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¿Demasiado pronto o demasiado tarde para el posconflicto en Colombia?

 

paz
Claudia Porras

Alberto Bejarano 

“TE METIERON en una bolsa negra

y te llevaron al monte 

yo por entre los matorrales los seguí 

Los hombres decían chistes

cavaban y reían 

Cuando las cosas empezaron a calmar

fuimos al monte y te trajimos a la casa

para que no te sintieras solo, hermano 

Ahora estás en el solar 

A tu lado sembramos un ciruelo,

el que da las frutas que tanto te gustan 

y todos los días lo regamos con agua

y con lágrimas”

(Horacio Benavides, Conversación a oscuras)

 Me ha correspondido el honor de compartir este Agora con el pensador francés Gilles Lipovetsky para “intervenir” filosóficamente con una mirada local sobre el tema del individualismo en el posconflicto. Me honra poder presentar al profesor Lipovetsky, dirigirme a él y a ustedes. No podría dejar de evocar aquí la responsabilidad que significa asumir estas palabras en público y, por ello, invoco las posturas de Deleuze, Edward Said, Estanislao Zuleta y Fals Borda: no se puede hablar en nombre de otros. Así pues, al referirme al conflicto armado colombiano (cuyo léxico estuvo y está vedado para/por algunos), hablaré solo desde la modesta posición de un intelectual específico.

 La tesis central de la obra de Lipovetsky apunta a describir detalladamente las manifestaciones más contemporáneas y sobre todo las más cotidianas de lo que él llama, “transestética” como una forma de producción cultural basada en una economía estetizante de carácter global que parece abarcarlo y penetrarlo todo. La estilización intensiva del mundo genera el efecto de una individualización exacerbada que el profesor Lipovetsky ha ido caracterizando como neo-narcisismo desde La era del vacío en 1983, pasando por La pantalla globalLos tiempos hipermodernos, y otras obras destacadas, hasta la más reciente que viene a compartir con nosotros esta semana, La estetización del mundo (2015), cuya tesis principal es la siguiente: “proponemos la idea de que está en marcha una cuarta fase de estetización del mundo, remodelada en lo esencial por lógicas de comercialización e individualización extremas” (p 20). Una de las marcas de esta nueva fase es la des-politización.

 Si uno va a cualquier centro comercial en Bogotá no solo no verá la guerra, sino que solo encontrará la individualización reinante. Sin embargo, es necesario ver el conjunto de nuestra historia con nuestro presente globalizado. Podría decirse que una de las causas de la violencia en Colombia no ha sido la des-politización sino la más ultra-politización (con muchos visos de banalidad del mal) desde el periodo de la Violencia en los años cuarenta y cincuenta. Dicha politización llevó a los peores extremos de barbarie y de deshumanización en las masacres y torturas que se volvieron parte del paisaje colombiano, hasta hoy. Baste con citar solamente lo que ocurrió con la Unión Patriótica. Uno de los genocidios políticos más grandes de la historia (cinco mil víctimas). El exterminio sistemático de todo un partido político de izquierda en la década del ochenta y noventa, -en un escenario similar al actual, en el que se intentaba llegar a una paz negociada- por lo cual hay procesos pendientes para el Estado colombiano. No obstante, convivimos con las dos lógicas, la despolitización posmoderna y la ultra-politización de una precaria modernidad.

 Ahora bien, si la filosofía es ante todo “critica”, en el sentido de obligarnos a pensar un problema desde lo impensable, si la filosofía es una pregunta incesante por lo contemporáneo, definido por Nietzsche como “aquello que llega demasiado pronto o demasiado tarde”, deberíamos preguntarnos cuáles son las condiciones (de lo pensable y lo impensado) desde las cuales tratamos de abordar el “posconflicto” en Colombia, como un acontecimiento que puede llegar “demasiado tarde” o “demasiado pronto”. Es demasiado tarde para millones de víctimas, nombrables e innombrables, figuras y figurantes, especialmente para tantos anónimos que no tienen aún un lugar en la Historia monumental. Tarde para mi bisabuelo, huérfano después de la batalla de Palonegro en la Guerra de los Mil Días. Tarde para mi abuelo, huérfano después del asesinato de Gaitán el 9 de abril de 1948. Demasiado pronto para los que capitalizan las guerras a su favor. Es imposible no evocar el discurso de recepción del premio nobel de Gabriel García Márquez, “La soledad de América Latina” (1982), donde nos recordaba que debemos pensar en nuestros propios términos, sin que ello implique dejar de dialogar y de nutrirnos con las miradas globales, en las que inevitablemente estamos insertos, de formas muchas veces inconscientes. De allí la relevancia, interés y expectativa que genera la presencia del profesor Lipovetsky esta tarde entre nosotros.

Si bien es cierto en Colombia puede verse toda la gama de dinámicas estetizantes estudiadas por el profesor Lipovetsky, -incluso en muchos casos más exacerbadas que en el otrora primer mundo-, nuestra historia contemporánea ha estado marcada también por setenta años de violencia ininterrumpida, dividida en ciclos variables según los analistas, con posiciones muy distintas como pudimos verlo en febrero de este año con el Informe de la Comisión histórica sobre el Conflicto Armado –que no pudo llegar a un consenso mínimo- y lo seguiremos viendo con una futura Comisión de la Verdad. Para decirlo en otros términos, convivimos con lógicas que se superponen en varios momentos: un pasado arraigado de ultra-politización en el que el “otro” es exterminado, un presente de hiper-individualización y a la vez la existencia de formas micropolíticas muy activas y dinámicas en espacios ambientales, étnicos, culturales, de género, etc.

 Quisiera entonces plantearle un primer interrogante al profesor Lipovetsky: si el individualismo opera en todas las facetas de la vida cotidiana, ¿cómo pensar otras formas de sociabilidad que reconfiguren lo político, mucho más en un contexto de posconflicto como el nuestro?

 Quisiera evidenciar algunos poros en el sistema de la hiper-modernidad. Así como hay una influencia totalizante de los modelos de consumo de economía cultural y estética, también hay posibilidades de proximidad critica, en un plano que se desplaza más en un eje sur-sur. Dichas posibilidades las veo en el arte. Quisiera dar un solo ejemplo de lo que puede hacerse con el arte para intervenir la memoria, la verdad y el dolor (reconociendo que hay muchas muestras valiosas entre nosotros, en teatro, documentales, artes plásticas y visuales, performances, poesía, etc). Lo vimos el año pasado en el Museo de Arte del Banco de la República, frente a esta misma Biblioteca, con la exposición “Fortuna” del sudafricano William Kentridge, y su montaje teatral “Ubu y la Comisión de la Verdad”, en el cual había un diálogo creativo (polifónico), político y critico entre la obra de teatro del francés Alfred Jarry, “El rey Ubu”, -fines del siglo XIX-, y los archivos de la Comisión de la Verdad de Sudáfrica, centrados en los testimonios de las victimas del Apartheid. En la obra se creaba una serie de dispositivos para hacer-oír los relatos de las victimas, y a la vez, para ver de frente la extrema fragilidad de los victimarios. El horror grotesco del verdugo contrastaba con los dibujos, fotografías y voces de las victimas, para que el espectador pudiera experimentar, al menos por un momento, lo difícil que es comprender la guerra, las heridas y los duelos que quedan más o menos abiertos en un posconflicto y mucho más allá (pienso también en la novela Desgracia de Coetzee). Creo que en este tipo de intervenciones, en formas archivisticas (en la transdisciplinariedad y política que sugiere Didi Huberman), tenemos todo un camino por recorrer en/con las nuevas instituciones y programas de memoria en Colombia. Un artista como Kentridge, no solo documenta y pone en escena, sino que crea nuevas condiciones para pensar lo impensable: la infamia, el horror. ¿Cómo conjugar a Narciso con Antígona?

 Finalmente me gustaría abrir el debate con el profesor Lipovetsky, planteándole este segundo interrogante: suponiendo que el posconflicto permita re-pensar a profundidad el espacio de lo común, con nuevas prácticas políticas, más creativas y performativas, –como esperamos muchos-, pero inmersos en un mundo hiper-mediatizado, ¿cómo encontrar formas de expresión que no trivialicen la memoria de las víctimas y los victimarios (como ya se ha visto últimamente en telenovelas y series), sino que contribuyan a una comprensión más profunda de lo que ha sido el conflicto armado en Colombia? ¿Quizá una combinación de canales y medios comunitarios en red, aprovechando todos los recursos digitales disponibles, podría ser una alternativa?

 Además del neo-narcisismo que padecemos en el mundo hiperglobalizado de hoy, también sufrimos en Colombia de una profunda orfandad al ser hijos y nietos de la violencia, aunque en distinto grado. Pero no todo está perdido, pues somos igualmente nietos del Coronel Aureliano Buendía e hijos de Melquiades…

 

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