Ana Katalina Carmona (*)
Escuchó el crujir de los zapatos de La Enfermera cruzando el marco de la puerta de la habitación y supo que todo había llegado a su fin. Se dio vuelta en la cama para quedar de espaldas a la noticia: “Hasta que te saliste con la tuya, ahí te dejo el boleto. Podés usarlo cuando se te venga en gana, como todo”, le dijo La Enfermera. Aunque se alegraba de no tener que volver a verla y había imaginado muchas noches esta noche, no hizo movimiento alguno que lo expresara. Cerró los ojos, apretó los dientes con fuerza y contuvo el aire en sus pulmones hasta que sintió de nuevo el crujir de los pasos saliendo de la habitación. Aún no había decidido qué hacer, a quién llamar, ni siquiera había decidido hacerlo. Tres años atrás, dos años atrás, un año atrás, incluso una semana atrás habría sabido exactamente qué hacer. Pero hoy, un día después de saber lo que tenía que saber, no quería pensar, no quería moverse, no quería llamar… no quería irse. No lograba agotar el aire en sus pulmones, no lograba cerrar tan fuerte los ojos que la oscuridad se hiciera eterna… Entonces lloró… Lloró. Y cuando no halló consuelo en el llanto, cuando no se le hizo suficiente, gritó… Gritó. Y cuando la voz se le agotó en el grito estuvo segura… había perdido su boleto de salida.
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(*) Colaboradora.