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Diálogo en femenino

El Caminante
El Caminante

Fernando Araújo Vélez (*)

Natascha sonreía. El beso que Carmen le había relatado era, de alguna forma, su propio beso, la unión de su boca con la de un hombre al que le creyó mucho tiempo atrás, en Berna, que ella sería la única mujer de su vida, la parte de la luna que le hacía falta. Embustes, sólo embustes. Natascha murmuró su rencor entreverado en el relato de Carmen, pero no para que Carmen callara, como calló, sino porque se le salió, la apuñaló. No fue necesario que le propusieran que contara todo aquello para que ella dijera que nadie la había preparado para esa gran noche de todas las mujeres, que no es tan gran noche, ¿saben?, tal vez porque nadie te ha dicho qué hacer, qué es eso de ver a un hombre desnudo de repente sin que antes te lo hayan descrito, y sobre todo, quién eres tú, quién debes ser tú, ¿la sumisa, el mueble de placer, el animal sin derecho a réplica? o el ser delicado con sentimientos que en ese momento ya quería decir, gritar, no vuelvas jamás, no te quiero ver en mi vida ni recordar ni pensar ni imaginar.

Natascha acababa de cumplir 16 cuando su marido recién estrenado la cargó como a una hoja para depositarla encima de una cama en un hotel medio. Fue lo único suave que hizo el bestia aquél, dijo aquella tarde, la única vez en su vida que habló del tema, y lo hizo para no tener que hacerlo nunca más, desahogada de los reiterados silencios que había cargado por veintidós años, despojada de aquella mirada oblicua con la que enfrentaba a su señora madre cada vez que surgía el tema del amor y el matrimonio y todo eso.

Porque ella no supo jamás que yo me había casado, al fin, dos días siempre son posibles de refundir, y mamá era tan fácil de embolatar… Yo siempre creí haberla engañado, hasta su muerte, pero después comprendí por algunas frases sueltas que ella lo sabía todo, incluso que le había ocultado la verdad por vergüenza y para olvidar; no por miedo; yo misma me manché con aquel amorío de tres pesos en el que el amor fue reemplazado por la curiosidad, como tu beso, Carmen, y en algo, por esa estupidez de que un hombre no crea que eres estúpida, y luego viene eso del milagro que todas añoramos pero pocas veces aparece; ingenuidades, idealismos, el cuento de la princesa que te leen y te crees.
Un milagro, nada más que eso, nada menos que eso. En el amor todos perdemos, murmuró Natascha al fin, para desencadenar uno de esos silencios que lo dicen todo. Que lo lloran todo.

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(*) Periodista, escritor y editor de El Magazín online y de la sección de cultura del periódico El Espectador. Además, tiene a su cargo la edición de los Lunes Festivos

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