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Corpus delicti

Red Masked Josh, Flickr, icathing
Red Masked Josh, Flickr, icathing

Juan Esteban Agudelo *

La puerta de la casa se abrió una hora antes de lo previsto. Un chasquido y al siguiente minuto quedó cerrada. Papá y los abuelos iban camino a la iglesia. Las sillas aún estaban vacías. Había puestos que cuidar.

Quince minutos después la puerta volvió a abrirse. Mis tres hermanos se arrojaron sobre la acera con sus vestidos nuevos. Ya no había tantas sillas vacías. Papá, insuficiente para custodiarlas, necesitaba ayuda.

Hubo que esperar un rato más antes de abrir la puerta de nuevo.

Los platos sonaron sobre la mesa del comedor, en el primer piso. Mamá los ponía. Era una fecha especial. Almorzaríamos tan pronto regresáramos de la misa. El olor a carne horneada invadió la casa. La ensalada debía mezclarse pero nadie lo hacía aún. La empleada del servicio estaba recién llegada. No se le podía confiar la comida aquel día. Necesitaba vigilancia. Mamá se encargó.

Segundo piso de la casa. Mi habitación. Yo. Impaciencia. Una crucecita dorada en mis manos. Un cuello de tortuga blanco para la ocasión. Abroché la crucecita en mi cuello. La abroché y luego me rasqué el pecho. La lana picaba. Respiré. Había dejado de respirar. Esperaba aquel día. El Corpus Christi. Mi primera Comunión había llegado. Volví a respirar. Ansiedad por abrir de nuevo la puerta. Mi pelo mojado. El balcón. El sol. Yo ahí. El pelo secándose. Se ve un parque adoquinado. Árboles. Una iglesia. Mi iglesia. Mi sueño. Impaciencia. Gente llegando. Repollitos corriendo con florecitas en el pelo. Caballeritos engalanados con pantalones de paño. Fotógrafos colgando telas. Trípodes. Repollos y disparos de cámara. Disparos de cámara que sonaron como latidos del corazón. De mi corazón.

Ansiedad. Emoción. Una oración antes de abrir la puerta de nuevo. En el nombre del padre. En el nombre del hijo. Un grito en el primer piso. Interrupción. Es mamá. Hora de salir.

Un último vistazo para no olvidar nada. La Biblia de ribetes dorados en el escritorio. La camándula de madera italiana que papá compró. Fueron mis regalos. No era necesario llevarlos para la ocasión. No olvidé nada. Ni siquiera la decisión de ser sacerdote algún día.

La puerta se abrió a la hora prevista. Al siguiente minuto estaba cerrada. Los tacones de mamá golpearon el piso camino al templo. Emoción. Quise correr. Debí caminar. Mamá dijo que las campanas sonaron. Yo no las escuché.

Un parque adoquinado. Unos Árboles. Una iglesia. Una entrada. Una monja. Una fila de niños. Una fila de niñas. Un beso materno. Orgullo de familia. Despedida. Mamá debe esperar adentro el inicio de la ceremonia. Yo, afuera.

El órgano sonó. La monja dice que podemos entrar. La presión de los latidos de mi corazón movió mis pies. Entramos. Marchamos entre los asistentes. Marchamos hasta las primeras sillas.

La familia apareció entre la gente. Flash de la cámara de papá. Lágrimas de orgullo de mamá. La tranquilidad de mis hermanos. El saludo de los abuelos. La sonrisa de los tíos. Un guiño con el ojo. Ansiedad y emoción. Caminar. Los asientos. Mi asiento. Yo, sentado.

La misa comenzó. Traté de contener mis ganas de gritar de felicidad. Reprimí la emoción. Agitación. Imaginé la forma correcta de caminar hasta el padre cuando llegara el momento.

El evangelio. El sacerdote. Los acólitos. Un gigantesco cristo detrás. El cuerpo que murió para mí. Extendido sobre la cruz. Desnudo. Herido. Ese gesto de dolor y victoria en la cara. Pecho amplio. Vientre lacerado por el que corría un poco de sangre.

El aire deja de circular por la iglesia. Siento el calor que genera la exhalación de las personas, pero no el aire que sale de sus narices. Miro hacía atrás. No puedo distinguir a la gente. Hay una masa colorida con un montón de cabezas que no pertenecen a nadie. Solo reconozco la imagen de mi señor. La imagen de su cuerpo. Solo siento el calor. La voz del sacerdote como un quejido de gozo que vibra en mis oídos y hace correr gotas de sudor por mi nuca. Gotas que se arrastran por mi piel como si fuese su sangre que acaricia mi espalda. Su cuerpo. La masa con cabezas. El calor. Los quejidos. El calor de nuevo.

Me temblaron las piernas. El momento se acerca. El sermón terminó. Ahora, la consagración de las hostias. Esas que el sacerdote sostiene en sus manos son el cuerpo que tendré en mi boca. El Cristo. Su sangre. Sus llagas. Su desnudez perfecta. Cada músculo cuidadosamente tallado y el dolor placentero del rostro. Sentí calor. Nervios. Emoción. Sudor. Se aceleró mi respiración. Moví los pies. Algo me dolió. Algo estaba duro. Algo se hizo cada vez más duro. ¡No! No podía pasar. Yo lo deseaba. Su cuerpo en mi boca. Yo le pertenezco a él. Solo a él. Mi vida es de él. De su desnudez. Del dolor en la cruz. Así lo decidí, pero no de esta manera.

Espanto. No podía pasar. No debía pasar. La imagen en mi cabeza. Su pecho. Mis labios abiertos esperando que se entregara, esperando entregarme. El cuerpo de mi señor. Sus fuertes manos abiertas. Espinas. Clavos. Una lanza lo atraviesa. El calor entre mis piernas persistía. ¡No! Venero tu cuerpo, detesto el mío.

Llega el momento. Yo primero. Lo había ganado durante la preparación por mi fervorosa dedicación. Me paré y hubo roce. Caminé y hubo roce. La dureza provocó roce. El intento de taparme produjo roce. El roce produjo caricias.

No podía pasar. No debía pasar. Pasó. Ahora todos me miran. Todos me juzgan. Pueden ver mi pantalón. Pueden ver el deseo que trato de contener entre mis manos. El temblor de mi cuerpo. El calor inmóvil de la masa. Las risas de unos niños. El cuerpo lacerado y desnudo. El gritito de excitación que sale de mi boca y se mezcla con el órgano. No importa. Ellos no interesan. Nada aquí interesa. Solo él interesa. Pero él no es de aquí. ¡No!

Corrí. La familia se asustó. Trataron de alcanzarme. Corrí más rápido. La masa amorfa se indignó. Una larga hilera de dientes sin labios rechinó. Me desaprobó. Desaprobó mi forma abultada de usar el pantalón. De ver a su señor. No. De ver a mi señor, porque él es mío, no es de ellos.

La iglesia quedó atrás. La familia quedó atrás. La fecha quedó atrás. El cuerpo y el calor vinieron conmigo.

La casa. Mi casa. La puerta cerrada. Un golpe. Nadie atiende la puerta. La empleada no está. Busqué una llave oculta debajo de una baldosa suelta de la entrada. La hallé al lado de un gusano que se retorcía en la humedad del piso. Quería mi Biblia, tenía imágenes, deseaba verlas. Quería sacar el calor. Me repudié. Lo deseé. No lo permitiría.

La puerta de la casa se abrió a una hora imprevista. Al siguiente minuto no estuvo cerrada.

El calor. El deseo. Mi reproche. El calor de nuevo. Un vaso de agua antes de la Biblia. El calor insoportable. La saliva no pasa por mi garganta. Sí, agua fría, luego la Biblia. Quiero beber algo. Mi lengua se mueve en mi boca pidiendo algo. Mis labios secos son castigados por las mordidas de mis dientes. Quiero beber un vaso de agua. Quiero besar un vaso de agua.

La cocina. La mesa. Unos tomates sobre ella. La carne recién cortada fuera del horno. Lo deseo. Lo deseo. Me aborrezco. Apetito en mi cuerpo. Repudio en mi mente. Vaso sin agua. Labios con sangre. Pantalón abajo. Dureza expuesta. Mano en la dureza. El Cuchillo para rebanar la carne. Una rebanada más. Un grito después. El calor en el piso.

Rojo.

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(*) Colaborador.

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