Adriana Marín Urrego
Enero 13. Día Quinto.
La compañía Goyenechus puede dormir, finalmente, más de cuatro horas. Un sueño medianamente decente para lo que venían durmiendo los últimos días, pues tres obras nocturnas y talleres temprano en la mañana no se lo habían permitido. Se levantan distintos. Hacen chistes entre ellos y se ríen mucho. Están alegres, emocionados casi, sin saber por qué. En el transcurso del día van descubriendo que su sentimiento nace del hecho de sentirse plenos en el festival. A pesar de estar a muchos kilómetros de casa, se sienten acogidos, tranquilos. La gente los saluda, los busca, saben que son los colombianos con los que se puede conversar.
El día de la función cada vez está más cerca y eso también los emociona. Son casi los últimos que se presentan y, sin ellos proponérselo, se ha creado mucha expectativa alrededor de su obra “Érase una vez un Quijote sin Mancha”. Ensayan por la mañana, jugando, divirtiéndose como nunca. La responsabilidad es alta y los nervios están creciendo, pero ellos confían en que todo va a salir bien. Mientras tanto, siguen viendo el trabajo de sus otros compañeros y haciendo talleres con directores extranjeros para ver qué más pueden aprender. Esta vez, el taller de la tarde lo impartió un director del Congo que llevó a recrear el dolor de las madres que perdieron a sus hijos por la violencia. Con cantos africanos y movimientos lentos estos actores exploraron una nueva manera de aproximarse a la interpretación.
Enero 14. Día Sexto
El día antes de la función. La emoción va en aumento. Ellos vuelven a distraerse de los nervios con talleres que, al mismo tiempo, los distancian y los acercan a su obra. Esta vez es un taller de Clown con niños. Jugar a ser payaso en compañía de niños es, para ellos, una experiencia maravillosa, les recuerda todo lo que han abandonado en la edad adulta: la inocencia, el sorprenderse, el poder jugar sin pensar. “Ser clown es ser transparente, mostrar lo que uno realmente es”. Eso lo aprenden – o lo recuerdan –, con lágrimas, mientras observan la ceremonia de “Iniciación de un Clown”: un joven, con una nariz, siguiendo sus propios impulsos. Las lágrimas salen cuando el payasito que se está inicando recuerda los motivos por los que decidió ser actor. La emoción que transmite logra que todos lloraren con él. Luego vuelven a reir con una obra de payasos. Otra vez las narices rojas y los vestidos coloridos. Más público. Finalmente es ese, el público, el que hace posible que el teatro exista.
Enero 15. Día Séptimo
Llega el día de la función. Los nervios de todos ya están de punta pues cada vez se hacen más conscientes de la responsabilidad que implica presentar su obra. La gente les pregunta cosas y les desea suerte. La verdad, es que están muertos de susto. Caminan por las calles de Chillán, dirigiéndose a los talleres, ‘pasando letra’, es decir, actuando la obra sin actuarla, repasando juntos el texto que habrían de decir. Ellos, de nuevo con sus camisetas marcadas y su sobrero vueltiao, atraen la atención de la gente que se interesa por saber de dónde son y cuándo se presentan: – Esta noche a las nueve y media. Allá los esperamos –. Van por ahí, ya sin reírse, repitiendo y repitiendo, estudiando para no equivocarse, para que todo salga perfecto.
Cuando llega la noche, ya están preparados – aunque ellos mismos no estén muy seguros de ello –. Mientras se presenta el primer grupo (ellos son los segundos), se visten y calientan un poco. Están nerviosos. Mucho: – Piensen que estamos muy lejos de casa, lejos de la tierra y de las personas que nos vieron crecer, a las que queremos entrañablemente. Piensen que los estamos representando a ellos, acá, frente a todos estos chilenos. Hagamos que valga la pena. ¡Mucha mierda! – dice el director y los abraza a todos como si fueran sus hijos. Entonces salen al escenario, con la energía arriba y mariposas en la barriga, a dar todo de sí. A mostrar su trabajo pero, sobre todo, a jugar y a divertirse. Así lo hacen y el público se muere de la risa. A veces aplauden en la mitad de una escena y los actores deben esperar a que se detengan para continuar. Al final, cuando se dice la última frase y las luces comienzan a disminuir, el público se pone de pie con gritos y aplausos. Aplausos y gritos que se escuchan cada vez más fuerte y que los hacen sentirse orgullosos de su compañía, de su trabajo y de su esfuerzo. La gente quiere tomarse fotos con ellos, pasan y los abrazan, les agradecen por haberlos hecho reír, por haberles mostrado ‘algo tan bonito’. Fotos con señoras, con señores, con niños, con jóvenes. Toda una multitud esperando para felicitarlos y abrazarse con ellos. Invitaciones para volver empiezan a aparecer y surgen otras nuevas. Ya tienen nuevas propuestas. No es exageración, es cierto. Ellos solo sonríen, no caben en sí, la felicidad es muy grande. A medida que la multitud se aleja, ellos permanecen, dan las gracias y se abrazan. – Esto es verdad –, piensan. – Es real – Nunca les había pasado algo así. Eso, para un teatrero, es la felicidad vista de frente.
Enero 16. Día octavo
Es hora de irse. A la una de la mañana – del 17 – sale el bus que los devolverá a Santiago para luego tomar el avión de vuelta a Colombia. Parten después de la clausura del festival. Todavía faltan algunas horas para eso, pero ellos ya le dan la última mirada a la ciudad. Están felices y satisfechos. Todavía no creen del todo que la experiencia haya sido real y que hayan conocido personas como las que conocieron. Tienen, de antemano, un poco de nostalgia. Vuelven ahora a Bogotá, con las ganas de seguir trabajando aún más fuerte, para llamar con ello nuevas presentaciones, nuevos encuentros y nuevas oportunidades. De Chile se llevan un bonito recuerdo, nuevas amistades y muchos teatros a dónde llegar. Es hora de partir – claro está – sin ocultar la sonrisa.