Daniel Liévano (*)
Inspirado en ‘El ahogado más hermoso del mundo’ de Gabriel García Márquez.
Si me estás escuchando sería perfecto, pero ten en cuenta que no hace falta una respuesta. Te hablo solo así porque no me gustaría oír mi voz en soledad, es aún más fastidiosa cuando está entre el eco y el silencio. Así que si escuchas mis pensamientos, haré el complicado esfuerzo de llevarlos con elocuencia, volverlos lo más palabras posibles sin tener que quitarles su sentimiento correspondiente. Entonces si vas a ponerles cuidado, por ende también tendrás que prestarle atención a las sensaciones, mis sensaciones, que sin ellas, cualquier pensamiento sería inútil.
Creo que empecé bien, aún no se me ha atravesado ningún pensamiento tonto que interrumpa la charla. Por eso excúsame si me llego a desviar, sabrás que mantener el hilo no será tan fácil como sí lo es elucubrar, y más aún alrededor de esta mudez en madrugada donde la mente se pierde en un laberinto si no encuentra descanso.
Cuando llegaste a la sala eras el segundo de la noche, mi primero en meses… Aún así, eras otro número más, recostado inerte en la mesa de disección, rotulado en el pie y cubierto hasta la cabeza por la manta blanca que siempre se termina ensuciando. El olor siempre es fuerte, atraviesa la mascarilla y revuelve el estómago; transforma irremediablemente al que entra por primera vez como úlcera desenvainada confundiendo el lóbulo frontal. Al cabo de los años, siquiera te das cuenta que afuera no es tan distinto a estos sótanos, la línea divisoria consiste solo en milésimas de segundo, un momento que no dura.
Te tomé la foto y llené tu hoja, aunque datos siempre terminan faltando. El ultravioleta no encontró ni siquiera un estambre sobre tu piel, todavía fresca y tibia, casi húmeda hasta los pies. Ni una sola herida, ni un ostensible vestigio acerca de tus últimas horas que me diera pistas. Apenas una mínima y vieja cicatriz en arcoíris en el cuello, estabas intacto, parecías brillar. Ya cerrabas los ojos, verdes como hierba, y casi me pedías no examinártelos, se fundían a amarillo mientras las pupilas se resistían a no abrirse todavía. Increíble. No había señales evidentes de rigor mortis a ser por las que cualquier persona entendería: un corazón quieto y en paz y un insufrible silencio. ¿Cómo habrá sido tu voz?
Generalmente ustedes se entumecen a las tres horas, quedan en un estado perpetuo de contracción muscular, las pupilas quedan rezagadas, y solo después de 12 horas o más, ya en descomposición, el ácido láctico los relaja gradualmente. Primero revisé tu pecho, muchos llegan con el tórax destrozado, pero el tuyo resultó deslumbrante, como si adentro refugiaras una bomba de aire puro.
¡Oh! qué liso era tu pecho, mis manos, aún con los guantes, rodaban sin fricción por el remolino de vellos brillantes. Vaya las ganas de quitarme los guantes para poder sentirte mejor. No encontré nada, solamente tus ligeros vellos dorados adornando tu cuello. Aunque cierta parte mí no quería, ya tenía que comenzar a revisarte desde tu interior, averiguar tus secretos. Pero primero acerqué mi oído a tu corazón para constatar que evidentemente no palpitaba, rogar con agonía que lo hiciera. Qué tristeza. No tuviste tu velorio; me llegaste sin nombre. Te hacía falta una despedida, una monumental, una en donde cada persona te llorara por meses enteros. ¿Quién en este mundo te lloró? Me imagino un millar de caras apretadas con lágrimas encima, sollozos completos de sal marina en ojos de párpados tensionados. Creo que también yo te puedo llorar, pero no ahora, todavía no.
Al penetrar tu cuerpo, el escalpelo, al ritmo de mi brazo, pasaba con procacidad sobre tu abdomen rígido pero ligero, como si fuera mantequilla. El color oscuro de tu sangre se empapaba en mis guantes, se regaba por tu cadera lisa como la piel de bebé. Qué raro, nunca antes me había tocado alguien tan hermoso. Hubiera podido descifrar tu sonrisa al estar vivo, hubiera sabido cómo fue tu voz, algo grave pero no tanto como para estorbar.
Primero estaba tu colon, casi como el de un niño de 13 años, liso y magenta como si fuera músculo. Le hubieras ganado a cualquier cáncer de lo vigoroso que era y, supongo, también le hubieras ganado a la muerte si hubiera sido desde tu propia voluntad. Desafortunadamente, te la obligaron. El colon rodeaba tu intestino como para extraer todos los líquidos que pasaron por tu garganta. Tomabas harta agua para adelgazar tu cara, querías siempre verte bien frente al espejo y ante mujeres que pasaron por tu corta vida. Fuiste buenmozo, de pelo corto oscuro, nariz larga pero fina, de cejas tupidas y voz carrasposa. Tu hígado, color vino, contaba todas las distensiones que tuviste con el alcohol y, vaya cómo reías sin parar con tus amistades. Tal vez te moriste de felicidad. El hígado estaba entumecido, olía fuerte pero no mal. Imagino cómo hubiera sido tomarme una copa de vino contigo, hubieras empezado tú y luego terminado yo… El intestino delgado, atrapado entre el colon, estaba intacto. Te cuidabas al comer, supiste darle orden a tu metabolismo. Por eso revisé tus dientes, que parecían de comercial, blancos como nube con sol. (Sabrás que a las mujeres nos encanta un hombre higiénico; apuesto también usabas cada día hilo dental). El páncreas, debajo de tu estomago pequeño, contaba cuántas enzimas y bellas hormonas reciclabas en un devenir espectacular de cada época que viviste. Tus pulmones, qué decir de tus pulmones. ¿Fumabas? No lo creo, te bastaba con la vida para descansar tus ansiedades. Cada uno de tus pulmones parecían ramas de un árbol sin hojas que quería vivir a pesar de las tempestades difíciles, de un viento arrasador y un clima helado. Debió ser dura tu vida: el valle de lágrimas que todos callamos; y aún así no tenías arrugas en tu frente. Finalmente un atisbo a tu corazón, y pensar que pude habérmelo ganado. Qué cosa tan grande tu corazón era. Cada atrio pudo refugiar miles de amores perdidos, calentando la tibia sopa de nostalgias. Cómo alimentaba tus venas y arterias. Cada pálpito debió haber valido la pena, cada corazonada debió llegar a ser real. ¿Quién le dio tanta fuerza a tu corazón? ¿Te moriste de amor? Qué músculo tan bello tienes…
Mierda, cada vez que me encuentro con un órgano tuyo, se me abre una historia de tu vida, y no logro deducir tu muerte. Eres la persona muerta que más quería vivir. No quiero que estés así, cómo hago para devolverme en el tiempo y poder cruzar palabra contigo. Tu cara me suena a Gabriel, o quizás por peculiar, Gregorio, pero ni a eso llego en tu historia. Ni siquiera tu edad, te puse 33, la edad de Cristo, quizás eras tan bueno que sacrificaste tu vida.
Dios mío, ahora sí lloro, cómo quisiera que estuvieses vivo, tomándonos un café y sonriendo y mostrando tus dientes blancos, que me vieras mis manos descubriendo tu cuerpo, tus piernas fibrosas, riéndonos de cosas tontas, criticando a la gente, al mundo, que soñaras conmigo por la noche y el día también, que me dieras fiebre por tanto amor en la frente. Pero así no fue, me llegaste muerto aunque pareciste vivo, ya tus ojos cerraron y dejaron de brillar. No quise dar causa a tu ida, me tengo que ir y dejarte con esta sábana descubierta. Solo me queda un sentimiento de impotencia, averiguando en muerte lo que fuiste en vida. Le dejaré mi trabajo a otro, a uno que sea lo suficientemente valiente para que no se enamore de tu cuerpo incólume. Así me despedido entonces, con las manos mojadas de ti, sin dar chance a un saludo por lo menos formal, sencillamente una despedida de una sola vía. Te deseo lo mejor en la eternidad en la que estés, te pasaré mi revisión a otro doctor que sí pueda concebir tu muerte, que sepa dialogar con tu cuerpo porque hasta aquí llegué yo, creyendo que todavía no has muerto, porque te quedarás para siempre en mi cabeza.
Te amé desde que te vi, y ahora que ya has escuchado mis pensamientos, me despido con nostalgia ilusoria, creyendo que te conocí en el pasado y llorando por haberte conocido tanto sin que te dieras tanta cuenta.
Hasta Siempre….
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(*) Colaborador.