoco visitarían esos lugares. El círculo se cerraba.
De vuelta de sus paseos nocturnos, tenían que encontrar a un barquero, tan borracho como ellos, que los cruzara nuevamente a la orilla culta. Ya no se animaban por el puente, atestado de una muchachada enfervorizada que les cerraba el paso en busca de pelea. Volvían por aguas silenciosas a la orilla de todas las ficciones; que ellos eran estudiantes, que se divertían mucho, que aquí no pasa nada.
Ben Livingstone conservaba o elegía, según le pareciera más acertado cierto acento inglés, tanto mejor bienvenido, si el trato era con profesores, pero era innegable que los diecisiete años en Nueva York lo habían marcado a pesar de que sus padres no habían modificado su dicción en lo más mínimo, ni hablar de los rebuscados dichos y sinsentidos y maldiciones disfrazadas de buen idioma que entre los padres practicaban a diario.
Así, Ben imitaba a su padre, cuando su madre lo sacaba de las casillas: “Daisys for heaven, Lucy!” O a veces, mucho más gracioso, remedaba a su madre, cuando ante la desgracia de alguna amiga, le espetaba: “O, you poor thing!”.
Franz se moría de risa y siempre le pedía a su amigo que hablaran en inglés, pero con el acento británico que a él tanto le gustaba. Ben cedía con gusto, ya que jamás lograría soltar una “r” decente en lengua germana, provocando la sorna de todos sus compañeros.
En una de sus tantas charlas, Ben le dijo que su padre había decidido que ya era hora de volver. Que las noticias que llegaban a Nueva York, acerca de la situación en Alemania lo asustaban y que ya lo había matriculado en la Universidad de Pennsylvania para el semestre entrante. Pero todavía quedaban muchos exámenes por rendir, entre ellos el de química y tendrían que pedir ayuda a Max y a Döring en las próximas semanas o con seguridad desaprobarían y eso no era una opción para ninguna de las dos familias que ponían esperanzas, dinero e incertidumbre en la educación de sus hijos.
Se prometieron sin embargo, que antes de la partida de Ben, se tomarían unas vacaciones y que Franz sería el anfitrión en una de las ciudades más decadentes y bellas de Europa. Berlín era un destino ineludible, el verdadero cabaret, nada de estúpidos y fanáticos estudiantes. Otra cosa. O al menos, Franz creía que en Berlín todavía había otra cosa.
Los acontecimientos se precipitaron un poco. Los cuatro aprobaron química con el profesor Kuhn y las familias implicadas, correo mediante, accedieron a que los muchachos pasaran una temporada en Berlín junto a los Schornberg. Por su parte, el señor Livingstone prefería que su hijo estuviera en la casa de una familia decente a que siguiera malgastando sus ahorros en las cantinas.
Lo que ninguno sabía era acerca de los planes secretos del señor Schornberg, ni de los planes secretos del señor y la señora Livingstone.
Apenas llegados los tres jóvenes a Berlín, Max Schornberg, el padre, decidió que debían ayudarlo con el banco. Aún en estos tiempos extremadamente difíciles, el negocio marchaba, pero el padre sentía que debía infundir en los hijos cierto apego al trabajo y a la empresa familiar. Max fue el único de los dos hermanos que tomó la posta.
Mientras tanto, Franz había convencido a sus padres del papel de anfitrión que le tocaba en suerte y que una familia como los Schornberg tenía que atender adecuadamente a un compañero de la Universidad, siendo la fraternidad uno de sus más estimados emblemas.
Así, cambiaron circuitos, pero las rondas nocturnas, el alcohol y el acceso a las mejores prostitutas de Berlín, reemplazaron al ambiente juvenil y un poco tonto del de los estudiantes de la Universidad.
Para acceder a esa fiesta permanente, Franz llamaba por teléfono a su hermano para encontrarse en las cercanías del Banco de su padre con el fin de pedirle refuerzos económicos. Max accedía de mala gana, pero prefería engañar a su padre a perder el cariño de su hermano.
Mientras esperaban el tranvía, una helada mañana de fines de octubre de 1938, Franz y Ben observaron cómo un grupo de uniformados de una manera que no habían visto antes, ni siquiera en Heidelberg. Se llevaban a tres tipos a los que arrastraron fuera de un cuchitril de un relojero remendón. Había furia en sus rostros y terror en los otros.
Los tomaron por el pelo; sin soltarlos, cada uno tomó a una víctima a la que hacían girar en círculos a su alrededor, mientras un cuarto marcaba el compás de un baile torpe, anterior a cualquiera manifestación de humanidad. La gente comenzó a agolparse y algunos pocos repudiaron en huida la escena de ese infierno fabricado en un instante y otros, se animaron y comenzaron a aplaudir el grotesco mientras que gritaban: “¡Juden raus, Juden raus!”
El clímax todavía no llegaba y si ese horror no era suficiente para ese circo, el monstruo que alentaba, sugería a los pasantes que les pegaran patadas. Que eligieran un órgano, que él mismo lo sostendría. Elijan: riñones, hígado, culo, corazón y casi todos tomaban una distancia mínima entre el espanto, la sorpresa y cada vez se retiraban, pero más atrás, como espiando. Nadie se iba ya.
Y de entre la multitud, apareció un muchacho que no tendría más de catorce años, encorvado y flaco que se acercó, eligió cuidadosamente a uno, lo miró antes y después gritó hacia el público, orgulloso de su decisión: “Leber!” y el infame que lo sostenía le ofreció el hígado del cordero. Lo pateó unas tres veces. Gritó: “Nieren!” Y pateó cinco veces sus riñones. Después se acercaron otros, que sumándose a la ignominia elegían al azar. De la multitud salían gritos esporádicos gritando: “Juden, Juden”, pero en un momento uno alzó su voz y entonó con voz de aguardiente y hambre: “Deustchland, Deustchland über alles…”. Y la espantosa voz de cien personas al menos que coreó acompañando toda la tragedia como si un raro mecanismo de autómatas hubiera despertado en ellos. Como sonámbulos se retiraron cuando el himno finalizó. La ceremonia terminó, cuando el último acto se cerraba con tres hombres solos, medio muertos en medio de charcos de sangre, perdiendo la vida en su hogar de toda la vida, en Alexanderplatz, en Berlín en este mundo, sin que nadie se animara entonces, ¿se animarían alguna vez? a cerrar definitivamente el telón.
Franz supo con certeza, vio que el odio en los ojos del joven se reproduciría en otros y en los hijos de los hijos de los hijos, de los hijos sin fin. Se habían abierto las puertas de un infierno y él no estaría en el infierno, aunque el infierno se dedicara el resto de su existencia a seguirle los pasos y recordarle en cada pesadilla, cada noche, los ojos furiosos de un joven que odia en la eternidad, en este mundo.
No importaría el escondite. El infierno lo encontraría aunque huyera con los Livingstone a Francia, de allí a Estados Unidos y el infierno que lo alcanzó con la noticia de toda su familia en Dachau; el infierno anterior cuando toda su familia no quiso escucharlo y cuando lo escucharon no creyeron el infierno desatado y después las fotos que sin descanso vería repetidas como llamaradas y se preguntara de esa pila de muertos, dónde estaba Max, cuál era Max, cuál su padre, cuál su madre.
En cada vacío que un hombre común disfruta del descanso a él lo invadiría la promesa del odio que lo iba a perseguir incansable y que tomaría cualquier forma para arrebatarlo y regresarlo a la hoguera.
No habría escondite suficiente y en la noche se le aparecía el pequeño Muck, que odiaba a todos los hombres, con la cara de su hermano, pero que a la vez le gritaba: “Huye, huye, hermano mío. Huye como el pequeño Muck, cálzate las babuchas, no olvides girar tres veces y pegar con el bastón en el piso, eso te hará los pies ligeros como un ave.”
Y Franz voló de un lugar a otro. Primero fue Turquía y no encontró a los seres deformes para su circo porque los seres deformes eran sus seres queridos transformados en horrendas calaveras de dolor y buscó entonces en el Caribe porque el calor era el mismo infierno y al menos el calor estaría en su cuerpo y no en su cabeza. Llegó a Colombia y llegó a lo que pudo o creyó el fin del mundo y odió a los hombres porque lo habían lastimado y odió a su memoria y a la de sus padres desobedientes y eligió otro nombre y el olvido como únicas armas inútiles para alejarse de sí mismo.
Y un día todo empezó a marchar mejor si respetaba ciertos rituales y el refugio en las mujeres, menos en el alcohol y un poco en la patria lavada que ya era suya sin serlo del todo y que los alemanes del lugar llamaban SCADTA, que los alemanes del lugar respetaban su silencio, su nombre nuevo y su nombre olvidado.
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1 Nota de la Historia: Richard Kuhn, premio Nobel de química por esos años y jefe del Departamento de Química del Instituto de Investigación Médica Emperador Guillermo desde 1937. Había establecido vínculos con la Universidad de Pennsylvania, enriqueciendo el intercambio científico entre esa Universidad y la de Heidelberg.
2 Nota de la Historia: Todo esto ha sido desmentido posteriormente para resguardar el prestigio del Nobel. Una lástima. Kuhn lo aseveró de buena fe.
3 El idioma alemán alude con el verbo “spinnen” al trabajo laborioso de una araña que teje difíciles tramas.
4 NSDAP. Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei. Partido nacionalsocialista alemán de los trabajadores.