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Cofradía de los abandonados

Flickr, H. Matthew Howarth
Flickr, H. Matthew Howarth

Ricardo Carpio Franco (*)

En los Álamos crecimos escuchando los gemidos de placer de Teresa, la esposa del doctor Quiroga. Ahora estoy seguro que a ningún vecino le hubiese indignado tanto ese pasatiempo nuestro si no fuera porque aquellos desbaratados ritos de amor solían ocurrir cuando el doctor andaba de turno en el Hospital Universitario. A lo mejor ninguno de nosotros se hubiese acordado luego de aquella época si no fuera porque las cosas terminaron tan mal para Teresa. Yo, por mi parte, no la habría vuelto a recordar si aquel hecho de sangre tan lejano no hubiese tenido nada que ver con la noche que encontré a Luis, desnudo en un rincón de su cuarto, viendo con ojos encandilados cómo Raúl se tiraba a Diana.

En ese entonces los tríos no eran cosa rara y con el tiempo pasaron a convertirse en una vulgar fantasía a la que nadie se molestaba en darle vuelo. Pero Diana era la novia de Luis y no era un secreto para nadie que Luis la amaba de veras. La había conocido en una fiesta de la Universidad y la había amado enseguida como sólo aman los tímidos que de pronto encuentran una mujer con la que pueden fumarse confiados un porro de marihuana. En menos de dos semanas andaban juntos por todos lados y quienes creíamos conocer a Luis no entendíamos cómo logró enamorarla. Alrededor de ellos iba creciendo un halo que uno podría llamar de misterio. La dudosa impresión de que fueran hermanos (uno de esos casos extraños de gemelos dispares) sólo se desvirtuaba por su costumbre de besarse en cualquier parte…

Pero no vayamos tan rápido, pues la historia de Luis y la circunstancia en que tuve que verlo aquella noche sólo te serán comprensibles (y hasta justificables) si antes me dejas contarte por qué estuvo preso el apacible doctor Quiroga.

Recuerdo que eran vacaciones de Semana Santa y apurábamos los días reuniéndonos cada tarde para echarnos algún partido de futbol o para jugar nintendo en casa de José Carlos. Aunque se había estancado en séptimo, nunca nos avergonzamos de él, y él nunca concibió que aquel detalle fuera de importancia mientras hubiera vacaciones y él siguiera siendo el único del bonche al que le daban aquellos lujos. De hecho, era el único que vivía con sus padres, pues por una de esas manías que tiene la malparidez humana se daba el caso de que ni Luis, ni Alfredo, ni Farid, ni yo habíamos visto muy seguido el rostro de nuestro progenitor. Algunos responsables de aquello habían muerto ya o se habían ido al carajo y nosotros quedamos, sin percatarnos mucho de ello, formando una especie de cofradía de los abandonados.

Aunque con demasiados lotes vacíos, los Álamos era entonces un barrio vistoso, con grandes casas de dos pisos y un aire de suburbio norteamericano que nos llenaba de orgullo. Nada raro si se tiene en cuenta que era una época en que cualquier persona podía prometerse un buen rancho con solo dedicarse a trabajar todo el día. Así que nuestras madres nos dieron casas muy amplias y, de paso, la suficiente libertad para que termináramos de criarnos entre nosotros mismos. Era la nuestra una educación sentimental que abarcaba todos los aspectos de la vida e incluía por igual algunas indicaciones sobre las mejores técnicas para trampearse los exámenes del colegio o la única manera de masturbarse a diario sin coger esa cara de zángano que tienen los pajizos compulsivos. Entre tanto, peleábamos con otro par de “pandillas” por el dominio del vecindario. Nada serio, realmente (al menos para quien mira aquello mientras la sombra de cierta soledad desagradable le respira en la oreja), nada que no se resolviera con algún enfrentamiento casual en la cancha de futbol o un par de trompadas entre Alfredo y todo aquel que quisiera pasarse de la raya con Luis, que era el punto más débil (y menos agraciado, cabe decirlo) de nuestro grupo.

Aquella Semana Santa el doctor Quiroga anduvo muy ocupado. Eso se dejaba ver en que, hasta el jueves que ocurrió la tragedia, no hubo un solo día sin nuestra anhelada función de alaridos. A eso de las siete nos reuníamos en la casa de Luis, que vivía en la misma cuadra del doctor, y esperábamos impacientes a que apareciera el taxi del galán. Siempre lo vimos de lejos, bajito y desmirriado como sólo podía serlo quien poseyera suficientes encantos ocultos para satisfacer la voluptuosa humanidad de Teresa. Pagaba después de bajarse y entraba a la terraza del jardín con una satisfacción totalmente opuesta al abatimiento que en esas mismas ocasiones mostraba el dueño de la casa.

Entonces íbamos a sentarnos en el borde de aquel andén en penumbras o abríamos la verja y nos ocultábamos entre los potes de gardenias, violetas y crisantemos que Teresa regaba cantando por las mañanas. Desde ahí escuchábamos, con algo de vergüenza al principio, luego con la boca hecha agua, el ruidoso desbaratarse del buen nombre de un médico ilustre de la ciudad. Nadie menos que el doctor Quiroga, quien además de una reputación profesional muy bien ganada (eso se notó dos días después en los titulares de prensa), exhibía en su prontuario de hombre exitoso una hermosa casa levantada entre dos lotes vacíos cubiertos de flores silvestres y una mujer que adornaba con toda clase de dignidades las fantasías mejor logradas de un grupo de huérfanos adolescentes.

Aún sigo convencido de que ella sabía de nosotros. Podía olernos, con toda la desnudez de sus sentidos, en el moroso silencio que la espiaba cuando salía a tomar aire en el balcón, envuelta en sus batas transparentes. Sabía que la merodeábamos, pero siendo como era su ruido una simple explosión de vanidad, parecía complacerse en el hecho de que cada uno de esos mocosos que adivinaba escondidos tras las materas de su jardín quisiera ser el hombre que a esa hora estaba tirado en su cama, adormecido por aquel sosiego post mortem que nosotros apenas sospechábamos, tal vez bebiendo una cerveza mientras morboseaba su espalda, y que muy pronto la llamaría a la cama para revolcarse un poco antes de que llegara el doctor. Entonces nos íbamos, porque sabíamos que a continuación todo se reducía a un manoseo silencioso entre los amantes, muy cansados ya para iniciar otra de sus encarnizadas refriegas.

Pero el jueves no hicimos lo de siempre: no bajamos por la calle del colegio inventariando los matices que esa noche habían tenido los gritos de Teresa, anotando las maldiciones nuevas, los insultos que detonaban sobre el amante cuando empezaba a dar signos de agotamiento. No fuimos a dar vueltas por ahí, ni volvimos a casa queriendo escuchar entre las cuatro paredes del baño los ecos de aquella mujer desbordante. Esa noche, en cuanto Teresa volvió a entrar al cuarto, pasó lo que nadie esperaba que pasara por la cabeza de Luis: antes de que nos diéramos cuenta de nada, se estaba agarrando a la malla de la enredadera que subía hasta el techo por un costado del balcón. Flaco como era, trepó con una habilidad que daba risa. Se encogió detrás de la cortina del ventanal y desde ahí se puso a espiar hacia el interior de la habitación.

En algún momento se asomó por encima de la baranda, haciendo señas que hablaban confusamente de lo que acababa de ver. Luego volvió a su escondite. Farid quiso subir también, pero en el momento en que Alfredo y yo lo sosteníamos en el aire y tratábamos de empujarlo hacia arriba, José Carlos, que había salido a sentarse en el andén, volvió a entrar corriendo. En vano tratamos de avisarle a Luis que debía bajarse… Ya la camioneta blanca del doctor Quiroga venía doblando la esquina.

Este es el tipo de situaciones en que los contadores de historias suelen decir: “y después de eso, ya nada fue igual”. La verdad es que nada lo pareció hasta unas semanas más tarde, cuando el doctor fue enjuiciado y mandado a la cárcel con una pena que a nosotros (me refiero a quienes amábamos a Teresa) nos pareció una recompensa. De cualquier manera, nuestro ir y venir por el barrio quedó marcado desde entonces por una especie de sombra. Ahora éramos los testigos (y, para algunos, los culpables) de aquel crimen pasional. La casa, que una señora muda limpiaba dos veces por semana, empezó a volverse melancólica bajo la luz de los últimos aguaceros de abril; daba lástima ver cuánta maleza había prosperado entre las flores desde que Teresa no estaba (a veces, al cruzar frente a la casa abandonada, se me ocurría que un hombre debería perdonarle todo a una mujer capaz de amar tanto sus matas).

En los días que siguieron, José Carlos fue expatriado a la casa de unos familiares y ni Farid ni Alfredo volvieron a pasar por la mía. Eso sí, a todos (me refiero a los que salimos huyendo cuando el doctor apareció en su camioneta) nos iba bien en el colegio, ahora que andábamos tan juiciosos. Luis, por su parte, dejó de ir a clases un tiempo y cuando volvió se veía más flaco y más alto, y sus camisones oscuros habían aumentado unas cuantas tallas. El labio inferior se le veía contraído por el esfuerzo constante de una actitud pensativa y lastimera, como si de un tiempo para acá sólo viviera para preguntarse cosas que escapaban a sus tristes discernimientos. Las veces que fui a visitarlo lo encontré encerrado en su cuarto, oyendo trance a bajo volumen mientras contemplaba la matanza silenciosa en que viven enfrascados los insectos y las lagartijas del techo. Cuando volvía a casa, agotado tras vanos y despiadados esfuerzos para sacarle algo de lo que había visto, debía agradecer que, al menos, a ninguno de nosotros se le hubiese ocurrido hablar de la posición “privilegiada” que ocupó Luis aquella noche. Era de suponerse que los policías habrían terminado desquiciándolo.

Por mucho tiempo viví creyendo que el Doctor no había descubierto el escondite de Luis. Cuando nos vio salir de su casa, en vez de frenar y apagar el motor, como se podía esperar de su conocida paciencia, siguió calle abajo detrás de nosotros. Ya empezábamos a correr más rápido, creyendo que pretendía llevarnos por delante, cuando escuchamos que frenaba. Nos detuvimos en mitad de la siguiente cuadra (ya viste un clan de suricatos espantados) y lo vimos encender la luz de la cabina. Luego apagó todas las luces, se bajó de la camioneta y desanduvo despacio el camino hasta su casa. Antes de internarse en la penumbra del jardín, se paró un momento en el andén y miró varias veces a ambos lados de la calle, como si no encontrara las llaves… como si se estuviera burlando de nosotros después del susto que nos había metido.

Todavía hoy quiero pensar que ni Farid, ni Alfredo, ni José Carlos, ni yo estábamos muy conscientes de lo que hacíamos cuando decidimos irnos a casa. Tal vez fuera porque al ver al doctor caminando con tanta serenidad, con la exagerada prontitud de sus rodillas y la ancha espalda inclinada hacia adelante, nadie podría suponer siquiera que algún mal pensamiento le hubiese cruzado por la cabeza. En mi defensa sólo puedo decir que esa noche no dormí tranquilo y que si no la pasé toda en blanco fue porque pude convencerme de que Luis no iba a tener problemas para bajarse de allí.

Pero Luis no se bajó de aquel balcón. Estaba embelesado por el juego de los amantes. Lo paralizó la descomunal desnudez de Teresa. No terminaba de creerse el color que había tomado su piel bajo los efectos contrarios de la luz opaca de la habitación y el calor interno de su lujuria. No entendía cómo es que la carne se mantiene tan intacta ante la manipulación violenta de unas manos que la tocan con ganas de desgarrarla. Las caderas se veían distorsionadas por algún lente que las rellenaba por dentro. Ni siquiera notó que nos habíamos ido. De la presencia del doctor sólo se percató cuando lo vio asomarse a la habitación a través de la puerta entornada.

Así debió verme cuando me asomé a la habitación en que Diana y Raúl se apareaban para él en medio de una nube de humo rosado. Al principio no pareció fijarse en mí, reconcentrado como estaba en las contorsiones ondulantes de su chica. Se levantó del rincón y se acercó a la cama. Diana tenía el rostro contra la almohada, que ensordecía sus gemidos, y él se limitó a acariciarle el cabello tratando de no alterar toda la belleza, o el dolor, que aquello encerraba. Se sentó a un costado de la cama y, sin dejar de acariciarle el pelo, empezó a decirle cosas al oído.

No sabré nunca cómo fue que llegaron a eso, pero cada vez que lo pienso, mientras recuerdo la conversación que tuve con Luis unos días después, me fastidia un extraño sentimiento de culpa del que sólo me distraigo al suponer que habernos ido a la cama, en vez de volver por Luis, era parte del destino que planeó ese momento. A fin de cuentas, no había nada que pudiéramos hacer para evitar la impotencia de un corazón tan predispuesto para la tristeza. Reconozco que nuestro único compromiso era volver para tratar de librarlo de una situación en la que un muchacho de su edad no tenía muchas esperanzas. En cambio, optamos por poner distancia y esperar. Ahora él había cruzado solo la línea del miedo y no existía forma de acercarlo de nuevo a la intrepidez que lo impulsó aquel día.

A veces pienso en lo que debieron ser para él esos años. Me lo imagino luchando con su labio inferior como trato yo mismo a veces de deshacer mi ceño fruncido frente al espejo. Pero sospecho que él no se daba cuenta de su flacura ni de la santidad que iba apareciendo en su cuerpo a la vista extravagante de sus camisones estampados. Cuando apareció un cigarrillo en sus labios, ya no podía ser más que una nueva mueca en la cara de ese joven al que sólo su madre no daba por perdido. Yo, por mi parte, no puedo afirmar que me haya comportado a la altura, pero no en vano debo reconocer que tuve mi parte de carga. Nada comparado con lo que debió haber ocurrido en la cabeza de Luis cuando vio entrar al doctor en aquella habitación, pero si algo muy parecido al tormento, al desasosiego de ver los efectos de una pesadilla en el rostro del único hermano que te ha quedado después de haber sido una encrucijada insalvable en la vida de tus padres.

La había conocido en una fiesta de la Universidad y la había amado enseguida como sólo aman los tímidos que de pronto encuentran una mujer con la que pueden fumarse confiados un porro de marihuana. En esa época no quedaba mucho de la afinidad que hace que uno se sienta tan confiado con los amigos. Estaba claro que la vida empezaba a preguntar por nuestros talentos desperdiciados y que los caminos del trabajo obsesivo y el desorden obsesivo nos habían distanciado de manera irremediable. Farid era explotado en un restaurante chino que cerraba a las once de la noche. José Carlos se había marchado hacia ese Norte del que siempre hablaba. De Alfredo no se sabía mucho desde que se fue detrás una mujer llena de hijos. En todo caso, sólo Luis y yo habíamos conservado intactos los mismos anhelos. Yo, escribiendo mis versos desorientados; Luis, amando en sueños a la mujer esa que nunca llegaba para librarle de todas sus maldiciones.

Hasta que apareció Diana. El mismo Raúl se la había presentado. Por mucho tiempo formaron un buen grupo de salidas al que de vez en cuando se sumaba alguna amiga casual. Incluso yo salí con ellos en más de una ocasión y, salvo el exceso con que empezaron a darle después a la marihuana, creo que nunca vi en la cara de Luis nada tan parecido a la auténtica felicidad. Raúl —me dijo Luis una vez— no andaba muy bien con sus estudios, pero había encontrado la manera de procurarse buenas calificaciones dando a Luis ese aliento que tanto le faltaba. Un buen trueque, si se considera que Diana había resultado más frágil de lo que dejaba suponer su costumbre de reírse por todo.

—Hemos llegado a querernos mucho —me dijo Luis, cuando no hubo forma de ocultar por más tiempo el motivo de su invitación a tomarnos una cerveza. Y yo le creí, a pesar de que en esos días no había dejado de repasar la situación en que los vi la última vez.

— ¿Crees que ellos lo entenderían? —me dijo.

—No sé. Hay muchas cosas que no es fácil entender. Uno les da vueltas y vueltas y no pasa nada, en cambio hay otras muy confusas que parecen tan sencillas…

— ¿Crees que mi madre lo entendería?

No supe qué responderle. Pero eso no le impidió comprender lo inútil de seguir dando vueltas a detalles que remitían a lo menos importante de la cuestión. Le pegó un trago a su cerveza y siguió hablando.

—Lo hicimos por Diana… y por mí… No fue fácil, ¿sabes? La tensión llegó a volverse insoportable y aquello fue un intento de librarnos de algo que empezaba a reventarnos por dentro. Ella es tan bonita y supongo que no le resultaba fácil encontrarse tan “inservible” frente a mí. Eso me dijo una vez, llorando, después de estar toda una tarde solos en su casa. No encontraba forma de explicárselo… Ve a decirle a una mujer que dice quererte tanto cómo es que no consigues hacerle el amor. No he vuelto a verla ni hemos hablado desde ese día y no quiero ni suponer las cosas que puede estar pensando. Todo era tan extraño. Era consciente de estar dañando lo que de cualquier manera iba a dañarse, pero todavía en ese momento había algo que ni yo mismo entendía… hasta que te vi parado en la puerta.

Y así siguió hasta el final de la cerveza. Pidió dos más y a continuación empezó a responderme todas las preguntas que yo le había formulado mientras él se entretenía observando los hilos mortales de las telarañas. Fue mientras me hablaba de aquel recuerdo, cuando pensé (para tranquilizar mi conciencia y de alguna manera redimir nuestra huida) que es imposible no sentirse solo frente al miedo. Aquella noche él se había permitido un gesto inesperado para sus amigos, por eso de que la ambición de respeto también es insaciable, y resulta que se halló de pronto absorbido por la burbuja de una violencia que lo sobrepasaba. Nunca volvería a estar tan lejos de nosotros como en el instante en que toda su capacidad de sentir o de creer se concretó en unas ganas de orinar que le impedían moverse.

—Siempre había estado tratando de protegerme —me dijo.

Cada minuto me sentía más estúpido, incapaz de comprender de qué me estaba hablando. Pero Luis había dejado de esperar mi comprensión y, antes de que yo intentara cualquier gesto de entendimiento, empezó a contarme lo ocurrido desde que volvió a ocultarse detrás de las costinas del balcón.

Estaba tratando de encontrarle a Teresa un acomodo dentro de su imaginación, cuando vio al doctor Quiroga por primera vez. En ese instante sólo había sentido un temor muy vago, como si una sustancia gaseosa empezara a fluir dentro de su pecho. Pero, aunque luego llegó a asustarse de veras por la insana tranquilidad que expresaba el rostro del doctor, no dejó de volver una y otra vez a las tetas maternales de Teresa. El hombrecito, mientras tanto, había empezado a resbalarse despacio hacia los pies de ella. Durante un buen rato Luis y el doctor fueron dos mirones anonadados por la desproporción de ese imposible: era tan pequeño el amante de Teresa, tan negro el humor de esa broma que ella le estaba gastando a su esposo.

Luis volvió a mirar hacia la puerta de la habitación, pero el doctor ya no estaba. Cuando apareció de nuevo, traía un cuchillo en la mano.

Sorprende al hombre cebándose en las rodillas de Teresa y lo atraviesa varias veces a la altura de los riñones. A Luis se le ocurre que el tipo se retuerce igual que un gallito de pelea malherido al que han cruzado las alas sobre la rabadilla después de torcerle el pescuezo. El doctor lo jala por los pies para tirarlo al piso y lo deja ahí, dando fuertes bandazos contra las patas de la cama, espasmódicos movimientos que, al cabo de un minuto, terminarán en una profunda calma.

Teresa intentó gritar, pero solo le salió un gemido, como los que lanzaba en las inmediaciones del orgasmo.

Abre la boca de nuevo, en una mueca profunda y suplicante, pero de ella no sale nada. Antes de que tome el aire suficiente para dar un verdadero grito, el doctor recoge un almohadón del suelo y se le echa encima. La lucha resulta encarnizada, pues Teresa es fuerte y logra quitárselo de encima en varias ocasiones, pero el doctor está muy bien aferrado a su presa y cada vez ha vuelto a cubrirle la cara. Las piernas de Teresa se sacuden frenéticamente en el aire, como si estuviera luchando por emerger a toda prisa desde una gran profundidad.

Luis, mientras tanto, se había ido acercando al vidrio del ventanal, sin darse cuenta siquiera que hacia los últimos movimientos de Teresa tenía medio cuerpo asomado en la habitación. Según me dijo, había tenido el impulso de colgarse de la enredadera y escapar, pero aquella visión de la mujer con las piernas abiertas lo dejó paralizado. Se sintió encendido en fiebre y las rodillas se le desajustaron.

—Te juro que ni siquiera me había tocado —dijo, devolviendo la botella a la mesa.

Pero ahí estaba ya, sin saber qué debía pensar de aquella reacción suya frente a la pasmosa brutalidad del doctor. No supo tampoco si había hecho alguna clase de ruidos, pero cuando volvió a mirar hacia el interior, después de un lapsus en que se entretuvo contando las flores moradas de la enredadera, el doctor estaba mirándolo, de pie junto al cuerpo inmóvil de su esposa.

Sin afanarse demasiado, se acercó al hombre muerto. Dio una amplia zancada para eludir la sangre y le miró de través antes de arrancarle el cuchillo. Lo limpió en el manojo de sábanas que el forcejeo de Teresa había amontonado junto a la cama y se dirigió hacia el balcón.

—Sencillamente no podía moverme… y te juro que lo intenté varias veces. De haber podido me tiro del segundo piso sin dudarlo. Me sentía embotado, la cabeza me daba vueltas y las piernas me temblaban. Parecía que toda la sangre se me estuviera convirtiendo en meados.

El doctor había pasado junto a él, cuidándose torpemente de ocultar el cuchillo detrás de la espalda, como para no asustarlo. Una delicadeza que no se correspondía con su respiración entrecortada. Cuando se asomó al cielo limpió y rojizo de la ciudad soltó un suspiro de alivio. Lejos, al otro lado del mundo, los autos zumbaban por la avenida.

Mil horas después el doctor se dio la vuelta y lo empujó suavemente por el hombro para hacerlo entrar en el cuarto.

—Ven, déjame mostrarte algo.

Lo hizo sentarse en el borde de la cama opuesto al lugar donde reposaba el cadáver de Teresa, tan pequeña ahora que la veía de cerca, acostada con las piernas abiertas y el rostro bajo la almohada. No supo explicarse porque sentía un asco tan profundo frente a una desnudez que seguramente era cálida todavía. Trató de no volver a mirarla, pero no podía.

— ¿Crees que todos los corazones son iguales? —preguntó el doctor, como reiniciando una conversación abandonada hace un momento—. Pues sí, hijo, el tuyo y el mío y el de estos dos son igualitos. Así que no creas lo que dicen del corazón… ¿Quieres ver el corazón de Teresa? No es que yo piense que es una mala mujer… al contrario.

Después de decir aquello descubrió el cadáver de su mujer y lo examinó durante un rato, como enternecido por su sueño apacible. Con la punta de los dedos le apartó los mechones que se pegaban sobre el sudor de su frente. Adelantó nuevamente la mano del cuchillo y le abrió una línea curvada entre los senos. Dejó el cuchillo en la cama y puso la mano (firme y huesuda) en forma de pico. La introdujo a través de la hendidura, haciendo grandes esfuerzos por abrirse paso entre los pulmones. Luchó en silencio con las arterias, resoplando fuertemente y haciendo girar el brazo, hasta que algo se desprendió con un crujido sordo dentro del pecho de la mujer. Luego de hacer lo mismo con el hombre se acercó al borde de la cama llevando un corazón en cada mano. Los puso frente a Luis y empezó a hacer tímidos malabares con ellos, pasándoselos de una mano a otra.

— ¿Sabes cuál es el de Teresa? —le preguntó el doctor.

Luis recuerda que eran casi idénticos, uno un poco más grande que el otro, pero ambos con la deformidad y la misma contextura marrosa de las pepas de aguacate. No supo qué responder. El doctor volvió a preguntarle, acercándoselos hasta casi hacer que le rozaran la nariz, pero él no aguantó y se puso a llorar.

El doctor no dijo nada más. Sólo volvió a suspirar, esta vez con un dejo de cansancio. Entró al cuarto de baño, donde se oyó un chorro de agua y el golpe de algo hueco que se estrellaba contra el piso. Volvió a la habitación secándose las manos con una bata de mujer.

Le dio a Luis algunos golpecitos en la mejilla mientras le pedía que se tranquilizara. Lo guio fuera de la habitación, advirtiéndole que tuviera cuidado de no ensuciarse los zapatos, y siguió caminando delante de él para evitar que tropezara al bajar la escalera.

Ya en el primer piso, fue a la cocina y le ofreció un vaso de agua. Finalmente, abrió la puerta de la calle y lo despidió deseándole buenas noches. Entonces se apagaron todas las luces de la casa y fue como si el mundo se llenara de grillos.

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(*) Colaborador.

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