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El arte de perder el equilibrio

 

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Por: Leidy Alejandra Henao

Caerse, derrumbarse, desplomarse, tropezarse, darse de bruces, en fin, perder el equilibrio y sumirse en el vacío que provocan esos instantes en los cuales las estrategias no funcionan, los manuales no dan respuestas y las teorías, por elaboradas que parezcan, sólo nos incitan a la improvisación.

Esos instantes en los que todos opinan, señalan, cuestionan y tan pocos entienden; esos en los que realmente se es, ya que el éxtasis y el frenesí nos acercan a ese límite inexplorado y recóndito que alejamos por la ilusión de la llamada perfección.

Arriesgarse a soltarse y en el camino aliviar las culpas, los rumores, los miedos y los pretextos; atreverse a eso a lo que todos le huyen en sus discursos pero practican con sus actos de rebeldía, aquello innombrable y pecaminoso que coarta la libertad del ser y lo cuestiona, y al mismo tiempo, cuando el rebelde se atreve, somos nosotros, los que promulgamos la libertad, quienes señalamos.

Temerle a caer es temerle a ser, a sentir y a crecer, alejarse del sentido de la humanidad e ir en contra de lo natural; aceptar el sentido común de los otros y olvidarse del propio. Perderse de historias que después se convertirán en valiosos recuerdos y del mismo modo, de experiencias que con el transcurrir de los años serán brújulas en el mapa que se descubre día a día en ese camino que llamamos vida.

Aligerar el vuelo y perder el control, descubrirse en la torpeza, pues en ese instante, aunque no se sepa bien donde se está, se tienen todos los sentidos despiertos, conscientes y atentos a vivir en armonía, sensibles al rugir intenso del silencio, a sus vibraciones, a sus preguntas y respuestas, a su indudable compañía.

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