
Daniel Liévano *
¿En qué fue que quedamos la última vez? Ah, sí. Ya me acordé. En los 200 metros, en la distancia de los 200 metros. La medida perfecta, versátil en la teoría y vibrante en la práctica. Con ella podría trenzar una soga con toda la ropa de tu clóset y escalar hasta la punta del enorme edificio de tu primo; daría como tres vueltas a tu casa corriendo y sin descansar (ya sabes, quitándome la camiseta para que te rías); me caería desde la Piedra del Peñasco y tú, mientras tanto, verías todo en cámara lenta, mi cara con los ojos cerrados, el golpe del cuerpo con el mar, la extática erupción de las gotas blancas, y quizás, música de fondo de Sigur Rós.
Siquiera, como en esta ocasión, con 200 metros se le pone fin a la relación que tú y yo teníamos. Qué raras son las sentencias de la justicia, como ciencia ficción. Lo pensé todo menos una Orden de Alejamiento; los abogados hacen malabares con las leyes y yo apenas con dos manzanas verdes de tu cocina, tratándomelas de comer. Y ahora que fue un tercero el que nos separó quisiera contarte lo que vale para mí esta condición, esta distancia. Todavía no sé si en realidad es una solución a la particular lejanía (las que nos azotaban antes terminaban descansando en una llamada por teléfono o en un corto o largo mensaje de texto). Al final, con todo esto, me retumba el significado de la palabra vejamen como razón del fallo del tribunal. Vejamen, más bien, es lo que haré con esta carta si es que no eres la única que la lee: la privacidad elemental fue difícil de mantener así que ya no importa.
Tu papá me detestó desde que me vio por primera vez, postrado en su escritorio como una araña firmando papeles con cada pata, cada tanto levantando la mirada para ver a quién no saludar: a mí ese día. La verdad es que sí, la vida es de puros contactos, yo no tengo ni uno y tu padre tiene a mil.
Pero yo tengo algo que él no tiene. No me quedo lejos, por lo menos no 200 metros fuera. Cuando veas esta carta porfa sigue estas instrucciones. Vaya que ese buzón lleno de stickers de tu hermanito también queda justamente a 200 metros de tu puerta. Como sé que siempre todos los sábados por la mañana te toca sacar el correo, el viernes por la noche te dejé este sobre para asegurarme de que tu papá ni nadie lo cogiera. Mira hacia la derecha y sigue caminando por el andén hasta salir de tu cuadra. ¿Ves esas dos piedras de toba que dejé encima del techo rojo de la casa abandonada? Brillan como soles cuando es medio día. Tendrás que subirte al techo de la casa. Entra por la ventana por la que siempre nos metíamos a escondidas, esta vez pude abrir la entrada al ático. Esto te va a gustar. Dime que sí. Si vas a usar el sillón azul empolvado para encaramarte, tendrás que ponerlo otra vez donde estaba, capaz alguien note que estuvimos juntos. El ático es donde está la ventanita que nos sube al techo. Verás que está tan corroído y enigmático como todos los áticos que uno se imagina. Entre tantas cosas por escudriñar, tantas historias olvidadas que alguien dejó, hay una mesa de dibujo en la esquina iluminada por la ventana triangular. Abre el único cajón que tiene, pero ten cuidado, la mesa es tan vieja que predominan más las astillas que su llanura. Vas a ver un espejo tan atractivamente viejo como para imaginarse un cuento mágico, tiene un marco de algún metal fino ¿quién se habrá visto la cara por última vez con ese espejo? Agárralo y ahora sal despacio por la ventana triangular. Las dos piedras de toba están a tu derecha, las tejas de cerámica parece que no se zafan tan fácil, pero igual ten cuidado. Cada piedra tiene nuestros nombres, lo hice de cursi. Cógelas cautelosamente sin que se te caiga el espejo y pásate al otro lado, es un tejado a dos aguas, sabrás que la fachada desde tu jardín nunca nos mostró el otro lado. He ahí nuestra historia. Cuidado con la altura, esto es bien alto.
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¿Si lo ves? Ahí está. Ahí está el mar. Yo jamás lo había visto desde donde tú estás ahora. En la mañana en remanso, en el ocaso en zozobra. La caída es perfecta, la sensación varía. El cielo y la tierra, las dos cosas bien distantes, ahora quedan a un beso de contacto dividido por la seductora línea del horizonte.
Bien, ahora arroja una de las piedras y mírala caer hasta el chapuzón. Chapuzón ambivalente, un significado para ti, otro para mí. No importa la hora del día, yo sé que no estás haciendo esto de noche. Todavía te preguntarás para qué coños yo te traje hasta ahí…
La verdad es que esa casa se ve desde todo el pueblo y aún más allá. Así que es perfecta para esto. El espejo es para que lo dejes justo en el centro del tejado, mirando contra el sol, suerte que el tejado da contra él. Cada día, desde la mañana hasta al atardecer, reflejará un fuerte rayo de luz que podré ver sin timidez, leguas de distancia, desde muchos lugares. Por la noche se irá pero pronto vendrá por las mañanas. Cuando me sienta mal lo veré, y será para mí esa pequeña llama de esperanza al final de esa línea que te dije junta el cielo y la tierra, luz que se muestra como un halo prematuro, refulgente que expía mi sentencia. Pasajeros serán sus días pero será luz de mi perfección contigo, luz de esta condición redimida desde la legitimidad. Me conformaré con ese brillo, que no es cotidiano, pues es un vestigio tuyo que me golpeará todos los días, y brotará en mí la sensación de que estás aquí a mi lado. Y si alguien pregunta que si nos han visto juntos, que niegue el hecho pero que se quede con las ganas de decir que sí. Así, púes, tú, desde allí, aquí.
Sé que pronto nos veremos.
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(*) Colaborador.