Fernando Araújo Vélez y Alejandro Araújo Larrahondo
Amar a un solo hombre, según las normas de los humanos, terminó por sumirla en una triste, lóbrega soledad compartida, porque ella comprendió cuando ya era muy tarde que su entrega total, su exclusividad, jamás harían que aprehendiera a aquel hombre, y esa era su principal tragedia.Antes de todo, y todo fue nada, los días, las charlas, un libro, alguna película, un par de canciones, la distrajeron y le reforzaron la idea de que un hombre sería su salvación, y un día llegó ese hombre, y con él, el amor, y ella se aferró a los dos, y ellos dos fueron todo, y ella empezó a ser nada, aunque en un principio fuera una nada sonriente y siempre dispuesta, una nada ilusionada que se decía a sí misma “siento”.
Pero fue una nada ilusa en realidad. Lo comprendió con los años, cuando se le cayó el velo de la ilusión, del amor, del todo, y entendió con sus vísceras y con sus huesos, y hasta con su locura, que aprehender a ese hombre o a cualquier otro era un imposible. Aprehender a alguien era un imposible. Sin embargo, por buscar ese imposible ella había jurado lealtades y fidelidades. Luego se transformó en una nada prisionera de sus viejas promesas, hechas por otra ella, en otro tiempo y bajo distintas circunstancias, una nada de nada que, además, compartía su soledad en vez de vivirla a solas. Inmersa en su vacío, y desde allí, concluyó una noche que si se largaba o aquel hombre moría, ya no tendría nada que perder.
Pero aquel hombre no era culpable de nada, o de casi nada, pensaba. Era ella quien le había creído a la idea del amor para toda la vida, del amor salvación. Era ella quien había soñado con aquello de que fueran dos en uno, y fue ella quien más de una vez le reclamó porque no compartían o, en últimas, porque no eran ese dos en uno tan anhelado. Fue ella quien no supo deducir que el amor era mucho más que sentir. Era observar, analizar, evaluar, valorar, ser capaz de encontrar en aquel otro lo que de interesante había en él. Era admirar, pero ella no tenía herramientas para admirar. Era confiar, pero ella no sabía cómo confiar. Era encontrar los mil significados que tenían sus frases, pero ella no iba más allá del simple y ramplón sentir.
Después de meditarlo semanas y semanas, decidió eliminarlo de todas formas. Él era la representación de los opresores. Él, en nombre de todos los hombres que en el mundo habían sido, era la personificación del más grave de los crímenes: asesinar la ilusión. Así se lo diría a los jurados si es que lograban descubrirla y encontrarla y juzgarla. Así se lo gritó a él cuando ya todo fue muy tarde, y cuatro enfermeros muy fuertes y muy blancos la arrastraban para meterla a una ambulancia y llevarla a un sanatorio mental, mientras él fumaba, sentado en una mecedora de su casa, y le hacía gestos de adiós con una mano.