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Delinquir por Bécquer

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Sorayda Peguero Isaac

“Estás en la lista de los más buscados”. Kathy me lo dijo muerta de risa, pero no era broma: mi carnet estaba expuesto en una vitrina de la biblioteca, a la vista de todos. Me estaban buscando. Como a los forajidos del Viejo Oeste. Como a los maleantes de las películas de gangsters. Me buscaban por un delito que yo no sabía si era mayor o menor: secuestrar a Bécquer.

Recuerdo que, por aquellos años, a los nuevos nos llamaban “pinos”. Era una costumbre antigua en la universidad. Después de una semana de pruebas y de conversaciones “profundas” con una psicóloga, finalizaron las jornadas de orientación. Me entregaron un carnet –con mis datos personales y una foto tamaño 2×2– y, oficialmente, me convertí en una universitaria. Visitar la biblioteca fue una de las primeras cosas que hice. Había estado en la Biblioteca Nacional pero nunca antes en la biblioteca de un centro de estudios que fuera tan grande como aquella. En un momento de dudosa iluminación, y en lugar de preguntar al personal experto, opté por preguntarle a mi compañera Kathy por los pasos que debía seguir para llevarme un libro a casa. No recuerdo muy bien los detalles de su embarullada explicación. Concluí que debía entregar mi carnet a una de las muchachas que había tras el mostrador y echar a andar por el campus, con ‘Rimas y leyendas’ de Gustavo Adolfo Bécquer en mi mochila y con una emoción que me dibujaba estrellitas temblorosas en las paredes del estómago. Loca por llegar a mi casa. Yo era un cuerpo –con muchos más huesos que masa– sacudido por una ola de romanticismo pueril. Una fiebre pasajera con nombres seguros: Bécquer, Isaacs, Emerson…

El libro era precioso. Estaba forrado con una tela color verde olivo. Las letras impresas en la cubierta eran doradas y la tipografía clásica, muy elegante.

El affair con Bécquer me duró cuatro días. Como escribió el poeta, en su rima XXXI: “Nuestra pasión fue un trágico sainete”. Una historia breve, con un final abrupto y vergonzoso. Al parecer, había cometido una falta grave. La bibliotecaria me fulminó con una mirada de buitre trasnochado y, con el dedo índice, señaló un sello que había en la primera página del libro: «Reserva», decía. ¿Y yo cómo iba a saber lo que quería decir eso? Era un “pino”. Me aclaró, con cara de profundo hastío, que los libros señalados con este sello no debían sacarse del campus.

Fui condenada al pago de una multa, y una restricción me mantuvo alejada de la biblioteca durante un tiempo. Un tiempo que se me hizo largo, eterno como un día sin pan. De la vergüenza se ocupó el olvido, que la borró lentamente. La multa me importó poco. Después de todo –pensé–, no había nada más romántico en el mundo que delinquir por Bécquer.

 

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