Miguel Castillo Fuentes
Diana llevaba demasiado tiempo sin amor. Hacía unos años se había separado de su esposo. “¡Te acuestas con todas! ¡Quiero el divorcio!”, le gritó una noche cuando regresó a casa. Ella esperaba lágrimas y promesas, tal como había sido siempre, pero en lugar de eso su esposo le contestó que no se acostaba con todas, nada más. Empacó y se fue sin decir a dónde.
Conoció a Rodrigo en una página de citas. Diana llenó un registro que preguntaba su edad, sus estudios, sus gustos –entre ellos música y películas favoritas– y lo que esperaba de su “media naranja”. No preguntaba por su estado civil, cosa que Diana agradeció porque odiaba la palabra DIVORCIADA porque cada vez que la leía sentía que una nueva arruga aparecía en su frente, haciéndola más vieja e incompatible para el deseo.
Rodrigo la contactó a ella. Escribió un “Hola” y Diana contestó con otro igual. Ambos preferían el vino a la cerveza, la tarde a la noche e incluso al amanecer, los viajes a la montaña en lugar de la ciudad y la música en vez del cine. “Veo películas en mi casa, pero lo que realmente me gusta es llegar a oír música”. Diana se sorprendió por la compatibilidad que parecía existir entre sus personalidades, cosa que no le sucedía desde la universidad. “Siento que nos conocemos desde siempre”, le escribió Diana una noche. “Yo creo lo mismo”, respondió de inmediato Rodrigo desde su computador.
Quedaron en un restaurante que ambos conocían. Diana reconoció a Rodrigo tan pronto entró. Ella estaba en una mesa ubicada junto a un teléfono de pared que servía de decoración. Levantó su mano derecha y con este gesto Rodrigo al fin la separó de las demás mujeres que estaban en el restaurante. Se abrazaron y rozaron sus labios brevemente en un saludo. Como un impulso, porque realmente no se parecían, Diana comparó mentalmente a Rodrigo con su ex esposo. Fue su profesor de Historia de la economía en la universidad. Una tarde, después de clase, él le invitó a una cerveza. Hablaron por horas de Adam Smith, Karl Marx y otros tantos, hasta que finalmente fueron a un hotel e hicieron el amor.
Rodrigo le confesó a Diana que también era separado. “Vivimos quince años juntos, incluso tenemos un hijo, pero hace poco decidimos separarnos”. “¿Por qué?” preguntó Diana. “Porque ella salía con otra persona”, y al oír esto pensó que Rodrigo y ella estaban destinados a estar juntos.
Al terminar la cena Rodrigo le preguntó si quería ir al cine. “No, prefiero caminar”. Y así pasaron entre parejas jóvenes que se tomaban de las manos y se besaban sin pudor en medio de la calle y los parques, mientras ellos dos se miraban de soslayo y hablaban de sus vidas. Fue de esta forma que Rodrigo supo de la luna de miel en Jamaica así como los nombres de las otras ciudades que visitó Diana con su ex esposo, de las esperanzas falsas de hijos, y especialmente de los amoríos de él. “Te entiendo”, le dijo a Diana al tiempo que la abrazaba. “Sé a la perfección lo que dices. Lo mismo me pasó a mí”, y levantó su rostro con una mano para poder besarse como las parejas que ya habían dejado atrás en el camino.
Fueron al apartamento de Diana a pesar de que el de Rodrigo estaba más cerca. Quería dejarle ver quién era ella; sus libros, sus muebles, la ropa secándose en la cocina, la vista desde la ventana de la sala y ella en la mitad de todo como una gota de agua cayendo en una lluvia. Abrieron una botella de vino y brindaron. “Por esta noche”, dijo Rodrigo. “Por los dos”, replicó Diana. Hablaron hasta la mitad de la botella, cuando Rodrigo cayó sobre ella besándola y jalándola hasta el fondo del sofá. Diana cerró los ojos y pensó en su ex esposo. Trató de olvidarlo con el rostro de Rodrigo, pero no logró recordar nada de él, ni sus ojos, ni su corte de cabello, ni su ropa, tampoco su edad ni en qué decía trabajar. Se habían escrito por casi tres meses y pasado las últimas seis horas de su vida juntos, pero por más que se esforzara, Diana no encontraba a nadie tras la boca y el cuerpo que la rodeaba. Abrió los ojos para comprobar que había alguien allí pero solo encontró un montón de ropa que se agitaba contra ella. Volvió a cerrar los ojos y a tientas buscó la correa, el botón y el cierre del pantalón de Rodrigo.
Despertó temprano, antes del amanecer. Rodrigo dormía a su lado. Olía a loción y roncaba tan fuerte que parecía tener un ferrocarril andando por su garganta. Diana se sentía extrañamente sola, como si los ronquidos de Rodrigo fueran realmente un tren pasando junto a su ventana. Al principio trató de mantenerse tranquila, haciéndose ella misma una bola, pero los ronquidos no la ayudaron. Quería despertar a Rodrigo y contarle lo horrible que se sentía desde que vivía sola, eso era lo que deseaba realmente. Por varios minutos pensó en cerrar con los dedos sus fosas nasales hasta que despertara, pero prefirió dejarlo así, dormido. “No es un mal tipo”, dijo para consolarse. Por la ventana Diana veía cómo el cielo se volvía cada vez más claro, expandiéndose con discreción sobre el resto de la ciudad. Entonces decidió imaginar que cada ronquido de Rodrigo era una palabra, así hasta que pudo unir preguntas enteras que ella fue respondiendo con calma hasta que finalmente amaneció.