
Martín Rodríguez (*)
Ya había empezado la larga travesía sin darme cuenta. Cuando quise mirar atrás para ver por última vez la puerta que despidió mi salida, estaba hacinado en un barco destinado al naufragio, acompañado por mi propia soledad. Desamparado y deprimido, ignorando el inicio de la odisea que ya atravesaba mi pecho y esculpía en mi horizonte un mundo de posibilidades, me eché a llorar. Supe entonces que para librarme de mi destino debía abrazar con amplios brazos mi propio destierro, y tomar con mis manos la rienda de mi vida, despidiéndome de todo lo que creía mío.
Me encontraba a la deriva en un mundo incierto y nuevo para mí, pero a la vez viejo y desgastado. Tanteé las aguas y probé los frutos dulces y amargos que el mar trajo consigo, pero ninguno me llevo más cerca de la verdad que tan desesperadamente buscaba. Estaba solo y ya el mar turbio no podía alimentarme con sus viejos retoños, mi presencia deshidrataba el mar de lágrimas. El viejo sol, ya tiempo atrás incrustado en la bóveda celeste, me mareaba con su resplandor calcinante, y mis ojos añoraban ver el mundo teñido de nuevos colores.
Mientras batía mis remos contra la sopa inerte de mi realidad, vi cómo mis manos se deshacían, y cuán fútil era intentar avanzar en un mar que no era más que un estanque salado. Estaba atorado, ahogándome con los chillidos de las aves que advertían la tierra que no quería pisar, la tierra donde me esperaban los jueces de la modernidad.
¿A quién acudir cuando uno está solo? Si en la fe hubiese encontrado yo la respuesta a mis males, ya tiempo atrás hubiera anclado en una costa, pisoteada por tantos otros antes de mí, listo para disolverme de nuevo en una ilusión falsa. Pero no. Como Colón, moderno y curioso, quise, y aun quiero, pisar tierras nuevas, ajenas al mundo conocido, vírgenes al contaminado hombre.
Busqué entonces refugio en el templo más sagrado de la humanidad, olvidado ya tiempo atrás, tergiversado por milenios de refinación mecánica; de pie solo porque así quise yo que estuviera. Frente a las enormes puertas de la imaginación me encontré solo, sin saber qué hacer.
Golpeé con mis puños y mis pies los viejos troncos mohosos que hacían de maderos en la enorme compuerta que me llevaría al otro lado. Pero esta no cedió a mis deseos. Algo más que solo deseo se requería para entrar al surreal mundo de la verdad. Me deje llevar por mis instintos más viejos, mi adoración a los astros y mi fabulación por lo fantástico, y caí entonces en un profundo sueño que abrió ante mí todas las posibilidades del mundo que añoraba. Pisé firme y fuerte en tierras desconocidas a todos los mortales, tomé con mis manos los dulces frutos de la iluminación más divina mientras hermosas musas me cantaban suntuosas melodías que como miel endulzaron mi oído, seduciendo mi mente.
Tras viajar en un mundo incierto y surreal, me vi despertar de nuevo en el hosco navío, desesperado por volver a soñar. Mi mente, recién bañada con la lluvia estelar de mis sueños, estaba ávida de sumergirse de nuevo en el lago intranquilo de mi subconsciente. Tras el largo y pesado sueño, mis ojos mortales clamaban por ver la luz del sol, pero mi alma lloraba para volver a ver el negro manto de luna que oscurecía mi existencia.
Sentí en mi mano un peso ajeno a mí, nuevo y escandaloso. Me di cuenta entonces de que tengo en mis manos, con débil y temeroso aferro, la fuente de mi liberación: el mecanismo de mi muerte. He mordido la siniestra y dulce fruta del conocimiento que Morfeo sostiene a diestra, y mi cuerpo está contaminado de deseos fantásticos. Mis dedos están untados de luna y sol, y a través de ellos fluye mi imaginación. Así, sostengo, frente a mis ojos vacíos de emoción pero hambrientos de conocimiento, el gatillo del calibre más mortal para todo hombre. Y es así como debo de empezar mi viaje: desparramando mis sesos sobre hojas blancas y letras negras, y manchar el desvergonzado muro de la humanidad con un pincelazo de sangre y saber. Ya se forma en mis manos el largo barril de mi despido, y veo el abismo por el cual se disparará el fuego de inframundo que quemará mi mente hasta el olvido y plasmará su imagen en la pared de la razón.
Bang.
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(*) Periodista de El Espectador.