El Magazín

Publicado el elmagazin

Alguien contra el viento

Santiago La Rotta
Foto de Santiago La Rotta

 

Leo Castillo

La cosa me tocó apenas la espalda desnuda y siguió seguramente a prenderse de la pared de un color crema. Durante un segundo me sentí bruscamente desgraciado sin comprobar aún de qué se trataba. Quizá una cucaracha o, en el mejor de los casos, un abejorro: era algo leve y, conforme a mi más precaria esperanza, resultó ser justo eso, una inocente mariposa.

Se mostraba nerviosa, vivamente arisca. Asumí que era éste su carácter y que nada tenía que ver yo con su agitación. En seguida enderecé mi actitud. Mi brusco sobresalto era sin duda la causa de su desconcierto.

Robó mi atención nuevamente mi libro. Una frase en francés. El sustantivo era desconcido: c’est un bon boulot. Busqué en mi diccionario. Boulot:  “curro”, tradujo. ¿Qué era un “curro”? El Drae (vigésima edición) surtió dos acepciones. En Galicia es una especie de coso, que así llamamos acá el lugar donde encerrar los burros y, por extensión, otras bestias; los gallegos encierran caballos a herrar en el curro. Encontré inservible esta acepción en el contexto. En el mismo artículo se le aplica a la plaza en que se enlaza a las bestias con ese propósito de herrarlas. En el siguiente, curro, a, la definición parecía corresponder con el sentido que en el contexto del libro tendría boulot. Así, proseguí la lectura. Luego reconsideré el asunto y finalmente me conformé con la acepción gallega para curro, y curro para boulot.

La mariposa no se me había salido en ningún momento de la cabeza, bien que la hubiera preterido. A estas alturas ya había resuelto que algún motivo la había traído a mi habitación. Había entrado por la ventana seguramente buscando luz. Fuego no, sino protección. El viento, feroz lobo de la noche, aullaba fuera.

Mi ventilador zumbaba uniformemente y su zumbido me reconfortaba. Era un ruido mío que oponer al ajeno mundo, con que asordinaba el rugido de la avenida, del viento e, inevitablemente, del mar.

A fin de ahorrarle angustias decidí reprimir reacciones bruscas cada que se me acercara. Ignoraba su nivel de consciencia, aun de clarividencia. El perro distingue a un hombre de un burro, y a su amo entre mil. En efecto, pareció entender mi pensamiento. Se serenó y al cabo permaneció en el piso en el centro de la habitación. Probablemente le agradaba la superficie pulida y limpia, el ocre claro del embaldosado de cerámica.

Ella había sido un gusano antes de conocernos y todavía llevaba consigo bajo sus alas el vestigio de su pasado untuoso; ese cuerpo era de un rojo grana, translúcido; su vientre, vulgar. Pero estaban sus alas. ¡Oh!, ella mantenía desplegadas, izadas invictas sus alas marrones con aderezo de oro. ¡Su heráldica, los distinguidos estandartes que declaraban su supremacía estética y ontológica!, ¡sus alas por encima de mi condición! El privilegio de su par de alas abría un insalvable abismo entre el gusano humano y ella.

El azar la había traído a mi cuarto. En cualquier momento se elevaría de la prosaica superficie del suelo, daría nuevamente con la ventana para darse al viento que la arrimaría al cielo de la noche. Yo, en cambio, permanecería echado boca abajo leyendo mi Saul Bellow aquellas últimas horas del año. Solo, Saul. La cómplice asonancia solo, sol, me enterneció.

Concebí entonces otra variante de la historia. La sentí, a la mariposa. Ella había entrado en busca de algo más. Ella, santo cielo, necesitaba compañía o debía hallarse abocada a prodigarla. Necesitaba de alguien con quien sortear esa vasta noche en que la soledad rompe sus diques, se dilata hasta una dimensión metafísica que parece incidir sobre las bestias mismas y aun los objetos.

Los hombres estaban con los hombres. Eran una inmensa familia de seis mil millones de almas. Pero mi mariposa era, de eso no cabía la menor duda, una huérfana maravilla sola.

Entonces tuve la certeza de que no se iría, que habría de permanecer conmigo en la tibieza iluminada de mi habitación. Ya podían mis semejantes quemar toda la pólvora habida y por haber, hacer sonar sus elevadas sirenas, la locura delirante de sus pitos; embriagarse en la alegría promiscua y el derroche de sentimientos faltando estos cinco minutos para las doce, y prolongar la bacanal de la tribu hasta el alba. Ella estaba conmigo y, cómo no, quedamente, en este instante, en sus ojos una minúscula partícula de humedad; de los míos, una lágrima estaba por brotar.

─Feliz año nuevo ─musité, o lo pretendió mi voz quebrada y ella, ¡santo cielo!, agitó las alas, revoloteó en el resplandor de la habitación, en el fulgor de mi alma y me abandonó a través de la ventana. Silencio. Cósmicos instantes de silencio, y luego:

─¡Feliz año! ─gritó, fuera, alguien contra el viento.

Comentarios