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Competentes (El caminante en video)

 

Por: Fernando Araújo Vélez y Alejandro Araújo Larrahondo

Era un juego, nada más que un sencillo juego en el que todos ganábamos, porque las emociones eran ganar. Jugar era el fin, “un diminuto instante inmenso en el vivir”, como cantaba Silvio Rodríguez, y ganar o perder eran simples palabras sin significado.

Jugábamos a las escondidas, o a la Rayuela, a saltar lazo o a la pelota. Y nos caíamos y nos reíamos y nos heríamos y volvíamos a jugar, hasta que llegaba la noche y nos llamaban a hacer tareas, a comer, rezar y dormir. Pero un día aquellos mismos que nos llamaban a hacer tareas y demás, nos dijeron que debíamos ser los mejores, porque ellos habían sido los mejores y porque el mundo era de los mejores. Entonces el compañero de los viejos juegos dejó de ser compañero para ser rival, y el juego dejó de ser lo esencial porque lo importante fue ganar. Dejamos de saltar por saltar, dejamos de correr por correr y no volvimos a mirar hacia atrás.

Nos inocularon un virus al que llamaron competencia, y empezamos a competir en los juegos, en las clases, en la familia y en la vida. En esa competencia arrollamos al antiguo amigo y al desconocido, y por ser los mejores aprendimos lo que era la trampa. Y nos vendimos por los premios porque los premios eran la comprobación de que éramos los mejores, y nos vendimos por los cartones y diplomas porque los cartones y diplomas eran la comprobación de que éramos los mejores. Y los premios, los diplomas y las medallas reemplazaron el saber, y peor aún, enterraron el amor por recorrer el camino que nos llevaba al saber. La competencia nos hizo ser inmediatos, y ser inmediatos nos llevó a preferir lo hecho a lo que pudiéramos hacer, y querer ser los mejores nos empujó más tarde a conquistar un “amor” para exhibirlo como trofeo. Y lo pusimos al lado de las medallas y los diplomas, y después, al lado de los carros, las joyas y las casas, y después, junto a los hijos y los extractos de nuestras cuentas bancarias.

Nos desbordamos de celos porque entendimos el amor como una competencia. Aniquilamos a nuestros compañeros porque los consideramos una amenaza. Sacrificamos una sencilla tarde de helados y café porque “el tiempo era oro”. Ignoramos el valor de las pequeñas cosas porque todo tenía que ser grande, más grande, inmenso, y sobre todo, inmensamente mostrable. Cambiamos el significado de las palabras, y a ser capaces lo denominamos ser competentes, y por ser competentes nos clavamos un cuchillo.

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