
Fernando Araújo Vélez (*)
Se aferró al primer aviso de detectives que encontró en el diario. Lo subrayó, anotó la dirección y el teléfono y el nombre supuesto del investigador, y sacó del armario una vieja máquina de escribir que aún tenía puesta una hoja en blanco, la única hoja en blanco que debía existir en su apartamento. Para no equivocarse, plasmó las dos o tres ideas de su carta en los bordes de una libreta y las redactó en voz alta:
Respetado señor investigador, Requiero sus servicios para que espíe a Rodolfo Alemán, cuya vivienda está ubicada en la calle 33 del barrio Teusaquillo. Necesito pruebas de sus andanzas. Le envío un cheque por cinco millones de pesos de anticipo. Sírvase enviarme las pruebas al apartado aéreo 20343, y una respuesta a esta misiva. Atentamente, Sin nombre.
Poco después de escribir su carta, la guardó en un sobre, la llevó él mismo a la oficina de correos y echó a andar un antiguo reloj de cuerda que se había detenido a la hora y el día de la muerte de su padre, ocho años atrás. Pasaron tres días, tres largos días de angustia en los que iba como un obseso cada tanto a su casillero postal, pero no le llegaba nada distinto a cuentas por pagar y promociones.
Por fin, con fecha de 26 de julio, encontró la anhelada respuesta del investigador, que firmó su aceptación con un escueto “Detective” y una cuenta de cobro por otros cinco millones. Sonrió, pero en menos de un segundo comprendió que no podía, en adelante, ir con sonrisas idiotas por la calle. Se arregló el vestido, la corbata gris, las gastadas mancornas, y salió con el gesto fruncido y un lento andar de misterio, el gesto y el andar de todos los días que siguieron.
Una semana más tarde recibió, según lo acordado, las primeras pruebas, la fría cotidianidad del señor Rodolfo Alemán en distintas fotografías, todas del mismo tamaño. Que salía de su casa, que observaba a lo lejos, que se tomaba un café, que leía el periódico, que miraba a una mujer, que viajaba en bus… Sonrió al imaginar las posibles deducciones del detective, su ira, su vacío, su estupor, porque seguro jamás le había tocado espiar a alguien tan gris, tan anodino.
Entonces oyó a Silvio Rodríguez cantar “soy feliz, soy un hombre feliz y quiero que me perdonen por este día los muertos de mi felicidad”, y repitió la frase una y mil veces, como si no hubiera más palabras en la vida, como si la vida sólo hubiera sido esas 19 palabras. Salió de su casa y se dirigió hacia el casillero número 20343 de los apartados aéreos para aguardar a que le tomaran la última foto, como lo había visto o leído en alguna parte.
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(*) Periodista, escritor y editor de El Magazín online y de la sección de cultura del periódico El Espectador. Además, tiene a su cargo la edición de los Lunes Festivos