Néstor Fabián Pulido
«No lloren por mí, dijo a sus amigos. Soy un hombre afortunado».
Gravy.
Hacía seis meses que el doctor le había comunicado del tumor en el cerebro. Le dijo que cuando las células cancerosas se separaron del pulmón se diseminaron por el torrente sanguíneo y llegaron hasta la médula. Había que intensificar la radiación u operar de nuevo. Ray le dio las gracias. Salimos a la fría Siracusa. Nos quedábamos donde los Walis esperando las radiografías y las terapias de radiación. Decidimos no decírselo a nadie.
Volvimos a la costa oeste, a Port Angeles. Nos habíamos mudado a la casa solariega de ensueño con el estudio que Ray siempre había soñado. Instalamos estanterías para sostener las ediciones y las traducciones que nos llegaban de todas partes del mundo. Murakami envió la antología de la que estaba tan orgulloso e incluso le telefoneó para invitarlo al Japón. Tenía una chimenea y un sofá de cuero; un escritorio de caoba y una silla giratoria frente a la vieja Smith Corona que seguía usando obstinadamente aun cuando Wolff y Ford ya se habían mudado a los procesadores de texto de IBM y MAC. Tenía algunas fotografías de Chejov y mías, un buda de jade que le regaló Maryann, un jarrón en el que siempre mantenía tres flores amarillas frescas. Desde el puerto que estaba justo afuera había una vista del valle y las montañas con el mar al fondo. Siempre oía el agua y los cantos de los pájaros que se perdían en el cañón Morse Creek y seguían su camino hasta Victoria.
Todos nuestros amigos nos preguntaron por los resultados. Ray siempre les decía que estaba bien, que la radiación estaba funcionando, que la operación había sido un éxito y que los médicos eran bastante optimistas. Cada vez que lo llamaban insistía en que los tumores estaban casi disueltos y el cáncer erradicado de su cuerpo. Wolff nunca le creyó. Le telefoneó una tarde y quiso sacarle la verdad por más de una hora, pero Ray le evadió el tema.
―Los doctores están muy contentos, Tobias ―dijo―. Todo el mundo tiene esperanzas, especialmente yo. Ya tengo una lista de lecturas que me van a durar hasta el año 2000. Por cierto, Fisketjon me mandó el manuscrito de This Boy’s Life. Es muy bueno. De corazón te felicito.
Cuando se despidieron Ray lo invitó a pescar mientras durara la temporada de truchas. Telefoneó a su madre, a Maryann, a sus hijos y a su hermano y les contó la verdad. Luego agarró las llaves del auto. Se fue a una reunión de apoyo de alcohólicos anónimos que encontró en la guía telefónica de un pueblo cercano. Más tarde me llamó desde un bar.
―No lo encontré Tess. Busqué por más de media hora y no logré ubicar el sitio ―dijo―. Entré a la taberna y pedí un trago. Y luego me senté a mirarlo. Llevo dos horas acá sentado mirando una copa de whisky.
Le pedí que lo dejara y volviera a casa. Así lo hizo. Esa noche la presión en la cabeza no lo dejó acostarse. Hasta tarde escuché los furiosos tecleos de la máquina de escribir y al otro día me mostró tres poemas para que los revisara.
Salía a pescar a Morse Creek. Le empacaba los brownies de marihuana con la esperanza de que calmara sus ansias por fumar, pero siempre volvía con esa cara de autosuficiencia; como un niño que cree que ha cometido el crimen perfecto. Discutíamos por eso. Sobre todo cuando los ataques de tos lo inmovilizaban por varios minutos. En una de sus salidas pescó la única trucha arco iris que ha dejado ese río. También caminábamos por la orilla, donde nos poníamos a hablar de sus relatos, de sus posibles finales. En junio el frío y la lluvia arreciaban. Volvimos al médico. Le dijo que la cosa se veía mal, dijo que en verdad se veía mal. Dijo que contó treinta y dos de ellos en un pulmón antes de dejar de contarlos.
―Lo siento mucho ―dijo.
―Pero si él ama la vida ―dije.
El doctor era joven. Tenía el cuello de la camisa planchada, iba pulcramente afeitado. Entrecruzó los dedos sobre el escritorio y apretaba tanto que los nudillos estaban blancos por la presión. Se movió de un lado al otro en el sillón, que chirrió con el peso. Me miró fijamente, casi como si hubiera leído en alguna parte que eso era lo que debía hacerse.
―Lo sé. Supongo que tendrá usted que pasar por esos siete estadios. Pero terminará por aceptarlo.
Ray se levantó, le agradeció y se despidió. Después de eso fuimos a almorzar a un pequeño café donde no habíamos estado. Ray tomó sopa, yo pedí pastrami. No lograba asimilar lo que estaba sucediendo, allí sentada viéndolo comer como un día cualquiera, pensando seguramente en lo que tenía pendiente en el manuscrito que estaba trabajando.
― ¿Es real? ¿Esto de verdad está sucediendo? ―le pregunté.
Comencé a llorar desconsolada. Ray se puso muy nervioso cuando todos comenzaron a verlo a él, como sospechando que me había hecho algo. Trataba de pasarme la servilleta untada de sopa para que me limpiara.
― ¿Te acuerdas de esa noche en Dallas? ―me pregunta entre nervioso y divertido.
―Sí, las enfermeras y los doctores creían que me habías arrancado el arete de la oreja o algo así. Vaya primera cita.
―No tenía un centavo en el bolsillo, todo lo habían pagado los organizadores del congreso, menos mal tenías tu tarjeta de crédito. Creí que iban a llamar a la policía.
―Casi lo hacen. Tuve que contarle a la enfermera cómo se me había enredado el arete en el edredón del motel.
Logramos reírnos de nuevo.
Esa noche nos acurrucamos en el sofá a ver “La carta” con Bette Davis como Leslie Crosbie, una calculadora mujer que bajo la luz de la luna tropical le descarga una cámara entera de un revolver a su antiguo amante, despertando en el proceso a toda Malasia. En la última escena, impune de su crimen, Leslie sale al jardín casi esperando, casi buscando el puñal que acabará con su vida en una reminiscencia de la primera escena, con la luna despejándose del cielo y los invitados a la fiesta disfrutando la última noche de Leslie en Malasia. Encantadores, letales enredos que sólo podrían suceder en ese mundo.
― ¿A cuántas personas les pasa eso? ―dijo Ray sonriente―. No queda tan lejos la necesidad de una fiesta, una reunión de amigos, brindis con champán y Perrier. En todo caso afuera te puede estar esperando la muerte en forma de una mujer celosa y dolida y un conveniente puñal. Vámonos a Reno.
― ¿A Reno? ¿Qué quieres hacer en Reno?
―Pues casarnos, claro. Vamos a Reno y casémonos. En Reno las bodas se celebran las veinticuatro horas del día los siete días de la semana. No hay que esperar. Sólo hay que hacerlo. Y lo haremos. Y tú le darás diez dólares de propina al predicador para que nos busque un testigo.
Yo conocía todas esas historias de divorciados que arrojaban sus anillos de boda al río Truckee y se dirigían al altar diez minutos después con otra persona. Yo misma tiré mi último anillo al mar de Irlanda. Aclaradas las cosas, seguros de que no nos quedaban todos esos años por delante como suponíamos, le dije que sí. Reno era el sitio adecuado.
Volamos a Nevada. Nos casamos en la pequeña iglesia frente al ayuntamiento, la capilla de bodas “Corazón de Reno”. Nos ofició el ministro más aceitoso del mundo y como los Ford no pudieron asistir, le dimos 7,50 dólares a dos extraños que aceptaron ser los testigos. Ray llevaba unos lentes negros y un enorme sombrero de ala con broche. La calvicie de las radiaciones le hacía parecer un gran buda gordo y muy tierno. Yo me llevé el vestido de algodón que me compró en Bath. Estuvimos tres días en Reno jugando en la ruleta en el Harrah’s club. Gané en todas las ocasiones. La mañana de nuestro regreso bajamos al lobby y dejé a Ray con las maletas y todos los ramos de flores que nos enviaron nuestros amigos y puse una última ficha al 17 rojo. Con las manos llenas de dinero corrí a los brazos de Ray.
El 27 de junio Ray se hizo una radiografía del pecho en Seattle. Los médicos no le recomendaron más tratamientos. Días antes de encontrarnos con Richardson, su abogado, salimos temprano. Su empeño le pudo a las náuseas, a la respiración agitada, a los interminables dolores de cabeza y a las constantes paradas. Nos reímos sin malicia de una garza que le robó un pedazo de pan a un pato, que se lo había reclamado a un anciano, quien se alzó enfurecido amenazando a la garza con su bastón. Así seguimos hasta el lugar en el que el río se une con el mar en el Estrecho de Juan de Fuca, cien kilómetros al este del pacífico. Jadeamos por la escarpada y nos sentamos en una piedra, emocionados por haberlo logrado. Fue una de esas experiencias que te trasladan a otra dimensión, que te hacen repasar toda tu vida. Lo saboreamos, el hecho de estar compartiendo aquello todo el tiempo que durara, el agua fresca del río uniéndose al agua salada del mar.
Hablamos un rato sobre lo que le diríamos a Richardson, a su madre, a sus hijos, a Maryann y a todos los amigos. Nos angustiaba más su reacción que la misma condición de Ray. El estrés de su pena, de saber que no se lo tomarían bien, nos hicieron llorar un rato. Tuve la impresión de que la mirada de Ray se estaba impregnando de toda la belleza del paisaje. Cerró los ojos y me imaginé con emoción que la poesía llenaba su alma cuando de repente exclamó, con un suspiro:
―Era un pedazo de pan grande.
Entonces abrió los ojos, se levantó y volvió a sentirse feliz de nuevo.
―Te lo debo a ti, ya vez. Quería decírtelo ―dijo.
El hospicio instaló una cama de hospital para Ray en la sala de estar y siempre mantuvieron el suministro de medicamentos para el dolor. El primero de agosto Richardson vino a casa porque Ray no podía moverse y firmamos el testamento. Su esposa y la dulce Dorothy, que fue secretaria de Ray en algunas temporadas, vinieron como testigos. Ray se aseguró de que todo estuviera en orden, firmó con mano temblorosa y luego con un ataque de euforia los invitó a todos a que se quedaran a cenar.
Esa última noche vimos Dark eyes en la videocasetera. Había invitado a Jack para que se quedara un rato con Ray. Estuvimos hablando de Chejov y de cine un buen rato. Ray le contó a Jack el argumento del cuento que escribió sobre Chejov y que en él salía el viejo Tolstoi. Fue extraño que lo criticara tanto a pesar de lo mucho que lo respetaba. Dijo que el viejo se había equivocado con Ivan Ilich, que no había de qué arrepentirse. La luz comenzó a disminuir en la habitación y yo llevaba varios días sin dormir, así que me excusé. Nos besamos tres veces. Le dije que lo amaba.
Temprano en la madrugada Jack me despertó, me dijo que la respiración de Ray se había vuelto más pesada. Salí en bata y lo moví un poco. Él no respondió ni abrió los ojos. Su respiración llenaba toda la sala de estar, su cuerpo inflamado se expandía con cada inhalación. Lo llamé por su nombre, tres, cuatro, cinco veces, pero fue en vano. De pronto comenzó a expulsar todo el aire que tenía dentro, desinflándose, hasta que al final se hundió en el colchón dos tallas más pequeño de lo que era.
Justo antes del amanecer del 2 de agosto de 1988, Raymond Carver murió.
Pocos días después de su muerte, entré en su estudio y me senté a su mesa durante un rato. Allí estaba sentada, sin más. Entonces me agaché y abrí un cajón. Dentro encontré una docena de carpetas llenas de ideas para futuros relatos que le habrían ocupado por lo menos hasta el 2015. Uno de ellos me llamó particularmente la atención. No tenía título, tampoco una fecha. Estaba en un pedazo de servilleta, con algunos tachones. Debió escribirlo en algún momento de iluminadora inspiración y luego lo olvidó y lo arrumó con los demás:
¿Y conseguiste lo que
Querías en esta vida?
Lo conseguí.
¿Y qué querías?
Considerarme amado, sentirme
amado sobre la tierra.
En la pared estaba colgado el cuadro que Alfredo Arreguin trajo amarrado al techo de su auto. Un cuadro con unos vívidos e intrincados patrones que formaban una tirada de salmones luchando contra los rápidos del río para aparearse; saltando entre rocas, exponiéndose a los osos y a los pescadores. Al final toda su lucha se les recompensaba con la muerte. A hero’s Journey se llamaba. Me recosté sobre el escritorio y pensé en que los salmones de algún modo sí vuelven de su viaje. De modos misteriosos, no conectados con líneas lógicas o racionales, obtienen sus compensaciones y regresan a través del río en otra forma de vida. Luego de eso me quedé dormida mientras pensaba en que ya pronto se terminaría la temporada de pesca y en que él tal vez encontraría una manera de regresar, en que encontraría un sendero nuevo a la cascada.