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Decadencia

Plazoleta

Carlos Orlando Posada *

Sentado, dando la espalda a la estatua de Sebastián de Belalcázar, veo la universidad: estudiantes que poco a poco llegan, la mañana es gris, la lluvia es constante, la gente cabizbaja camina rápido, el frio es penetrante. Me froto las manos y el vaho que sale de mi boca es como humo. Qué delicioso ver  como se desvanece entre la lluvia y la luz matutina.

No hay vendedores. Son otros años. Solo un lustrabotas, él es amigo del rector y profesores, comparte con ellos mientras lustra sus zapatos, los trata como afectos contándoles anécdotas y chascarrillos en su lenguaje procaz y sin rodeos. Decanos y profesores charlan con sus alumnos y alumnas, aunque son muy pocas las que entran a esta universidad. Gente que va de un lado para  otro buscando sus lugares de trabajo. La plazoleta es un caldero donde se cocinan ideas, conversaciones intelectuales, es un centro de reunión. Hay estudiantes de todos los talantes, futuros abogados, juristas y legisladores. También muy pocos comerciantes, en especial, algunos de esmeraldas, para hablar sobre una de las riquezas de nuestro país. Paisanos vestidos a la usanza de la época, de hablar campechano. Su acento regional los hace más atractivos. La romana y el Pasaje llenan el ambiente con el aroma del café más suave del mundo.                                                            .

El orgullo de bogotanos y profesionales egresados de esta universidad es la plazoleta  del Rosario. Estar allí era algo presuntuoso para un pueblerino recién llegado a la capital. Podía saborear las mieles de la cultura, la política. Escuchaba foros para la formación, tan deseados y añorados a pesar que poco los he vivido. El  tiempo con su ritmo imperdonable avanzó y la población con su premisa de prosperar fue deteriorando su evolución positiva.

El trabajo, las obligaciones y la rutina acabaron con mis sueños y me distrajeron sometiéndome a una vida que llevo como carga, sin dejar de soñar y añorar las enseñanzas sabias y altruistas, las que nos llevarían a ser un país pujante en riqueza material e intelectual. Pero la riqueza es destruida por la forma de pensar y obrar que se cuelan solapadas y burlonas, corrompiendo los individuos con sus  riquezas de dudosa procedencia. Dejando un lastre del cual no hemos podido salir, llevándonos a ser el país más señalado por su violencia, por la decadencia de sus dirigentes, la corrupción de sus instituciones, donde sus líderes y gobernantes se enredan y  ofenden en chismes de comadres, mostrando su avaricia, ganas de figurar, creyendo que esa mediocridad mediática los hace más sabios en sus morbosas formas de sostener el poder. Proclives a destruir el país, que a brazadas de ahogado trata de salir a flote.

Y la prosperidad, esa pujanza y gallardía, se desvanece y deteriora con la cultura que nos abraza. Una sociedad de ricos sin futuro, delincuencia cobijada por leyes acomodadas en un carnaval donde la decadencia nos carcome como el óxido, llevándonos a épocas de barbarie e intolerancia.

Al llegar con el afán, el caminar ligero y el acoso de las necesidades propias del desarrollo, deambulo y estoy frente al sitio que ha sido poblado. No es la plazoleta: parece una plaza de mercado donde se comercian frutas, verduras, artesanías. Todo ha cambiado, hasta el clima es diferente, un calor sofocante y la gente está en ropa más vaporosa. Hay vendedores de todas las condiciones sociales, que maltratan el idioma con sus gritos, algarabías y pregones, toldos de comidas sin control ni discriminación. Vendedores de esmeraldas y diversas joyas que engañan a turistas y paisanos. Decanos y profesores que salen del  parqueadero subterráneo en sus carros sin detenerse a mirar cómo va en menoscabo lo que antes era su orgullo, fuente de su bien estar, su mismo futuro. Indigentes, chiflados pregonando religiones y ciencias alienígenas que nos llevan a la incredulidad.

Oteo una esquina, veo cómo la gente destruye con su ignorancia lo que es para mí o para mucha gente un ícono de cultura. Ellos, con sus necesidades primarias, logran arruinar todo, consciente o inconscientemente. Creen que invadiendo estos lugares, van a salir de su pobreza material, muchas veces lo hacen con rabia, queriendo demostrar que con esto se rebelan contra las instituciones y obras que nos dan identidad. No solamente ellos, sino nuestros dirigentes pues dejan que suceda. Atisbo y creo que todo es como una película, espero con ansiedad el fin de este deterioro, que duele y me lleva a pensar que por obvias razones nos llaman país tercer mundista, no solo por la pobreza de nuestros pueblos, sino por la mediocridad intelectual y moral en que hemos caído.

Vuelvo a mi pueblo, acongojado, a disfrutar de la paz en sus calles, de la tranquilidad de sus gentes, sus  ocobos  florecidos, de la siesta del medio día, de la muletilla que todos usan :“eso no se afane”.  Pienso con una sonrisa burlona: “de verdad, para que tanto afán”.

 

*Dentro de mí hay felicidad y agradecimiento con la vida porque escribo mi primer cuento. Lo envío con incertidumbre al Espectador, la espera es de desvelos, al verlo publicado siento un especial agradecimiento por haber hecho realidad mí sueño.            

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