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Distancia animal

 

Alejandro Suárez

Era jueves y la noche estaba liviana, con algunas estrellas notorias y una luna tímida. Yo caminaba con Restrepo por la carrera séptima, buscábamos comida, aunque él lo hacía exhaustivamente, pues no probaba nada desde ayer en la mañana. Resignado, Restrepo tomó sus  dos cobijas sin lavar —hace siete años—, y se recostó sobre los escalones de la entrada del teatro.

Esa noche, a las diez, tuve más hambre gracias a las luces naranjas de los postes, luces que iluminan a cada testigo del frío y de peleas que, muchas veces, tenían que ver con prostitutas. Las luces naranjas, sobre todo esa noche de mayo, hacían que la calle oliera a sándwich de atún que preparaba una tal Sandra —de 20 años— en la calle y a chuzos de pollo con una salsa de sabor adictivo. Traté  de rogar por un trozo de sándwich, o siquiera, una rebanada de pan. Pero fue inútil, las personas de esta ciudad le huyen a los gatos negros como yo, a mi mirada de color marrón y a mis patas con uñas largas. 

Decidí, entonces, hurgar entre los basureros; no encontré nada, por el contrario, esa fría noche me crucé con Dante, el gato doméstico de la calle quinta. Ese mismo que todos quieren por su delicado pelo grisáceo. En los días de lluvia, Gloria, la dueña de Dante, pasa horas peinando la melena del desdichado felino, que a duras penas la maldice discretamente.

“Gloria puede irse a la mierda, algún día tendré mi oportunidad”, o algo así, dijo Dante esa noche de mayo, en la que nos fuimos a dar un paseo, luego de medio año sin mirar la miel que derramaban los ojos de Fernanda. Ese día Dante pudo escapar, pero no tenía a donde ir —y estoy seguro que no quería sobrevivir como yo—, y además, a la siguiente mañana, su dueña le cocinaría una tortilla de huevo con atún. Caminamos por los tejados de las casas antiguas, nos divertíamos observando las discusiones de las parejas, pero lo que más nos gustaba hacer era espiar la vida de la gente; encontrar una ventana con la cortina medio abierta y husmear lo que pasaba allí.

Un día, por ejemplo, encontramos a una pareja que dormía sobre una pequeña cama. Escuchamos que alguien abajo abría la puerta y subía las escaleras hacia al segundo y último piso con agilidad de como quien olvida algo. Al abrir la puerta de  la habitación donde permanecía la pareja, se escuchó un grito arrojado al viento, uno cortado. La mujer suplicaba perdón por la traición cometida y el otro hombre permanecía sumiso. Ese no era el caso de Antonio —así le llamaba ella—, que se había arrojado al piso a llorar sin freno. Ella se le acercó aun desnuda y lo abrazó, pero Antonio de inmediato soltó un grito más fuerte que el anterior, la empujó,  sacó un revólver y se pegó un tiro. Todos quedaron estupefactos, incluso nosotros; aunque me daba la impresión que Dante quería soltar una carcajada. Y la soltó, la soltó en el momento en que la mujer y el hombre hicieron el amor por cuarta vez en el día,  sin importarles el cuerpo arrojado en el piso.

El viernes se hacía notar con un amanecer claro. Las palomas despertaban. Algunas personas ya abrían sus locales de trabajo. Sonaban tambores y marimbas. Pasaban decenas de estudiantes en filas. De lejos, observé a Fernanda con su trompeta que a veces yo mordía, estaba nerviosa. Dirigía su mirada a todo lugar, me buscaba. Al acercarse, no dejaba de recordar el día en el que me perdió. Un helado de vainilla, el desfile de presentadores y actores de novelas, el autógrafo para Fernanda y un gato negro sin idea del lugar en el que sucumbía. El desfile avanzaba y ellos —Fernanda y sus padres— se iban de mi punto de vista. También alcancé a imaginar que ella pensaba que estaba en su bolso, en el que siempre me cargaba, y que al llegar a su casa, lloró desconsolada, se perdía su Martín, el de los ojos cafés.

Al pasar por el frente del teatro, Fernanda observó a Restrepo roncar. Yo estaba escondido detrás de un poste, esperando a que Restrepo despertara. Ella me extravió aquí y lo recuerda.

 

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