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Demencia parafílica

Aline Hernández

Yo la conocí en el colegio. La recuerdo bien porque no hablaba con nadie pero creo que tampoco nadie quería hablar con ella ya que todos nuestros compañeros le rehuían constantemente. Se pasaba los recesos juntando cuantos animales podía y guardándolos en los recipientes donde traía un rancio lunch, que cuidadosamente tiraba a la basura atenta a que las cuidadoras no la vieran. Recuerdo perfectamente que nadie hablaba conmigo tampoco, la única diferencia estribaba en que de mí se burlaban constantemente y de ella se alejaban, lejos, lejos, lo más lejos posible. Ya en aquel entonces yo podía notar que no era como los otros. Supongo que mi soledad en general me llevó a fijar mi atención en aquella otra eremita, a observar sus actividades minuciosamente, a apreciar todos y cada uno de sus movimientos, gestos y sonidos. Cada vez que lograba atrapar una de sus víctimas emitía un parvo chillido como símbolo de victoria y era ahí cuando los depositaba concienzudamente al interior del ahora vacíotopper, previendo que el resto de los insectos no pudieran huir, sumando un nuevo integrante a la manada de los presos. Fue también por aquel entonces donde ocurrió el evento y digo “evento” porque nada fue igual a partir de esa tarde, ella desapareció, se desvaneció del colegio y nunca volví a saber de ella.

Una tarde, después de volver del receso, la maestra nos explicó que debíamos  trabajar en mejorar el espíritu de equipo, motivo por el cual empezaría a promover trabajos en conjunto. Inmediatamente yo me sentí invadido por un manifiesto nerviosismo. Ya sabía, de antemano, que nadie en el salón querría estar conmigo y si alguien quería, seguramente sería para fustigarme. ¡Aquellas infames criaturas que fingen inocencia! Mientras mi mente vagaba en ensoñaciones en torno a los modos de tortura más eficaces que pondrían en marcha, supe que aquella fuerza autoritaria que buscaba imponer el espíritu colectivo nos llevaría por fin a hablarnos. Éramos los relegados, no quedaba de otra. Tal como esperaba, mis predicciones se cumplieron y Ciparisa y yo quedamos en el mismo equipo, separados del resto de los rapaces que habían sido bendecidos con el don de la normalidad y por ello eran aptos para convivir los unos con los otros. Al terminar la clase no podía dejar de preguntarme si era yo el que tenía que acercarme a ella o si ella vendría a mí y si ella, al igual que los otros, me iba a rechazar tajantemente. Mientras divagaba en mis inquietudes, sentí entonces cómo su intensa mirada logró extraerme del taciturno estado en que me encontraba: una mirada digna de cualquier famoso homicida que ha logrado colarse en los periódicos de los últimos años. Mi decepción entonces fue mayor: ¡ni siquiera ella, aquella esquiva anacoreta, quería saber de mí! Lo que me faltaba. Mi enojo fue tal que decidí entonces acercarme para hacerle saber que yo tampoco estaba contento con los resultados, aunque supiera bien que aquello era una mentira del tamaño de los barcos trasatlánticos que, constantemente, llevan trabajadores en condiciones precarias, produciendo mercancías mientras cruzan los continentes. Por dentro había encontrado cierta alegría en pensar en la posibilidad de tener por fin un amigo. Siempre veía a los otros jugando en los descansos y mi tristeza era tan desalentadora que no hacía más que soñar con circunstancias donde mi madre me informaba que tendría que cambiarme de escuela porque a mi padre le habían dado un nuevo trabajo y nos mudaríamos al otro lado de la ciudad; una nueva oportunidad de sobresalir, de adaptarme, aun cuando siempre albergaba la intuición de que si bien podía cambiar, podía huir lo más lejos posible,  el destino era el destino: nadie quería saber nada de mí, ni aquí ni en Tombuctú. Frente al desesperanzador panorama, mi cuerpo falto de instrucciones tomó la iniciativa de pararse y caminar hacia ella.

 Oye, Ciparisa –le dije-, quiero que sepas que a mí tampoco me hace ilusión trabajar contigo, siempre te he considerado bastante rara y no creas que no he visto las perversas formas en que privas de su libertad a todos los insectos que se te ponen enfrente, para hacer quién sabe cuántos macabros experimentos en tu casa.

La descendiente de Amicleo me miró con tal desprecio tras haber escuchado mis palabras, que no pude más que guardar silencio y observarla con ojos de culpable. Finalmente ella tomó la iniciativa y me dijo que tendríamos que vernos en su casa ya que nadie iba a ocuparse de llevarla y recogerla, así que por más fastidioso que resultara, tendría que ir con ellaY enunció entonces la última orden: Dile a tus padres que no vengan por ti. Mañana te entregaré un papel con mi dirección después de haber pedido permiso a mi mamá, que seguramente no se negará porque no le importa un bledo lo que ocurre fuera de su apesadumbrada realidad. Tras esto tomó su mochila y, después de hacerme a un lado de forma poco cordial, salió del salón dejando un aroma que oscilaba entre muerto y lavanda.

La realidad fue tal como la preconcibió. A la mañana siguiente me hizo llegar en un amarillento recorte de revista su dirección, junto con las instrucciones:

Prefiero que no te acerques a mí mientras no sea estrictamente necesario. No queda más que librar esta estúpida tarea de modo que te espero el viernes a la salida de la escuela. Mi dirección es Río Sonora 810, colonia Vista Hermosa, por si quieres dársela a tus padres. 

Durante el resto de la semana me dediqué a seguir sus instrucciones y me limité a mis actividades cotidianas: verla privar de su libertad a aquellos indefensos animales que carecían de la fuerza suficiente para librarse de sus sudorosas manos, sopesar si mi situación cambiaría una vez llegada la mayoría de edad y finalmente, sentir un vastísimo desagrado por todos aquellos mocosos malolientes con quienes tenía que compartir mi espacio vital. El viernes llegó por fin y al salir del colegio la vi parada en la acera de enfrente sosteniendo con determinación una oxidada bicicleta que, al parecer, le servía como medio de transporte. Dubitativo, crucé la acera y al llegar  donde ella estaba me ofreció un viejo casco que tenía toda la pinta de haber pertenecido a un soldado de la segunda guerra mundial y que a todas vistas me doblaba el tamaño de la cabeza. Me indicó que me sentara en la parte trasera de aquel viejo trasto al que le quedaba poco para pasar a ser chatarra. ¡Si mis padres supieran!-  Pensé mientras me montaba.

Nunca había visto a alguien pedalear con tanta fuerza y menos tratándose de una niña: aquella despavorida criatura de la oscuridad, en un magno esfuerzo por trasladarnos a ambos, nos hizo cruzar enormes avenidas hasta adentrarnos en el corazón de aquella colonia de la clase alta, donde familias que habían saqueado a la ciudad, hoy vivían en calma. Supongo que la clase alta no difiere mucho geográficamente; todos llegaron ahí a costa de pisar a otros y todos construyen sus enjambres cercanos los unos de los otros por aquello de que “hay que mantener a los amigos cerca pero a los enemigos todavía más”. Atravesamos algunas de las excepcionales calles que conformaban aquel territorio hasta que doblamos en una oscura calle cubierta por frondosas jacarandas, donde, justo a la mitad, ella me indicó que me preparara para bajar los pies ya que estábamos por llegar. Nos detuvimos ante una colosal puerta de herrería negra. Ciparisa, tras bajar los pies para sostener la bicicleta, sacó de su bolsillo un pequeño aparato negro que aparentemente servía para abrir y cerrar aquel portón. Juntos caminamos a paso lento mientras su bicicleta emitía unos sonidos que daban cuenta de su antigüedad. La privada estaba conformada por cuatro majestuosas casas, dignas de la puerta que las protegía. Ella vivía al fondo, en una vieja y enorme mansión que en el exterior obedecía a una estereotomía porfiriana ya en decadencia. Al abrir el portón, nos internamos en un enorme jardín que pronto nos condujo hasta una rotonda donde había una vieja fuente cubierta con fango y, finalmente, a la entrada principal de aquella casona pseudogótica. Al abrir la puerta, fuimos recibidos por una extensa camada de caninos que parecían venerar a aquella extraña criatura y mientras ella los hacía a un lado murmurando algo inentendible para mis oídos, yo pensaba que la situación, sin duda, iba tornándose cada vez más inverosímil. Al ingresar a la casa, ella me condujo inmediatamente a la cocina donde me ordenó que comiera lo que pudiera encontrar en el refri mientras ella atendía otros asuntos. Perplejo, al verla partir, pensé lo diferente que resultaba aquel lugar de mi propia casa. Por supuesto que su madre nunca apareció, es más, ni siquiera dio señales de vida, situación que me era completamente ajena, teniendo en cuenta que mi madre se caracterizaba por ser una encimosa criatura que apenas me dejaba respirar.

No sé cuánto tiempo habrá pasado, lo que sí sé es que ella no volvió. Tras percibir cómo la ausencia de Ciparisa volvía más pesado el tiempo, tomé la iniciativa de ir a buscarla pero ¿cómo encontrarla en aquella casa de mil puertas? Cada una de ellas me producía más miedo que la anterior. Pronto empecé a notar que la casa entera estaba cubierta por una densa capa de polvo que dificultaba enormemente la respiración. Mi garganta entonces emitió, casi a modo de susurro, su nombre. Mientras caminaba, el susurro fue adquiriendo fuerza, hasta que se convirtió en grito. Al final de uno de los pasillos encontré una enorme escalera que conducía a la estancia superior, la misma que decidí tomar. Cuál fue mi sorpresa cuando vi una puerta de vidrio y, tras ella, en el interior de la habitación, a aquella lunática tendida en el piso contemplando fijamente, boca abajo, la mirada de uno de los perros, mientras este parecía estarla hipnotizando con su respiración. Mi cuerpo fue atravesado por un estremecimiento: sentí que estaba viendo un fantasma y, como pude, volví a gritar su nombre, logrando esta vez llamar su atención.  Su rostro inmediatamente giró hacia la puerta mientras sus manos hacían una serie de ademanes invitándome a pasar.

 Te tardaste mucho -me dijo. ¡Cómo que me tardé mucho -pensaba yo- si no me dijiste a dónde tenía que ir, te fuiste así sin más! Pero no le dije nada. Me limité a admirar su liviano cuerpo reposando sobre el piso. No era la primera vez que un cuerpo femenino me producía deseo, sin embargo, esta vez había algo diferente, algo inexplicable.

¿No vamos a trabajar? -le pregunté. Y ella, ignorando por completo mi pregunta, empezó a contarme una historia. Los perros, me explicó, habían pertenecido a su padre. Tenían encima más de dos mil años de historia y se hacían llamar xoloitzquintles.

Yo no podía más que asombrarme al notar que mientras hablaba, uno de los caninos lamía obscenamente su rostro aunque ella trataba de hacerlo a un lado. Y prosiguió: Estoy segura que mi padre se encuentra todavía vagando por este mundo porque el sacrificio nunca ocurrió. ¿Tú sabes que hay que sacrificar un objeto amado después de la muerte? Mi perplejidad crecía cada vez más ¿De qué estaba hablando?

Entonces, me armé de valor y le respondí: Ciparisa, no tengo idea de qué me estás hablando pero sé que vine a hacer un trabajo y me parece que al paso que vamos, lo estaremos terminando a media noche.

¿¡No puedes escuchar lo que te digo!? -me gritó enfurecida- ¡Estoy tratando de explicarte algo importante! ¡Si decidí trabajar contigo es porque tú tendrás que ayudarme en esta misión y mientras trato de explicarte tú no haces más que referir a cosas mundanas como la maldita escuela!

Definitivamente lo que aquella criatura me estaba tratando de comunicar me dejaba cada vez más vacilante. Nos encontrábamos en el interior de una antigua habitación llena de gruesos tomos de enciclopedia cubiertos de piel, los cuales tapizaban las paredes. El hedor que desprendían aquellos libros se mezclaba con los orines de los perros que seguramente estaban por todas partes. Mi respiración se tornaba cada vez más densa al ver cómo aquel perro que antes había estado lamiendo su rostro ponía el culo sobre el pecho para examinar con la nariz la entrepierna. Absorto, no comprendía cómo es que ella no decía nada, ni siquiera se inmutaba frente a aquella acción. Ahí entendí que estaba viviendo una situación ajena a este mundo y fue en el momento en que la iluminación llegó a mí cuando  tuve que despabilarme gracias a un grito pelado que me estaba acusando de ser un frívolo profano incapaz de comprender asuntos de mayor importancia. ¡Cacatúa hedionda! Empezó entonces a gritar y mientras recobraba la fuerza para levantarse del piso, sus gritos se hicieron cada vez más hirientes.  Entonces traté de explicarle que todo ello me parecía sumamente extraño. ¡Cacatúa hedionda! ¡Cacatúa hedionda! ¡Cacatúa hedionda! Gritaba hilarante mientras me rodeaba dando zancadas y escupiéndome en el rostro en las pausas destinadas a recuperar el aliento. ¡Cacatúa hedionda! ¡Cacatúa hedionda! ¡Cacatúa hedionda! Siguió diciendo hasta que una fuerza se apoderó de mí y logré tomarla de los brazos y sacudirla hasta que su mirada se tornó más apacible.

¡Felipe! -Ella sabía mi nombre, era la primera vez que la escuchaba pronunciarlo. Nunca antes me había llamado así- ¡ya tendrás una vida para dedicarte a cultivar lo que los otros esperan de ti! Frente a ti se ha presentado una oportunidad que pocas veces se le presenta al resto de las cacatúas humanas con las que convivirás toda tu vida, una oportunidad para participar en un extravío de la cotidianidad ¿qué no lo ves, repugnante párvulo? Ahora pon atención. Ellos -me dijo, haciendo referencia a los perros-, deben de acompañar a mi padre al Mictlán. Él se quitó la vida el año pasado para salvarme a mí, pero mi madre fue incapaz de llevar a cabo la ceremonia sagrada para dejarlo descansar en paz y consumar el evento.

Estaba yo cada vez más mareado entre los desvaríos de Ciparisa, la hediondez de la habitación y las fijas miradas de aquellos grotescos animales que me hacían sentir que debía salir corriendo cuanto antes de aquel recinto maldito. La luz de pronto parecía faltar. Aquellas pesadas cortinas se tornaban cada vez más molestas. Entendí que en el interior de aquella habitación, donde ambos nos encontrábamos, otro tiempo se vivía, un tiempo que en cierta forma lograba convivir con los otros pero al mismo tiempo era independiente. Era un tiempo fuera del tiempo, un tiempo sin espacio y cuando el tiempo no tiene espacio se libera de aquello que lo constituye como tiempo, siempre en relación a algo más. Definitivamente un tiempo sin tiempo es lo único que puede librarnos del espacio. Estábamos entonces ambos sumidos en aquella no-dimensión. Repentinamente ella, con su largo y purpúreo  cuerpo, se dejó caer al frío mármol que cubría la superficie del piso colocándose a cuatro patas sobre la superficie. Sus delgados dedos empezaron a recorrer uno por uno aquella frialdad material. Se extendían lentamente hasta que la palma de la mano con sus respectivos metacarpos se deslizaba y alcanzaba el doblez impuesto por los dedos para permitir que la operación volviera a ocurrir. Un vaporoso rumor emergía como resultado de aquellos casi imperceptibles movimientos. Lento, ella avanzaba. Tenía la mirada clavada en su objeto de deseo. El más oscuro de todos. Un objeto que también la miraba, que imponía una mirada retadora que la alimentaba dándole energía suficiente para seguirse desplazando. Aquel ser se dirigía hasta su objeto de deseo, despaciosamente, con todo el estoicismo del mundo. No lo perdía de vista ni un solo segundo. Éste parecía a veces impacientarse por la retardada llegada de aquel ser antropomórfico. No lograba comprender por qué aquella criatura estaba aplazando tanto el encuentro, pero aún así la aguardaba, observándola con una mirada de angustia, con una angustia que parecía suplicar la cercanía que aquel violáceo y gélido cuerpo podía ofrecer y que tanto estaba tardando en consumarse. Una frialdad que cuesta trabajo conseguir, que sólo con muchos años de soledad, de vivir bajo las sombras y que tras una constancia inigualable se llega entonces a vislumbrar.

De pronto, el objeto de deseo, cansado de tanta espera, se sentó. El cambio de movimiento sin embargo no interrumpió la persistencia de la mirada. Ambos seguían estudiándose meticulosamente el uno al otro. Mientras tanto, pude notar que el recorrido de Ciparisa dejaba tras de sí un pequeño camino de sangre que otro ser de la misma naturaleza del objeto del deseo se encargaba de limpiar. Éste, a cuatro patas, lentamente desplazaba su lengua por aquel frío mármol. El contacto lograba por cuestión de segundos helar su lengua, una gélida lengua que proseguía a introducir en el paladar para degustar el sabor que aquel espeso líquido dejaba en la superficie y luego repetir la dinámica.  Aquel grisáceo ser lamía con una concentración intransigente las pequeñas gotas de sangre, sustancia que le provocaba escalofríos de placer. Quería más pero para obtenerla tenía que seguir forzosamente el ritmo de aquella otra mordiza que estaba dejando aquellas suculentas gotas tras de sí. Entonces, aquella niña era el objeto de deseo de aquel lamedor de sangre y así los objetos de deseo se vinculaban entre sí en cadena. De pronto Ciparisa se sentó. Sus delgadas manos tomaron con delicadeza sus tobillos hasta dejar ambas piernas lo suficientemente separadas. Una inmaculada visión se presentó: gracias al hilo de luz que se colaba por las cortinas me era posible ver los contornos que daban forma a sus bellos genitales. Sin darme cuenta mi pantalón se humedeció gracias a una densa sustancia que representaba el placer que aquella situación me estaba provocando. El objeto de deseo dejó de estar sentado. Lentamente se acercó a aquella hermosa criatura y con la delicadeza del ser amado, empezó a lamer el pequeño charco de sangre que se había formado en medio de ese vacío enloquecedor. Terminó de lamer el charco. Sabía que quería más. Movió entonces su cuerpo hasta llegar a colocar la punta de la lengua en aquella cavidad por donde la sangre salía. Aquella sangre era vida.  Vida que pronto llegaría a su fin. Ciparisa extrajo entonces una pequeña navaja de la bolsa de su vestido. Yo que me encontraba cada vez más turbado, logré distinguir algo demoniaco en su mirada, como si se encontrara poseída. Con su mano invitó entonces al objeto de deseo elegido para guiar al padre por el camino. Éste a su vez no rehusó la invitación y pausadamente se acercó hasta ella. Fue entonces cuando aquella posesa rebanó el cuello del canino. Gritos ensordecedores se colaron entonces por una de las puertas que conectaban con el cuarto donde se encontraba la fantasmal madre, gritos de cólera, de dolor, lamentos del inframundo provenientes del enfermo vientre de aquella mujer que había dado a luz a aquella cárdena rapaza. El difunto padre había dejado por fin de vivir al pie de la sombra materna.

Dicen que los animales pueden sentir el dolor, pueden conectarse con el ser que sufre y absorber el suplicio. No sabemos si sea cierto o no pero lo que ocurría en aquella habitación nos hacía sentir que lo era. Aquellas bestias que en la mente ajena se transformaban en objeto del deseo, lograban conectarse con ella a través del dolor. Era el calvario lo que los conectaba. Recordemos el nombre de la niña. Parece ser que obedecía al llamado de Ciparisa. Al contrario de lo que cuenta la mitología, no era la hija la que había dado muerte al ciervo, sino el ciervo había acabado con su propia vida. Ella entonces había sido concedida, después de muchos ruegos, con el don de vivir el duelo eternamente y el cuerpo de aquel canino sería el ciprés que funcionaría como medio para el eterno suplicio. El espíritu del perro lograría finalmente la exención del padre guiándolo para atravesar el apanohuayán y conducirlo al lugar de los muertos, sitio donde finalmente lograría descansar. Él ya no se presentaría más pero, el recuerdo de su ausencia, corroería cada centímetro de aquella casa donde anidaban toda clase de animales, animales que se metían por la vagina de la madre hasta llegar a los órganos vitales, produciéndole una mezcla de dolor que estribaba entre la presencia de aquellos bichos en su interior y la ausencia que había dejado la retirada de una figura paterna. El dolor consigue su alimento en las ficciones que nuestra mente crea. Gota por gota devora los sesos, mientras los otros circulan por las avenidas con una celestial holgura, propia de los dioses que en vida dedicamos a alabar pero que no son más que cataratas que poco nos dejan ver. Si ella levantara el fino rostro podría ver los ojos de su padre en el objeto de deseo, pero las sensaciones que producían los pliegues de la lengua de aquel animal, que retorcía lentamente sus papilas por aquella cavidad no dejando escapar nada, le impedían darse cuenta de la nebulosa presencia que atisbaba a mirarla de reojo sin poder paralelamente dejar de  lamentarse por haber huido, por haber tomado la decisión de colgarse en aquel amplio baño, de dejar en vida lo que en la muerte habría de pesarle el doble, por haber permitido que su hija creará una ficción para sublimar el tormento. Fue ella quien lo encontró en aquel baño, con la endeble cabeza sostenida por la soga.

Hoy creo que mi memoria no llegó a almacenar en las profundidades del recuerdo el  año en que el evento ocurrió. Sólo sé que tras aquella visión, sucumbí a una irremediable soledad. Después del infortunado evento, ella se alejó de este mundo, igual que yo me alejé del que habitaba para orar por los sacrificios cometidos por aquella solitaria criatura que fue capaz de acabar con la vida de su ser amado, en un acto de contrarrestar aquella inercia que implica el recuerdo de haber amado y el dolor que éste había dejado tras de sí, el cual se había albergado justo en el centro del pecho. Aquel evento logró entonces consolidar en mí un irremediable miedo a amar y ser amado.

Fotografía: Dusan Beno. mirartegalería.com

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