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Aquellos viejos punteros de la calle de los locos

Pelé
Pelé

Fernando Araújo Vélez (*)

“Pelé, Pelé, soy yo, Mané, mírame, soy Mané, ¿ya no te acuerdas de mí? Pelééé…”. La comparsa siguió su camino por una de las avenidas principales de Río de Janeiro, a ritmo de batucada, con sus mujeres semidesnudas, sus pajarracos, su fiesta, y también su dolor. En lo más alto de la carroza iba un hombre vestido con la franela de Brasil. El siete a la espalda, como en otros tiempos, el escudo en el pecho, las mangas a mitad de brazo. “Pelééé”, gritó una vez más, impotente, desgarrado, agrio, vencido. Por un instante bajó las manos, bajó la vida, pero tenía que seguir con el show. Le habían pagado unos cuantos dólares para que fuera parte del show, y él aceptó, claro. Esos cuantos dólares le alcanzarían para llegar a fin de mes. Una vez más, desde que dejó el fútbol, o el fútbol lo dejó a él, llegaría a fin de mes apenas con lo necesario.

Ya las piernas no le daban para jugar partidos de barrio por Italia y España por unas cuantas monedas, como lo había hecho cinco años atrás, siempre guiado, conducido por un tipo de ojos azules que algún día, decía y repetía, se convertiría en el gran Chico Buarque, compositor de los desvalidos, cantante de los marginados, “llegó a la construcción como si fuese única…”. Sus hijos lo ignoraban. Su mujer, Elsa Soarez, lo despreciaba. El público, esos cientos de fanáticos que incluso lo buscaban después de los partidos con sus hijas de la mano para que las hiciera madres, apenas si alcanzaba a compadecerlo. Bajó los brazos. Se tambaleó. En su último intento volvió a decir, a gritar, “Pelé, soy yo, Mané, Garrincha”, pero Pelé estaba muy lejos, era un hombre importante y debía guardar la compostura. Dos años más tarde, el cuerpo de Garrincha terminó en la morgue de Río de Janeiro, marcado como N.N.

Como N.N. surgió en el fútbol, desde las inferiores de Botafogo, hasta que lo bautizaron Garrincha, como un pájaro que volaba muy rápido pero, en sus mismas palabras, “no servía para nada”. Y como Garrincha fue estrella, campeón del mundo con Brasil, ídolo. Manoel dos Santos, se llamaba. Los amigos le decían Mané. Jugaba de puntero derecho, por eso el número siete en sus camisetas. Y amagaba y amagaba, y todos los rivales sabían que más tarde o más temprano iba a salir hacia su derecha. Sin embargo, no sabían cuándo. Él sí. Por sus desbordes hizo goleador a Pelé, por sus desbordes, Brasil obtuvo los títulos del 58 y el 62, pero él no se lo creía del todo. No le importaba tampoco. A fin de cuentas, su gran conclusión en el fútbol era que “los futbolistas somos como los payasos de un circo. Salimos a divertir a la gente. Si lo hacemos bien, nos aplauden y nos pagan. Si no, nos insultan”.

A él lo aplaudieron y lo insultaron, hasta que dijo no más, o hasta que le dijeron no más. El trago, las mujeres, las fiestas,  o en últimas, su afán por alejarse de la realidad, lo acabaron. Unos dijeron que tenía problemas mentales. Incluso, en un informe psicológico, el médico de la Selección del 58 había anotado que ese muchacho no podía jugar al futbol por deficiencias mentales. De todas formas jugó. Fue uno de los salvadores de Brasil en aquella Copa, gracias a que los mayores, Djalma Santos, Didí, le exigieron el técnico Oswaldo Brandao que lo alineara. Y Garrincha amagó y amagó y fue al artífice de la gran victoria final, siempre desde la punta derecha, contra la raya y frente a dos rivales que jamás supieron cuándo iba a salir hacia al fondo. Tiempo después, muchos años más tarde, Buarque se aventuró a comentar que a Garrincha lo había enloquecido la soledad de la punta.

Punteros díscolos, punteros solitarios a quienes les prestaban la pelota nueve o 10 veces por partido, aventureros, hombres de trato difícil. En Inglaterra los llamaban wings. En España, aleros. Por casualidad, o por causalidad, varios recorrieron un camino similar al de Garrincha.  Félix Loustau en el River Plate de los 40 y 50. Orestes Omar Corbatta en Racing de Avellaneda y el Medellín. George Best en el Manchester United (“Gran parte del dinero que gané lo gasté en trago, mujeres y autos. El resto, lo malgasté”, dijo una vez). René Orlando Houseman en Huracán de Parque Patricios, 1973. Víctor Campaz en Santa Fe. Jaime Morón en Millonarios. Claudio Paúl Caniggia en River y la Selección Argentina, quizás el último exponente de esta raza que se tragaron las tácticas defensivas.

Todos ellos eran rápidos, escurridizos. Jugaban con las medias abajo, como desafiando a los defensores rivales. Gambeteaban y volvían a gambetear. El juego era su pasión. El juego por el juego, el juego para evadirse del mundo. El juego por pura y simple diversión, que debían aprovechar en los pocos instantes en los que les llegaba. El resto del tiempo era soñar, inflar globos imaginarios,  oír a la tribuna, hablar con la tribuna, las manos en la cintura y la mirada ausente. Ellos fueron por décadas los habitantes de la calle de los locos en esa especie de ciudad de plazas, edificios protegidos y de máxima seguridad, vías principales y peligrosas diagonales que son los campos de fútbol. Por allí, por la calle de los locos, transitaban ellos con sus demonios a cuestas y sus delirios cuando el fútbol era otro fútbol.

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