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A mí déjame escribir

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Por Eliana Álvarez Ríos

La historia nos grita una y otra vez que miremos atrás para no repetir los mismos errores. Pero la nuestra ha sido un camino de despilfarro y de oportunidades disfrazadas. Caímos en un colador de despedidas a destiempo, de muertes prematuras y de cuentas pendientes. La ciudad se nos cayó a pedazos mientras dormíamos y cuando el mundo nos veía con horror, se compadeció de nosotros al ver apagarse la luz en los ojos de Omayra.

Déjame escribir, que ya no quiero retener más este llanto. Déjame romper el pasado. Porque la historia no me condiciona. Aún está el cielo y me ilumina el camino de vuelta a casa. Aún está mi madre y si ella es capaz de atravesar el océano para salvarme de no padecer miserias, entonces es posible que el paraíso esté en su corazón. Y no después de la muerte.

La historia no me condiciona. Antes solía decir que me iría para salvarme, pero esta vez prefiero quedarme y sobrevivir en la selva de cemento. Déjame escribir de la ciudad, de esta ciudad que me reclama por su orfandad y que me grita desde sus calles destapadas que ya no quiere saber de noches de insomnio. Le escribo porque me ha olvidado y yo la enterré en mi pasado. Estamos en paz.

Somos un manojo de sentimientos encontrados. Entre la impotencia y el desánimo. Entre la desesperanza y la injusticia. La vida no puede ser como el  lienzo de una utopía. Porque si no es el “felices para siempre”, tampoco es la tristeza macabra de los hombres que han perdido su humanidad. Ya estoy cansada de creer en esa mentira, de verdad.

Déjame escribirte de los sueños. Quiero abrazarme a la orilla de tus playas desiertas. Déjame construirte hogar y llamarlo corazón. Quiero despedazar todos los mundos que construimos por culpa del abandono. Agarrarte de la mano y apagar juntos la vela de otro cumpleaños. Porque ya nos perdimos demasiados.

Ya lo sé, que mientras aquí celebramos tu vida, allá afuera están matando ilusiones. Que mientras me abrazas y te abrazo para sentirnos a salvo, inevitablemente terminaremos caminando sobre campos minados, que ojalá no fueran de muerte sino de aventura.

Ya lo sé, que nadie vendrá para salvarnos. Que ese es nuestro trabajo. Le repito a mi abuela que no quiero acabar como la democracia de este capitalismo de mierda,  amputada y reducida a un parapeto en un papel. Como un títere, como un muñeco de trapo, manoseada, ultrajada y violentada. Nos repiten que somos el futuro, pero dónde está que no lo veo. Nos repiten que no hablemos de guerra, sino de paz, aunque sea de mentira.  Y nos lo creemos, porque en verdad soñamos con esa utopía. ¡Siento pena!, siento rabia de todo ese juego de palabras que nos incomodan. Son discursos agujereados de malas intenciones.

Así que déjame escribir, déjame volver al pasado para buscar en las cenizas de mis recuerdos infantiles. Cuando lo que me rompía el corazón eran las trenzas que me hacía mi madre y no una canción de Serrat.

La historia no me condiciona, pero siento pena de este presente. Porque la indiferencia también debería ser un delito de lesa humanidad. Quizá, tantas miserias nos han acribillado el sentir y terminamos negociando lo innegociable.

Ya no quiero batallar, ni marchar. A mí, déjame escribir, que mis dedos hablan mejor que mi voz. Que febrero es un beso agrio. Que nuestra guerra es la injusticia de una balanza que perdió el equilibrio. Que el destino no está más allá del océano. Que el horizonte está aquí mismo. Déjame escribir, que mis dedos hablan mejor que mi voz.

 

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