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Carta de despedida

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A Macondo, si tengo suerte.

Nélfer Velilla

Supongamos que usted es como sus Aurelianos, que todavía nos quedan 16 y que uno de estos Gabrieles, con todo y la cruz de ceniza indeleble en la frente, como la lleva todo mundo, haciendo parte de los irreductibles destinos funestos, puede leer estas letras. Le cuento, entonces, que las putas que todavía tienen memoria quedaron bastante tristes por la terrible noticia de su ida.

Estaba yo en una terminal de transporte, preparándome para el paseo habitual de Semana Santa, cuando vi la noticia en una de esas pantallas grandes de televisión, que distraen a la gente que espera los buses que abordarán para ese tipo de viajes diferentes al que usted empezó a eso de las dos de la tarde, según decía el noticiero. No sé si sea bueno contarle cómo no eran todos los que se detenían a leer el titular que ponía “Urgente: Murió Gabriel García Márquez”, y que pocos de los que lo veían se lamentaban unos minutos y seguían andando, mientras que yo me desentendía del viaje y empezaba a experimentar un estremecimiento, una pena, una absurda parodia por creerme allegado suyo, lo que fue permitido por aquel acercamiento del mundo con usted a través de sus buenas letras, ésas que nunca me fueron suficientes -ni siquiera porque lo he leído de forma austera- para decirle “Gabo”.

No sé si es un viaje el que está haciendo o hizo, nadie puede saber qué hay más allá del final, es que ni se sabe si hay algo, pero prefiero pensar así con usted, porque con esto me pasa como a su médico suicida francés, que decía: «Me desconcierta tanto pensar que eso existe, como que no existe”. Me lo imagino, pues, a usted adelantando camino detrás de un montón de mariposas amarillas que lo guían a un mundo extraño y mágico, donde todos los días se sorprenden los habitantes por conocer y volver a conocer el hielo, donde muchos portan pescaditos de oro con un orgullo desconocido pero que no importa, donde se puede ver con mayor claridad la frente para rectificar que ya no hay una cruz, y que pueden pasar cien años sin que uno se inmute, estando si se quiere sentado al pie de un árbol, sin esperar la muerte, sólo escribiendo y notando cómo un pajarito llega al final y se posa en la mitad del lugar, cuando quizá todos se han ido por los rumores de que arribó, a ese sitio que preferí llamar Macondo, un verdadero Coronel que sí tenía quien le escribiese.

El mundo te despide Gabo, y disculpa que te tutee, compadre, amigo de todos, pero tenía que hacerlo por la resistencia a ese mundo que se movía en aquella terminal ignorando, a consciencia, que te habías ido, y que yo me retorcía y se me paraban los pelos y se me humedecían los ojos porque, aunque sé que te conocí, nunca logré hacerlo en serio.

Ahora todos seremos de allá, o acá, o donde tu cuerpo repose, porque uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra, como nos dijiste un día, ¿verdad?

Te echaremos de menos. Adiós y siempre gracias, Grabriel García Márquez.

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