
Mar Gallego (*)
Aquí debería detenerse el proyector. Podríamos esperar que se rompiese la cinta o que el tramoyista cerrase el telón por error, o quizá que se produjera un cortocircuito y la sala quedase a oscuras. Pero no es así. Yo creo que las sombras seguirían su representación, aunque el oportuno cese abreviara nuestra sensación de incomodidad[1].
Cuando la poderosa actriz Elizabeth Vogler decide en Persona (1966) dejar de hablar mientras interpreta sobre las tablas del teatro el papel de Electra, pocas voces ¾críticas y/o seguidoras de la estela dejada por el director sueco Ingmar Bergman (1918-2007) ¾, fueron capaces de separar al genio de la trama; al mito del gigante director de la historia concreta y real que estaba contando. Volaron y volaron las interpretaciones llegando estas incluso a afirmar que el papel interpretado por Liv Ullman no era más que la encarnación de las inquietudes entonces actuales del propio director. A saber: sus ansias por encontrar una vía artística que no le llevara a la constante repetición; que realmente fuera una fuente creativa de inspiración y que no cayera en fantasmas y sueños ya contados anteriormente y narrados por otros y otras; sentidos ya por cineastas, actores y actrices y, en definitiva, por personas[2]. Así, el argumento de la trama no ha llegado a separarse de las razones que llevaron al director a realizar la obra.
Es, sin lugar a dudas, lo que ocurre cuando una personalidad tan inigualable como la de Bergman ¾influencia e inspiración de numerosas mentes creadoras dentro y fuera del mundo audiovisual¾ , convierte su universo fílmico en un código enrevesado que se hace necesario, debido al genio, desvelar y descubrir. Pero si bien es cierto que las obras del gran director eran reflejo de su propio mundo, también es verdad que todas las obras de cualquier creadora o creador (sea genia/genio, o no) son el reflejo de su propio ser. De igual forma y en la misma medida ocurría con Bergman, no significando este hecho que el director no estuviera contando las historias que realmente quería contar. Es decir, que las historias que contaba eran precisamente las que creaba para que el público pudiera leerlas tal y como las estaba contando. Y es que no hay que olvidar que la escuela del sueco fue el teatro y que aquí prima ante todo la puesta en escena, los guiones y la representación. Motivo de que muchas obras de Bergman se hayan llevado a este medio y motivo también de que los personajes creados por el director tengan ese perfil tan definido y dramático.
Lejos de las interpretaciones dadas a Persona, Bergman afirmó que la idea de la cinta le vino a la mente mientras se encontraba hospitalizado, reflexionando sobre el inmenso parecido existente entre las dos actrices protagonistas del film: Liv Ullman y Bibi Andersson. Lo cierto es que este fue el principal motivo que le atrajo hacia la realización de este misterioso film que ha recibido tantas y tantas interpretaciones desde fuera. Y, a pesar de ello, la personalidad de Bergman ha influido en estas interpretaciones hasta el punto de anular ¾en muchas de estas afirmaciones¾ a la propia historia, a las propias protagonistas e incluso a la realidad que el director colocaba sobre las tablas del escenario, convertidas esta vez en cintas audiovisuales. Tal ha sido así, que la encarnación que se ha hecho de Bergman en sus protagonistas, ha obviado la presencia de las mujeres que él mismo creaba para sus film. Mujeres que contaban una historia (desde su ser mujer) y que hablaban de una realidad, la mayoría de las veces asfixiante para ellas. De nuevo, el hombre creador “condenado” a que sus propias historias ocuparan un segundo plano y a que la crítica ¾ al ver una de Bergman¾, viera a Bergman y solo a Bergman. Olvidando a la mujer que él mismo estaba creando y mostrando en la cinta y llegando incluso a obviar algo que en ninguna historia pasa desapercibido: la marca y la historia concreta de los sexos, los géneros… con sus desgracias, sus premios, sus máscaras y sus repeticiones.
Lo cierto es que, sin saber lo que estaba en la mente del director durante la grabación de esta obra, lo que sí podemos conocer es lo que Bergman grabó y quiso poner en la gran pantalla que no es más que lo que vemos y que, en el caso que nos ocupa, narra una historia de mujeres al igual que hiciera posteriormente con la lograda Gritos y susurros (1972). Y una historia de mujeres porque precisamente el director sueco sí ha tenido una trayectoria fílmica en la que la cuestión del género y del personaje elegido (también su sexo) para según qué trama era precisamente eso: elegido. Porque el creador era perfectamente consciente de las trabas de una sociedad moralista y asfixiante llegando a reflejar en muchas ocasiones al propio cielo o infierno en la propia tierra; y haciendo de las figuras masculinas y femeninas máscaras enmarcadas en diferentes cárceles según el papel que les hubiera tocado representar (el de hombre o el de mujer).
Bergman refleja en Persona un mundo de represión y de límites para las protagonistas del film llegando incluso a relegar a la única figura masculina que aparece en escena a un plano borroso y onírico en el que ni siquiera podemos alcanzar a ver con claridad al personaje. Es una mujer (Elizabeth Vogler) la que opta por el silencio elegido, por la mudez elegida; y es una mujer la que (escogida por Bergman) da sentido y forma a ese silencio en el que se sumerge para evitar una repetición constante del papel representado por ella cuando no es actriz: el de mujer, madre, esposa…. Bergman presenta de forma majestuosa a las palabras como un engaño, como un callejón sin salida, como una comunicación que no permite la comunicación interna y que nos aboga a un mundo donde nada es original; un mundo en el que una mujer es esclava de sus palabras. A través de su inmenso poder de afirmación y repetición, el lenguaje y los actos de habla suelen mostrar aquí un universo que parece estar por encima de las personas, mucho antes que estas y cuyo orden es reproducido de forma escrupulosa en las diferentes sociedades.:
—¿Crees que no lo entiendo? El absurdo sueño de ser. No parecer, sino ser. […] Cada tono una mentira y una traición. Cada gesto una falsificación. Cada sonrisa una mueca: el papel de esposa, el papel de colega, el papel de madre, el papel de amante, ¿cuál de ellos es el peor? ¿Cuál te ha causado más tormento? […][3].
Este “monólogo” mantenido entre la doctora y la “actriz muda” protagonista del film, marcará las pautas básicas de la relación que Bergman establece entre lenguaje y vida como opresión, como esquemas del ser sin los que el propio ser no puede serlo; o como normas estrictas donde las identidades nacen y en las que no encuentran otra salida más que los destinos que el lenguaje —por definición— tiene para con ellas. Tal y como lo explica Teresa de Lauretis utilizando las visionarias palabras del cineasta Pier Paolo Pasolini:
De esta forma, en la vida, en la existencia práctica, nuestras acciones, “nos representamos a nosotros mismos. La realidad humana es esta doble representación en la que somos a la vez actores y espectadores: un «happening» gigantesco, si queréis”. El cine, por tanto, es el momento registrado, almacenado, “escrito” de un “lenguaje natural y total, que es nuestra acción en lo real[4].
El silencio y la mudez elegida se presentan aquí como resistencia a esa identidad regulada y dirigida por el propio lenguaje: la identidad femenina. Un silencio que nos habla de poder, al poder este y el cuerpo que lo lleva a cabo realizar un acto de elección sobre sí mismo, de dirección sobre su propia vida; aunque esta solo consista en frenar esos conductos por los que se forman los seres que dan vida a este lenguaje y en dar la espalda a esas otras direcciones normativas a las que muchas personas —ya sea en el cine o en la vida—, todavía se resisten.